Era
poco más que una muñeca en las manos de esa mujer. La anciana, con el ceño
fruncido como si el solo hecho de tener que tocarla la asqueara sobremanera, la
manipulaba con una absoluta falta de delicadeza. Ya la había obligado a meterse
dentro de un vestido que, en opinión de la muchacha, revelaba mucho más de lo
que ocultaba. Ahora se ensañaba con su melena hundiendo en ella, con saña, el
cepillo.
―¡Ay! ―se quejó Abril, lamentando al
instante haber cedido a la debilidad. A través del espejo pudo ver como, a su
espalda, la expresión de su estilista se
volvía más agria. Lo cual resultaría difícil de creer de no ser porque tenía la
evidencia delante de los ojos.
―Cállate, zorra ―le espetó la mujer
con una rudeza que, en comparación, hizo que sus rasgos parecieran suaves―.
¿Crees que tengo toda la tarde? A algunas no nos basta con abrirnos de piernas
para ganarnos el jornal.
La joven no replicó. Simplemente
dejó que el insulto pasara de largo, sin rozarla. No habían pasado ni
veinticuatro horas desde que pisó esa casa por primera vez. Ni siquiera había transcurrido
un día desde que fue puesta bajo el cuidado de la anciana Rómula. Pero ya
había visto lo suficiente de su carácter para saber que, con ella, lo mejor era
no caer en provocaciones. Una máxima que la chica pensaba llevar a rajatabla.
Después de todo, estarían obligadas a vivir juntas durante los próximos días.
Puede que incluso semanas. O hasta meses. No tenía intención de complicarse la
existencia más de lo que ya la tenía.
A sus veinte años, Abril sabía que
la vida es una rival a la que no conviene provocar, porque no hay manera de
ganarle. Después de que su madre se fuera de casa, dejándolos a Teo y a ella
solos con su padre, empezó a resignarse a aceptar las cosas como venían. Su
rebeldía, esa que marca la adolescencia de cualquiera, fue exterminada por unas
obligaciones de adulta que no tuvo más remedio que aceptar como propias.
Rómula agarró un mechón de su
cabello, largo y de un tono castaño claro, lo enredó en su mano y se lo recogió
en la nuca. Sujetándolo allí con una horquilla que la muchacha creyó que
terminaría taladrándole el cráneo. Se sentía como la protagonista de una de
esas novelas que leía Nuria. Pero no por el repertorio de vestidos, maquillaje
y abalorios dispuestos para ella a lo largo y ancho de la habitación. Sino por
el triste papel que le había caído en suerte.
Se había convertido en una letra de cambio para las
deudas de su padre. La doncella entregada en prenda al acreedor al que este no
había sido capaz de pagar el dinero que tomó para sacar adelante su último
negocio fallido. Una empresa de importación y exportación de licores marcada
por el fracaso desde el mismo instante de su nacimiento. Situación que, además
de humillante, resultaba bastante patética. ¿Quién creería posible semejante
argumento en pleno siglo XXI y en un país civilizado ―al menos en teoría― como
España? Ella, de no ser porque estaba desempeñando el rol protagonista, habría
cerrado la novela sin terminar de leer la primera página.
―Las mujerzuelas como tú sois lo peor. ―Rómula usó
otra horquilla para terminar de afianzar el moño en su nuca―. No os importa
venderos para conseguir lo que queréis. ―Tras asegurarse de que estaba bien
sujeta dio por finalizada la sesión de peluquería, se levantó y comenzó a
recoger el desbarajuste de prendas femeninas que había dejado sobre la cama―.
Pero no siempre tendrás esa cara y ese cuerpo. ¡No señor! ―Agarró un vestido de
un color rosa muy pálido, casi crema, y lo enganchó en su brazo izquierdo,
sobre todos los demás―. Entonces, solo serás una puta vieja por la que nadie
pagará ni un miserable real.
De no ser porque su situación le parecía de lo más
lamentable, la joven habría jurado que había un cierto matiz de envidia en el
discurso de la anciana. Un sentimiento que no tenía razón de ser. Si quería
intercambiar puestos, ella, desde luego, estaba más que dispuesta a hacerlo.
La criada terminó de recoger y puso rumbo a la puerta.
Al llevarse consigo todos aquellos vestidos y alhajas la habitación recuperó la
atmósfera masculina que delataba la personalidad de su inquilino. El hombre
que, dejando de lado eufemismos y sutilezas, se había convertido en el dueño de
Abril. Así de triste, vejatorio y real. En solo un día, había pasado a adquirir
la misma condición que podría tener una camisa, unos pantalones o un reloj.
Esperó hasta que sonó el clik que anunciaba que Rómula había soltado el pomo para alejarse por
el pasillo. Solo entonces la chica se acercó a la puerta, forcejeando con ella
en un vano intento de abrirla. Estaba cerrada. Por supuesto, ya lo sabía. Por
más que la considerase una ramera de primer nivel la anciana había tomado sus
precauciones para evitar que pudiera irse antes de cumplir con su trabajo. En
un exceso de celo extremo para con su señor incluso le había requisado el
móvil, impidiéndole tener cualquier tipo de contacto con el mundo exterior. Una
medida tan extrema como innecesaria. Abril no tenía la más mínima intención de
huir. No estaba allí por voluntad, eso era indiscutible. Pero, aun así, poseía
un buen motivo para no pensar, siquiera, en poner un pie fuera de esa casa.
―Este
país está cansado de los abusos. De los engaños y las trampas en las que lo han
hecho caer quienes se suponía que debían velar por él, y por todos los que en
él habitamos. Está cansado de ser una víctima de los que juraron salvarlo.
Ildefonso de la Serna hizo una
pausa, prolongando el dramatismo de su discurso. Era su especialidad, sabía
valerse del populismo más descarado como nadie en el mundo. De ahí que los
mítines frente a hordas de desilusionados ciudadanos fueran su punto fuerte. La
clase obrera, el sector más dañado por la crisis, lo veneraba como a un dios.
En él veían a una suerte de mesías que los salvaría de la tiranía de los
corruptos hombres de negocios. Le bastaba con unos minutos en televisión para
que la opinión pública se volcara en su favor. Sin embargo, era en las
distancias cortas donde mejor funcionaba. Muy pocos eran capaces de mantenerse
fríos ante la estudiada pasión de la que revestía cada una de sus alocuciones.
―Es por esto que no debemos
quedarnos de brazos cruzados ―siguió, sabiendo que los pocos segundos en los
que sus palabras quedaron suspendidas en el aire sirvieron para que los
presentes llegaran a la misma conclusión que él―. Es por esto que debemos hacer
algo para impedir que este país muera a manos de una manada de chupasangres―.
Como era de esperarse, vítores y exclamaciones acogieron la última frase―. Hay
que hacer algo, amigos. ¡Haya que hacer algo! ―remarcó con mayor énfasis―. Y
por eso estoy aquí. Para… Para…
Las palabras se atascaron en su
garganta y se vio obligado a hacer una nueva pausa. Una que, esta vez, no
entraba dentro del guion fijado.
El clima generado por el discurso se
quebró un poco y algún que otro murmullo se extendió por la sala, distrayendo la
atención de los presentes. Aunque, por una vez, a Ildefonso no le importó dejar
de ser el protagonista. La verdad fue que ni siquiera se dio cuenta. Toda su
atención estaba puesta en el individuo sentado en primera fila. En aquel par de
ojos oscuros que lo miraban como si el destino estuviera encerrado en ellos.
Tragó saliva y su nuez se movió con dificultad. El
sudor que le cubría la frente amenazaba con estropear su imagen en cámara y el
pánico comenzó a cundir entre su equipo. Pero él seguía ahí. Inmóvil, mudo e
incapaz de pensar en nada que no fueran esos ojos que se le antojaban venidos
del más allá.
―Para… ―Luchó por encontrar su
propia voz, hallándola a duras penas ―…Para liderar el cambio que nos hará
libres. Muchas gracias y buenas noches.
Concluyó el discurso cuando apenas había llegado a la
mitad del mismo, con un colofón propio de un presentador de telediario ansioso
por terminar la retransmisión. Los aplausos estallaron según lo habitual,
coronando su retirada a pesar de que aquella no pasaría a la historia como su
mejor intervención. Estaba seguro de que, al día siguiente, la prensa,
concretamente la que se teñía de una ideología contraria a la suya, se haría
eco de que Ildefonso de la Serna se había quedado en blanco a mitad de uno de
sus discursos. Poco le importaba. En ese momento sus preocupaciones estaban muy
lejos de lo que aquellos mequetrefes de pluma afilada pudieran escribir sobre
él.
―¿Qué ha ocurrido? ―preguntó el jefe
de su gabinete de prensa. Acercándose a él tan pronto como llegó a las
bambalinas.
―¿Dónde está Santos?
―¿Quién?
―Santos, mi guardaespaldas ―aclaró
de la Serna, malhumorado por tener que perderse en detalles en un momento como
ese ―. Necesito hablar con él.
―Pero…
―Estoy aquí.
El atribulado jefe de prensa fue hecho a un lado por
el hombre que el candidato a la presidencia reclamaba. Santos Márquez se
aseguró de alejar a todos los presentes, para lo que no necesitó más que una
mirada, antes de preguntar:
―¿Qué sucede?
Repuesto de la impresión de ver a un
fantasma, Ildefonso habló con su habitual autoridad.
―Está aquí.
―¿Quién está aquí?
―¡Ese maldito cabrón! ―estalló casi
sin dejarlo terminar la pregunta―. Danta ―pronunció en un tono más sosegado,
consciente de que el arranque le había servido para que todos voltearan a
mirarlos.
Las espesas cejas del guardaespaldas
se elevaron por la sorpresa.
―Eso es imposible ―se mostró
escéptico. Al menos en apariencia, porque todo su cuerpo se estremeció al oír
el nombre. Despertando a un temor que los años solo habían logrado aletargar,
pero no matar―. Yo mismo lancé su cuerpo al río, hace seis años.
De la Serna sonrió sin asomo de
humor.
―Ya. Pues, o fue revivido por una
sirena de agua dulce, o fallaste en algo.
Santos tembló imperceptiblemente,
sopesando una posibilidad recurrente para él. Una idea que no había dejado de
atormentarlo desde aquella fatídica noche. Un pensamiento que se guardó para
sí, como hacía siempre que lo asaltaba, sin osar comunicárselo a su jefe.
―Ordenaré a mis hombres que vigilen
todas las salidas del edificio ―declaró, confuso aún―. Sí de verdad está aquí,
lo encontraremos.
Esperó hasta ver asentir al
candidato antes de darse media vuelta. Solo entonces echó a correr por el
pasillo con el walkie en la mano, repartiendo órdenes a diestro y siniestro a
través del aparato. A su espalda, de la Serna forzó una sonrisa, se levantó y
se acercó a los miembros de su equipo como si nada hubiera ocurrido. Dispuesto
a comentar los detalles de su última intervención pública. Su habitual sangre
fría acudió en su ayuda permitiéndole recomponer, en unos pocos segundos, la
imagen de líder salvador de un país al borde del abismo.
El
coche se detuvo en la puerta del auditorio en el mismo momento en que salía él.
Se subió el cuello del abrigo, aprovechando la excusa del frío como coartada
para ocultar su rostro, y caminó con la cabeza gacha. Alcanzó la puerta del
vehículo en un par de zancadas.
―Vámonos ―ordenó ya dentro del
coche. A lo que el hombre al volante obedeció al instante.
―¿Te ha visto? ―preguntó este,
girando un momento la cabeza hacía atrás.
Él le sonrió desde el asiento
trasero.
―Deberías haber visto su cara. Por
un momento llegué a creer que iba a darle un ataque al corazón.
―Una lástima que no haya sido así.
Nos habría ahorrado un montón de trabajo.
―Y también un montón de diversión. ―Recorrió
la cicatriz que le surcaba el lado izquierdo de la cara, de la frente al
pómulo, con la yema de los dedos. Notando el tacto rugoso de la delgada línea
dibujada en su piel de manera permanente―. No he llegado hasta aquí para que
unos achaques de viejo me impidan acabar con ese bastardo.
El chófer no respondió. Detuvo el
coche en un semáforo y el relente que empezaba a acumularse en la luna
delantera descompuso la luz roja en un sinfín de diminutos puntitos.
―No sé si esto es buena idea ―dijo
al fin, con aire reflexivo. Sumido en la contemplación de los pequeños haces de
luz escarlata.
―¿Ahora vas a echarte atrás? ―bromeó
el que ocupaba el lugar del pasajero, mirando lo poco del perfil de su
interlocutor que podía ver desde donde estaba.
―No, claro que no. Quiero que ese
malnacido pague por todo lo que ha hecho. Lo que digo es que te arriesgas
demasiado.
El semáforo tornó de rojo a verde, dando
vía libre para seguir circulando. El conductor no se lo pensó y reemprendió la
marchar por unas calles que, poco después de la puesta de sol, bullían con la
alegría de los transeúntes. Escolares que salían de sus clases, oficinistas que
daban por concluida la jornada laboral o amigos que se reunían en la puerta de
algún bar para compartir mesa y confidencias. Una estampa que reflejaba el
encanto de la vida normal, de una existencia al margen de venganzas y planes
urdidos en la sombra.
El otro se inclinó hacia delante,
colocándole una mano en el hombro y oprimiéndoselo con afecto.
―No te preocupes demasiado por mí,
Fidel ―pidió de un modo que sonó a gratitud―. Después de todo, Jerónimo Danta
es un hombre muerto. ¿Qué mal podrían hacerme, cuando ni siquiera existo?
Aguardó
toda la tarde con el alma en vilo. Temiendo, con cada coche que oía pasar cerca
de la casa, que él hubiera llegado. La vivienda estaba bastante retirada de la
ciudad, en una urbanización privada de la sierra madrileña, por lo que el
tráfico no era muy profuso. Quizá por eso su estómago seguía encogiéndose cada
vez que la luz de unos faros se colaba por la ventana, iluminando el cuarto de
un modo fantasmal. Era un hecho tan esporádico que aún conseguía asustarla.
Lo curioso fue que, pese ha estar
tan alerta como un soldado en territorio enemigo, cuando ese hombre entró en la
habitación ―su habitación― la pilló desprevenida. No hubo luces de faros, ni
ruido de motor, ni siquiera el sonido de unos pasos subiendo las escaleras.
Nada que la ayudara a anticipar su presencia. El pomo de la puerta comenzó a
girar de improviso, como impulsado por la mano de un fantasma.
Abril, que llevaba un buen rato
sentada en el borde de la cama sin tener nada mejor que hacer, se levantó tan
pronto se percató de que la puerta comenzaba a abrirse. Tan rápido que le costó
mantener el equilibrio sobre los altísimos y finísimos zapatos de tacón que
Rómula le había hecho ponerse. No estaba acostumbrada a usar ese tipo de
calzado, por lo que se veía obligada a hacer acrobacias para mantener la
estabilidad.
Contuvo el aliento, sintiendo que la
vida se le escapaba mientras la puerta despejaba la salida que había estado
bloqueada toda la tarde. Cuando terminó, cuando el hueco del pasillo quedó
visible y la figura del desconocido al que había sido entregada apareció en él,
tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contener el llanto.
No quería llorar. Eso sería tan infantil, tan
humillante… Pero no era fácil mantenerse serena en una situación así. No creía
que ninguna mujer estuviera preparada para experimentar lo que ella estaba
experimentando. Lo que aún tendría que experimentar.
Jamás se había quejado de la falta
de habilidades paternas de su progenitor. Cada uno es como es y no se le puede
exigir más de lo que está capacitado para dar. Así, al menos, pensaba la joven.
Tan dispuesta a perdonar siempre las faltas de los demás. Pero, en ese momento.
En ese momento ser condescendiente con él era una
misión imposible. En ese momento, el innegable sentimiento de odio que le
inspiraba su padre la asustaba.
La sorpresa hizo que las cejas de Jero se elevaran al
llegar al dormitorio y encontrar allí a esa muchacha. De entrada, le costó
asimilar su presencia.
―Imagino que tú eres el cheque al
portador de Galván ―dijo, recordando quién era ella y qué estaba haciendo en su
habitación.
La chica, una adolescente apenas,
agachó la cabeza, ocultándole la mirada. Lo que no evitó que él notara que las
lágrimas empezaban a agolparse en sus ojos.
¡Oh, no! Por favor, que a esa
chiquilla no le diera por ponerse a llorar. Los dramas nunca habían sido lo
suyo. No se le daba bien lidiar con ese tipo de situaciones, y ya tenía
bastantes cosas de las que ocuparse para añadir a la lista la tareas consolar a
una niña.
―Abril ―la llamó suavizando el
tono―. Ese es tu nombre, ¿verdad?
Ella asintió y él avanzó un par de
pasos. Los mismos que retrocedió la muchacha, consiguiendo que la distancia que
los separaba se mantuviera igual. Jero esbozó una sonrisa, divertido por la
hábil maniobra.
―Tranquila, no voy a hacerte nada
―bromeó, mostrándole las palmas de las manos para corroborar su buena intención.
Abril alzó la cabeza, mirándolo con
unos ojos grises cubiertos de agua. Aunque, más que en sus ojos, Danta se fijó
en su atuendo. Le resultaba más propio de una cabaretera francesa de principios
del siglo XX que de la jovencita de rostro angelical que tenía delante. Sin
duda, aquello era obra de Rómula. La anciana poseía un gusto por lo sórdido que
resultaba preocupante. El vestido rojo, abierto a un lado mostrando la pierna
derecha de la chica desde el tobillo hasta la ingle; el escote en V que llegaba
poco más arriba del ombligo; el excesivo maquillaje y aquel rodete de señora de
pueblo en un día de verbena. Más que su libido, el trabajo de la criada
excitaba su hilaridad.
Una lástima porque, en realidad, la
muchacha era bonita. Muy bonita, de hecho. De un modo lánguido, eso sí. Propio
de princesita de cuento: dulce, ingenuo y aniñado. Un estilo que no tenía nada
que ver con él. Jero no era aficionado al azúcar. Ya de niño prefería el plato
fuerte al postre. Pero, gustos personales al margen, no podía negar que la hija
del sinvergüenza de Galván era una belleza.
Hizo un nuevo intento de
acercamiento y, en esta ocasión, ella no se retiró. Aunque se notó demasiado
que le costó Dios y ayuda mantener los pies quietos. Jero la observó más de
cerca y Abril volvió a esconderle el rostro, arrancándole otra sonrisa.
Aquello tenía gracia. Mucha.
¿Qué se suponía que hiciera con esa niña?
―Acuéstate en la cama.
La orden le provocó el gesto
espontaneo de abrazase a sí misma, como si intensase protegerse.
Era el momento, ya había llegado. No
fue una sorpresa, sabía a lo que iba a esa casa desde mucho antes de poner un
pie en ella. Pero el conocimiento no hacía que el asunto resultara más
sencillo.
Ni siquiera sabía qué esperar de aquel encuentro.
Aunque hacía casi un mes que salía con Carlos, su novio, todavía no habían
traspasado la barrera de los abrazos y los besos. Ese era el límite de la
intimidad que había compartido con un chico. Conocía la técnica, por supuesto,
pero no lo que sentiría al ponerla en práctica y la incertidumbre la asustaba.
Eso por no hablar de que pensar que la primera vez que se entregaría a un
hombre sería una mera transacción comercial le resultaba tan humillante como
repugnante.
Tardó una eternidad en llegar a la
cama. Así se lo pareció a ella y también a Jero, que la veía moverse con la
misma velocidad que un koala. Cuando llegó se dejó caer en el filo del colchón,
abrazándose aún. En el otro extremo de la habitación él comenzó a desnudarse.
Se quitó primero la chaqueta y luego se desabotonó la camisa. Cuando se hubo
despojado también de esta, dejando al descubierto la parte superior de su
musculado cuerpo, Abril no pudo soportarlo más. La visión de la espalda
masculina la hizo derramar las lágrimas que a duras penas había estado
conteniendo hasta entonces. Danta prosiguió con su desnudo sin prestarle
atención, desabrochándose el cinturón al tiempo que le lanzaba una mirada por
encima del hombro.
―¿Se puede saber por qué lloras? Te
estoy dejando el mejor lugar.
La muchacha siguió gimoteando sin
intentar siquiera descifrar qué era eso de «el mejor lugar». Lo que ese hombre
dijese le importaba más bien poco. Lo único en lo que podía pensar era en lo
cerca que estaba de convertirse en digna merecedora de los insultos de Rómula.
―Puedes dormir en la cama, yo me
quedaré aquí ―aclaró Jero pese a la falta de respuesta. Señalando el diván que
tenía a su derecha, cerca de la ventana―. Así que sécate esas lágrimas. Soy yo
el que se lleva la peor parte.
Ahora sí, los sollozos se
silenciaron. Contenidos por la más absoluta incomprensión.
¿Dormir en el diván? ¿Significaba
eso que no tenía intención de compartir cama —con todo lo que implicaba— con
ella? Aquello sí que no encajaba con lo que había esperado del encuentro.
Con las cejas unidas en una sesuda
expresión, Abril lo observó mientras él buscaba en sus cajones una muda de ropa
con la que, después, se metió en el baño. Escuchó el ruido de la ducha y, a
ratos, el estribillo de alguna canción que Jero silbó con una entonación más
que cuestionable.
Poco a poco el miedo remitió,
dejándole una sensación de casi seguridad. Decidió que, por lo menos, podía
sentirse así el tiempo que él estuviera allí dentro. Se secó las lágrimas,
llenándose las mejillas y el dorso de las manos de manchurrones de rímel. Se
descalzó, se cobijó bajo el edredón hasta la coronilla y rezó para no haber
malinterpretado las palabras de ese hombre.
No pegó ojo en toda la noche. Seguía
despierta cuando él salió del baño, aunque fingió dormir profundamente. Encogiéndose
ante cada ruido que oía a su alrededor y no podía identificar con los párpados
cerrados. Los sonidos se extinguieron cuando Jero se acostó en el diván y apagó
la luz para rendirse al sueño. Pero Abril siguió alerta, temiendo sentir sus
manos sobre ella en cualquier momento.
Así la sorprendió el día. Tras una
noche eterna el sol se asomó al otro lado de las cortinas y Jerónimo Danta,
creyéndola aún dormida, se vistió y salió de la habitación intentando no
perturbar su sueño. Solo entonces la muchacha comenzó a creer que él no tenía
intención de tocarla.
Al menos, por el momento.