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domingo, 12 de abril de 2020

Lee el primer capítulo de "Una vida contigo"


Capítulo 1

Era poco más que una muñeca en las manos de esa mujer. La anciana, con el ceño fruncido como si el solo hecho de tener que tocarla la asqueara sobremanera, la manipulaba con una absoluta falta de delicadeza. Ya la había obligado a meterse dentro de un vestido que, en opinión de la muchacha, revelaba mucho más de lo que ocultaba. Ahora se ensañaba con su melena hundiendo en ella, con saña, el cepillo.
―¡Ay! ―se quejó Abril, lamentando al instante haber cedido a la debilidad. A través del espejo pudo ver como, a su espalda, la expresión de su estilista se volvía más agria. Lo cual resultaría difícil de creer de no ser porque tenía la evidencia delante de los ojos.
―Cállate, zorra ―le espetó la mujer con una rudeza que, en comparación, hizo que sus rasgos parecieran suaves―. ¿Crees que tengo toda la tarde? A algunas no nos basta con abrirnos de piernas para ganarnos el jornal.
La joven no replicó. Simplemente dejó que el insulto pasara de largo, sin rozarla. No habían pasado ni veinticuatro horas desde que pisó esa casa por primera vez. Ni siquiera había transcurrido un día desde que fue puesta bajo el cuidado de la anciana Rómula. Pero ya había visto lo suficiente de su carácter para saber que, con ella, lo mejor era no caer en provocaciones. Una máxima que la chica pensaba llevar a rajatabla. Después de todo, estarían obligadas a vivir juntas durante los próximos días. Puede que incluso semanas. O hasta meses. No tenía intención de complicarse la existencia más de lo que ya la tenía.
A sus veinte años, Abril sabía que la vida es una rival a la que no conviene provocar, porque no hay manera de ganarle. Después de que su madre se fuera de casa, dejándolos a Teo y a ella solos con su padre, empezó a resignarse a aceptar las cosas como venían. Su rebeldía, esa que marca la adolescencia de cualquiera, fue exterminada por unas obligaciones de adulta que no tuvo más remedio que aceptar como propias.
Rómula agarró un mechón de su cabello, largo y de un tono castaño claro, lo enredó en su mano y se lo recogió en la nuca. Sujetándolo allí con una horquilla que la muchacha creyó que terminaría taladrándole el cráneo. Se sentía como la protagonista de una de esas novelas que leía Nuria. Pero no por el repertorio de vestidos, maquillaje y abalorios dispuestos para ella a lo largo y ancho de la habitación. Sino por el triste papel que le había caído en suerte.
Se había convertido en una letra de cambio para las deudas de su padre. La doncella entregada en prenda al acreedor al que este no había sido capaz de pagar el dinero que tomó para sacar adelante su último negocio fallido. Una empresa de importación y exportación de licores marcada por el fracaso desde el mismo instante de su nacimiento. Situación que, además de humillante, resultaba bastante patética. ¿Quién creería posible semejante argumento en pleno siglo XXI y en un país civilizado ―al menos en teoría― como España? Ella, de no ser porque estaba desempeñando el rol protagonista, habría cerrado la novela sin terminar de leer la primera página.
―Las mujerzuelas como tú sois lo peor. ―Rómula usó otra horquilla para terminar de afianzar el moño en su nuca―. No os importa venderos para conseguir lo que queréis. ―Tras asegurarse de que estaba bien sujeta dio por finalizada la sesión de peluquería, se levantó y comenzó a recoger el desbarajuste de prendas femeninas que había dejado sobre la cama―. Pero no siempre tendrás esa cara y ese cuerpo. ¡No señor! ―Agarró un vestido de un color rosa muy pálido, casi crema, y lo enganchó en su brazo izquierdo, sobre todos los demás―. Entonces, solo serás una puta vieja por la que nadie pagará ni un miserable real.
De no ser porque su situación le parecía de lo más lamentable, la joven habría jurado que había un cierto matiz de envidia en el discurso de la anciana. Un sentimiento que no tenía razón de ser. Si quería intercambiar puestos, ella, desde luego, estaba más que dispuesta a hacerlo.
La criada terminó de recoger y puso rumbo a la puerta. Al llevarse consigo todos aquellos vestidos y alhajas la habitación recuperó la atmósfera masculina que delataba la personalidad de su inquilino. El hombre que, dejando de lado eufemismos y sutilezas, se había convertido en el dueño de Abril. Así de triste, vejatorio y real. En solo un día, había pasado a adquirir la misma condición que podría tener una camisa, unos pantalones o un reloj.
Esperó hasta que sonó el clik que anunciaba que Rómula había soltado el pomo para alejarse por el pasillo. Solo entonces la chica se acercó a la puerta, forcejeando con ella en un vano intento de abrirla. Estaba cerrada. Por supuesto, ya lo sabía. Por más que la considerase una ramera de primer nivel la anciana había tomado sus precauciones para evitar que pudiera irse antes de cumplir con su trabajo. En un exceso de celo extremo para con su señor incluso le había requisado el móvil, impidiéndole tener cualquier tipo de contacto con el mundo exterior. Una medida tan extrema como innecesaria. Abril no tenía la más mínima intención de huir. No estaba allí por voluntad, eso era indiscutible. Pero, aun así, poseía un buen motivo para no pensar, siquiera, en poner un pie fuera de esa casa.

―Este país está cansado de los abusos. De los engaños y las trampas en las que lo han hecho caer quienes se suponía que debían velar por él, y por todos los que en él habitamos. Está cansado de ser una víctima de los que juraron salvarlo.
Ildefonso de la Serna hizo una pausa, prolongando el dramatismo de su discurso. Era su especialidad, sabía valerse del populismo más descarado como nadie en el mundo. De ahí que los mítines frente a hordas de desilusionados ciudadanos fueran su punto fuerte. La clase obrera, el sector más dañado por la crisis, lo veneraba como a un dios. En él veían a una suerte de mesías que los salvaría de la tiranía de los corruptos hombres de negocios. Le bastaba con unos minutos en televisión para que la opinión pública se volcara en su favor. Sin embargo, era en las distancias cortas donde mejor funcionaba. Muy pocos eran capaces de mantenerse fríos ante la estudiada pasión de la que revestía cada una de sus alocuciones.
―Es por esto que no debemos quedarnos de brazos cruzados ―siguió, sabiendo que los pocos segundos en los que sus palabras quedaron suspendidas en el aire sirvieron para que los presentes llegaran a la misma conclusión que él―. Es por esto que debemos hacer algo para impedir que este país muera a manos de una manada de chupasangres―. Como era de esperarse, vítores y exclamaciones acogieron la última frase―. Hay que hacer algo, amigos. ¡Haya que hacer algo! ―remarcó con mayor énfasis―. Y por eso estoy aquí. Para… Para…
Las palabras se atascaron en su garganta y se vio obligado a hacer una nueva pausa. Una que, esta vez, no entraba dentro del guion fijado.
El clima generado por el discurso se quebró un poco y algún que otro murmullo se extendió por la sala, distrayendo la atención de los presentes. Aunque, por una vez, a Ildefonso no le importó dejar de ser el protagonista. La verdad fue que ni siquiera se dio cuenta. Toda su atención estaba puesta en el individuo sentado en primera fila. En aquel par de ojos oscuros que lo miraban como si el destino estuviera encerrado en ellos.
Tragó saliva y su nuez se movió con dificultad. El sudor que le cubría la frente amenazaba con estropear su imagen en cámara y el pánico comenzó a cundir entre su equipo. Pero él seguía ahí. Inmóvil, mudo e incapaz de pensar en nada que no fueran esos ojos que se le antojaban venidos del más allá.
―Para… ―Luchó por encontrar su propia voz, hallándola a duras penas ―…Para liderar el cambio que nos hará libres. Muchas gracias y buenas noches.
Concluyó el discurso cuando apenas había llegado a la mitad del mismo, con un colofón propio de un presentador de telediario ansioso por terminar la retransmisión. Los aplausos estallaron según lo habitual, coronando su retirada a pesar de que aquella no pasaría a la historia como su mejor intervención. Estaba seguro de que, al día siguiente, la prensa, concretamente la que se teñía de una ideología contraria a la suya, se haría eco de que Ildefonso de la Serna se había quedado en blanco a mitad de uno de sus discursos. Poco le importaba. En ese momento sus preocupaciones estaban muy lejos de lo que aquellos mequetrefes de pluma afilada pudieran escribir sobre él.
―¿Qué ha ocurrido? ―preguntó el jefe de su gabinete de prensa. Acercándose a él tan pronto como llegó a las bambalinas.
―¿Dónde está Santos?
―¿Quién?
―Santos, mi guardaespaldas ―aclaró de la Serna, malhumorado por tener que perderse en detalles en un momento como ese ―. Necesito hablar con él.
―Pero…
―Estoy aquí.
El atribulado jefe de prensa fue hecho a un lado por el hombre que el candidato a la presidencia reclamaba. Santos Márquez se aseguró de alejar a todos los presentes, para lo que no necesitó más que una mirada, antes de preguntar:
―¿Qué sucede?
Repuesto de la impresión de ver a un fantasma, Ildefonso habló con su habitual autoridad.
―Está aquí.
―¿Quién está aquí?
―¡Ese maldito cabrón! ―estalló casi sin dejarlo terminar la pregunta―. Danta ―pronunció en un tono más sosegado, consciente de que el arranque le había servido para que todos voltearan a mirarlos.
Las espesas cejas del guardaespaldas se elevaron por la sorpresa.
―Eso es imposible ―se mostró escéptico. Al menos en apariencia, porque todo su cuerpo se estremeció al oír el nombre. Despertando a un temor que los años solo habían logrado aletargar, pero no matar―. Yo mismo lancé su cuerpo al río, hace seis años.
De la Serna sonrió sin asomo de humor.
―Ya. Pues, o fue revivido por una sirena de agua dulce, o fallaste en algo.
Santos tembló imperceptiblemente, sopesando una posibilidad recurrente para él. Una idea que no había dejado de atormentarlo desde aquella fatídica noche. Un pensamiento que se guardó para sí, como hacía siempre que lo asaltaba, sin osar comunicárselo a su jefe.
―Ordenaré a mis hombres que vigilen todas las salidas del edificio ―declaró, confuso aún―. Sí de verdad está aquí, lo encontraremos.
Esperó hasta ver asentir al candidato antes de darse media vuelta. Solo entonces echó a correr por el pasillo con el walkie en la mano, repartiendo órdenes a diestro y siniestro a través del aparato. A su espalda, de la Serna forzó una sonrisa, se levantó y se acercó a los miembros de su equipo como si nada hubiera ocurrido. Dispuesto a comentar los detalles de su última intervención pública. Su habitual sangre fría acudió en su ayuda permitiéndole recomponer, en unos pocos segundos, la imagen de líder salvador de un país al borde del abismo.

El coche se detuvo en la puerta del auditorio en el mismo momento en que salía él. Se subió el cuello del abrigo, aprovechando la excusa del frío como coartada para ocultar su rostro, y caminó con la cabeza gacha. Alcanzó la puerta del vehículo en un par de zancadas.
―Vámonos ―ordenó ya dentro del coche. A lo que el hombre al volante obedeció al instante.
―¿Te ha visto? ―preguntó este, girando un momento la cabeza hacía atrás.
Él le sonrió desde el asiento trasero.
―Deberías haber visto su cara. Por un momento llegué a creer que iba a darle un ataque al corazón.
―Una lástima que no haya sido así. Nos habría ahorrado un montón de trabajo.
―Y también un montón de diversión. ―Recorrió la cicatriz que le surcaba el lado izquierdo de la cara, de la frente al pómulo, con la yema de los dedos. Notando el tacto rugoso de la delgada línea dibujada en su piel de manera permanente―. No he llegado hasta aquí para que unos achaques de viejo me impidan acabar con ese bastardo.
El chófer no respondió. Detuvo el coche en un semáforo y el relente que empezaba a acumularse en la luna delantera descompuso la luz roja en un sinfín de diminutos puntitos.
―No sé si esto es buena idea ―dijo al fin, con aire reflexivo. Sumido en la contemplación de los pequeños haces de luz escarlata.
―¿Ahora vas a echarte atrás? ―bromeó el que ocupaba el lugar del pasajero, mirando lo poco del perfil de su interlocutor que podía ver desde donde estaba.
―No, claro que no. Quiero que ese malnacido pague por todo lo que ha hecho. Lo que digo es que te arriesgas demasiado.
El semáforo tornó de rojo a verde, dando vía libre para seguir circulando. El conductor no se lo pensó y reemprendió la marchar por unas calles que, poco después de la puesta de sol, bullían con la alegría de los transeúntes. Escolares que salían de sus clases, oficinistas que daban por concluida la jornada laboral o amigos que se reunían en la puerta de algún bar para compartir mesa y confidencias. Una estampa que reflejaba el encanto de la vida normal, de una existencia al margen de venganzas y planes urdidos en la sombra.
El otro se inclinó hacia delante, colocándole una mano en el hombro y oprimiéndoselo con afecto.
―No te preocupes demasiado por mí, Fidel ―pidió de un modo que sonó a gratitud―. Después de todo, Jerónimo Danta es un hombre muerto. ¿Qué mal podrían hacerme, cuando ni siquiera existo?

Aguardó toda la tarde con el alma en vilo. Temiendo, con cada coche que oía pasar cerca de la casa, que él hubiera llegado. La vivienda estaba bastante retirada de la ciudad, en una urbanización privada de la sierra madrileña, por lo que el tráfico no era muy profuso. Quizá por eso su estómago seguía encogiéndose cada vez que la luz de unos faros se colaba por la ventana, iluminando el cuarto de un modo fantasmal. Era un hecho tan esporádico que aún conseguía asustarla.
Lo curioso fue que, pese ha estar tan alerta como un soldado en territorio enemigo, cuando ese hombre entró en la habitación ―su habitación― la pilló desprevenida. No hubo luces de faros, ni ruido de motor, ni siquiera el sonido de unos pasos subiendo las escaleras. Nada que la ayudara a anticipar su presencia. El pomo de la puerta comenzó a girar de improviso, como impulsado por la mano de un fantasma.
Abril, que llevaba un buen rato sentada en el borde de la cama sin tener nada mejor que hacer, se levantó tan pronto se percató de que la puerta comenzaba a abrirse. Tan rápido que le costó mantener el equilibrio sobre los altísimos y finísimos zapatos de tacón que Rómula le había hecho ponerse. No estaba acostumbrada a usar ese tipo de calzado, por lo que se veía obligada a hacer acrobacias para mantener la estabilidad.
Contuvo el aliento, sintiendo que la vida se le escapaba mientras la puerta despejaba la salida que había estado bloqueada toda la tarde. Cuando terminó, cuando el hueco del pasillo quedó visible y la figura del desconocido al que había sido entregada apareció en él, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contener el llanto.
No quería llorar. Eso sería tan infantil, tan humillante… Pero no era fácil mantenerse serena en una situación así. No creía que ninguna mujer estuviera preparada para experimentar lo que ella estaba experimentando. Lo que aún tendría que experimentar.
Jamás se había quejado de la falta de habilidades paternas de su progenitor. Cada uno es como es y no se le puede exigir más de lo que está capacitado para dar. Así, al menos, pensaba la joven. Tan dispuesta a perdonar siempre las faltas de los demás. Pero, en ese momento.
En ese momento ser condescendiente con él era una misión imposible. En ese momento, el innegable sentimiento de odio que le inspiraba su padre la asustaba.
La sorpresa hizo que las cejas de Jero se elevaran al llegar al dormitorio y encontrar allí a esa muchacha. De entrada, le costó asimilar su presencia.
―Imagino que tú eres el cheque al portador de Galván ―dijo, recordando quién era ella y qué estaba haciendo en su habitación.
La chica, una adolescente apenas, agachó la cabeza, ocultándole la mirada. Lo que no evitó que él notara que las lágrimas empezaban a agolparse en sus ojos.
¡Oh, no! Por favor, que a esa chiquilla no le diera por ponerse a llorar. Los dramas nunca habían sido lo suyo. No se le daba bien lidiar con ese tipo de situaciones, y ya tenía bastantes cosas de las que ocuparse para añadir a la lista la tareas consolar a una niña.
―Abril ―la llamó suavizando el tono―. Ese es tu nombre, ¿verdad?
Ella asintió y él avanzó un par de pasos. Los mismos que retrocedió la muchacha, consiguiendo que la distancia que los separaba se mantuviera igual. Jero esbozó una sonrisa, divertido por la hábil maniobra.
―Tranquila, no voy a hacerte nada ―bromeó, mostrándole las palmas de las manos para corroborar su buena intención.
Abril alzó la cabeza, mirándolo con unos ojos grises cubiertos de agua. Aunque, más que en sus ojos, Danta se fijó en su atuendo. Le resultaba más propio de una cabaretera francesa de principios del siglo XX que de la jovencita de rostro angelical que tenía delante. Sin duda, aquello era obra de Rómula. La anciana poseía un gusto por lo sórdido que resultaba preocupante. El vestido rojo, abierto a un lado mostrando la pierna derecha de la chica desde el tobillo hasta la ingle; el escote en V que llegaba poco más arriba del ombligo; el excesivo maquillaje y aquel rodete de señora de pueblo en un día de verbena. Más que su libido, el trabajo de la criada excitaba su hilaridad. 
Una lástima porque, en realidad, la muchacha era bonita. Muy bonita, de hecho. De un modo lánguido, eso sí. Propio de princesita de cuento: dulce, ingenuo y aniñado. Un estilo que no tenía nada que ver con él. Jero no era aficionado al azúcar. Ya de niño prefería el plato fuerte al postre. Pero, gustos personales al margen, no podía negar que la hija del sinvergüenza de Galván era una belleza.
Hizo un nuevo intento de acercamiento y, en esta ocasión, ella no se retiró. Aunque se notó demasiado que le costó Dios y ayuda mantener los pies quietos. Jero la observó más de cerca y Abril volvió a esconderle el rostro, arrancándole otra sonrisa.
Aquello tenía gracia. Mucha.
¿Qué se suponía que hiciera con esa niña?
―Acuéstate en la cama.
La orden le provocó el gesto espontaneo de abrazase a sí misma, como si intensase protegerse.
Era el momento, ya había llegado. No fue una sorpresa, sabía a lo que iba a esa casa desde mucho antes de poner un pie en ella. Pero el conocimiento no hacía que el asunto resultara más sencillo.
Ni siquiera sabía qué esperar de aquel encuentro. Aunque hacía casi un mes que salía con Carlos, su novio, todavía no habían traspasado la barrera de los abrazos y los besos. Ese era el límite de la intimidad que había compartido con un chico. Conocía la técnica, por supuesto, pero no lo que sentiría al ponerla en práctica y la incertidumbre la asustaba. Eso por no hablar de que pensar que la primera vez que se entregaría a un hombre sería una mera transacción comercial le resultaba tan humillante como repugnante.
Tardó una eternidad en llegar a la cama. Así se lo pareció a ella y también a Jero, que la veía moverse con la misma velocidad que un koala. Cuando llegó se dejó caer en el filo del colchón, abrazándose aún. En el otro extremo de la habitación él comenzó a desnudarse. Se quitó primero la chaqueta y luego se desabotonó la camisa. Cuando se hubo despojado también de esta, dejando al descubierto la parte superior de su musculado cuerpo, Abril no pudo soportarlo más. La visión de la espalda masculina la hizo derramar las lágrimas que a duras penas había estado conteniendo hasta entonces. Danta prosiguió con su desnudo sin prestarle atención, desabrochándose el cinturón al tiempo que le lanzaba una mirada por encima del hombro.
―¿Se puede saber por qué lloras? Te estoy dejando el mejor lugar.
La muchacha siguió gimoteando sin intentar siquiera descifrar qué era eso de «el mejor lugar». Lo que ese hombre dijese le importaba más bien poco. Lo único en lo que podía pensar era en lo cerca que estaba de convertirse en digna merecedora de los insultos de Rómula.
―Puedes dormir en la cama, yo me quedaré aquí ―aclaró Jero pese a la falta de respuesta. Señalando el diván que tenía a su derecha, cerca de la ventana―. Así que sécate esas lágrimas. Soy yo el que se lleva la peor parte.
Ahora sí, los sollozos se silenciaron. Contenidos por la más absoluta incomprensión.
¿Dormir en el diván? ¿Significaba eso que no tenía intención de compartir cama —con todo lo que implicaba— con ella? Aquello sí que no encajaba con lo que había esperado del encuentro.
Con las cejas unidas en una sesuda expresión, Abril lo observó mientras él buscaba en sus cajones una muda de ropa con la que, después, se metió en el baño. Escuchó el ruido de la ducha y, a ratos, el estribillo de alguna canción que Jero silbó con una entonación más que cuestionable.
Poco a poco el miedo remitió, dejándole una sensación de casi seguridad. Decidió que, por lo menos, podía sentirse así el tiempo que él estuviera allí dentro. Se secó las lágrimas, llenándose las mejillas y el dorso de las manos de manchurrones de rímel. Se descalzó, se cobijó bajo el edredón hasta la coronilla y rezó para no haber malinterpretado las palabras de ese hombre.
No pegó ojo en toda la noche. Seguía despierta cuando él salió del baño, aunque fingió dormir profundamente. Encogiéndose ante cada ruido que oía a su alrededor y no podía identificar con los párpados cerrados. Los sonidos se extinguieron cuando Jero se acostó en el diván y apagó la luz para rendirse al sueño. Pero Abril siguió alerta, temiendo sentir sus manos sobre ella en cualquier momento.
Así la sorprendió el día. Tras una noche eterna el sol se asomó al otro lado de las cortinas y Jerónimo Danta, creyéndola aún dormida, se vistió y salió de la habitación intentando no perturbar su sueño. Solo entonces la muchacha comenzó a creer que él no tenía intención de tocarla.
Al menos, por el momento.

domingo, 21 de octubre de 2018

Lee el primer capítulo de "El cielo de Bangkok"



Capítulo 1

No le costó encontrar al carcelero que su padre había enviado para escoltarla, o mejor dicho, vigilarla. El enorme cartel blanco en el que se leía Magdalena Alker, impreso en letras que hubiera podido ver desde la ventanilla del avión, se elevaba sobre las cabezas de la muchedumbre congregada en la puerta de llegada del Aeropuerto Internacional de Bangkok.
Se quitó las gafas de sol, que se colocó como diadema sobre su rubia cabeza, y arrastrando cansinamente la única maleta que había llevado con ella en aquel viaje de castigo se dirigió hasta donde se exhibía su nombre, como si fuese el de una feliz turista. Se sorprendió al descubrir a la dueña de las manos que mantenían la cartulina en alto. Había esperado encontrar a un hombretón exageradamente grueso, de dos metros de estatura, cabeza rapada y una argolla dorada prendida de la nariz. La imagen del típico matón de las películas. Un tipo de aspecto peligroso era lo mejor para mantener a raya a una joven rebelde. Y eso, estaba segura, era precisamente lo que Salvador Alker pretendía hacer. Especialmente después de que la hubieran expulsado de la universidad. Pero, en lugar del espécimen compuesto por su imaginación, se vio frente a una mujer joven, de no más de treinta y cinco años, guapa y de figura delicada.
—¿Magdalena? ¿Eres Magdalena? —le preguntó la  desconocida al verla acercarse, con una enorme sonrisa y en un perfecto español.
—Margot —la corrigió, impulsada por la fuerza de la costumbre, como hacía siempre que alguien la llamaba por aquel nombre que no sentía suyo.
—Eres exactamente igual a como te describió tu padre —dijo la mujer, obviando la expresión de fastidio que ella no se molestaba en disimular. La tomó de los hombros y le dio dos besos en una exagerada imitación de las costumbres occidentales—. Yo soy Taïsa, la secretaria del señor Alker.
Margot la miró de arriba abajo, examinándola. Tras la amplía blusa de seda, estampada con toda la gama de rosas que uno pudiera imaginarse, se intuía una figura tan bonita como su cara. Se preguntó qué clase de trabajo era el que hacía en realidad para su padre.
—La secretaria del secretario —dijo, sin dejar de inspeccionarla.
El señor Alker, como Taïsa lo había llamado, era el secretario del embajador de España en Bangkok. Lo que significaba que gran parte de la responsabilidad de mantener el equilibrio en las relaciones de ambos países recaía sobre sus hombros.
—Así es —respondió la empleada, echándose a reír ante lo que consideró una ocurrente broma.
Después hizo un gesto con la mano a un hombre joven con un ridículo uniforme, que las miraba atentamente desde la distancia, para que se acercase.
—¿Dónde está el resto de tu equipaje? —preguntó.
—Esto es todo —contestó Margot, mirando su maleta plateada.
—¿Solo una maleta? —Parecía bastante extrañada.
—Me gusta viajar ligera de equipaje.
Taïsa volvió a reír, pasando por alto la ironía con que su interlocutora había pronunciado la palabra «viajar».
—Mucho mejor así —concedió—. Siempre puedes comprar aquí cualquier cosa que necesites.
Indicó al muchacho que se hiciese cargo de la maleta y, echándole un brazo sobre los hombros, con total confianza, la hizo girarse suavemente y comenzó a andar con ella en dirección a la salida. Hablaba sin parar de lo mucho que le gustaría la ciudad, de lo animada que era, de lo contento que se pondría su padre al verla... de todo y de nada. Cualquier banalidad parecía servirle con tal de llenar  el silencio. Pero Margot no la escuchaba, para ella no era más que  una lejana voz que la acompañaba en su camino a la prisión. Porque eso era ella: una presa. Lo había sido siempre. Con mucho más motivo después de lo ocurrido en Londres.
Se detuvieron frente a un ostentoso BMW blanco en cuyo maletero el chico, que se movía como una sombra tras ellas, silencioso y casi invisible, introdujo el equipaje. Después abrió una de las puertas traseras del vehículo, manteniéndola así, sin mover ni un solo músculo de su cuerpo, hasta que las dos mujeres estuvieron dentro. Margot lo miró, admirada ante semejante ejemplo de disciplina, mientras él se sentaba al volante y ponía en marcha el coche. Cualquiera diría que era un soldado en plena instrucción en vez de un chófer.
—Ya lo verás —dijo Taïsa, tomando una de las manos de la chica entre las suyas—, te va a encantar el Sukhumvit.
¿Sunjun... qué?
La secretaria rio otra vez. Daba la impresión de que se lo estaba pasando en grande con ella.
—Suk-hum-vit —volvió a repetir, pronunciando cada sílaba con lentitud para que la entendiese—. Es el corazón de Bangkok. La zona más moderna de la ciudad.
«Seguro que sí», pensó Margot con desgana, al tiempo que hacía un intento de sonrisa mientras retiraba suavemente la mano que ella le tenía cogida.
Los bloques de pisos de gran altura, el Sky Train y el atasco anunciaron su llegada a aquel barrio de lujo del que Taïsa le había estado hablando durante todo el trayecto como si se tratase de una de las maravillas del mundo. Y, ciertamente, era impresionante pero, ¿qué más daba? ¿Qué puede importarle a un pájaro lo hermoso que sea el bosque que le rodea si está condenado a vivir en una jaula?
—Viendo esto cualquiera diría que antes de la Segunda Guerra Mundial aquí no había más que campos de arroz, ¿eh? —dijo la guapa tailandesa con orgullo.
El BMW logró hacerse paso a duras penas entre la  marabunta de coches hasta que se metió en el aparcamiento de uno de los edificios y descendió varios niveles bajo tierra. Niveles que Margot recuperaría con creces luego, en el ascensor que la subió en tiempo récord hasta la planta en la que se encontraba el apartamento de su padre.
Taïsa le sonrió, intentando infundirle fuerzas para el momento al que estaba a punto de enfrentarse, mientras apretaba el timbre. Pudo ver en el fondo de los ojos oscuros de su acompañante que esta sabía que aquello no era una simple visita de una hija a su padre, que había algo más detrás. Se preguntó cuánto conocía de su vida y su pasado esa desconocida, y si podía confiar en ella o, por el contrario, era mejor mantener una prudente distancia a pesar de los intentos que estaba haciendo por convertirse en su amiga.
La asistenta, una mujer joven y malcarada, apareció en la puerta y las condujo hasta el salón, donde les dijo algo que debía significar que esperasen allí, a juzgar por las indicaciones que Taïsa le dio cuando esta hubo desaparecido con la misma presteza con que abrió la puerta. Tras tres minutos interminables, los más largos de toda su vida, Margot oyó los pasos de Salvador aproximándose por el pasillo. Inconfundibles, pesados, severos. Lanzó una fugaz mirada a su compañera de viaje, que parecía empeñada en la misión de tranquilizarla, y rebuscó en el interior del bolsillo trasero de los desgastados vaqueros que llevaba. Una prenda que ella misma había convertido en unos cortísimos shorts, que dejaban al descubierto prácticamente la totalidad de sus piernas, con la ayuda de una vieja tijera de pelar pescado. No tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando.
Sacó el cigarrillo que un muchacho le había ofrecido en el aeropuerto de Heathrow, justo antes de tomar el avión. No se le pasaron por alto las intenciones que el individuo llevaba con ella, y el interés no era recíproco. Ni siquiera fumaba. Aun así, le aceptó el presente antes de darle cortésmente calabazas; le iría de maravilla para la puesta en escena que estaba a punto de llevar a cabo.
Tuvo el tiempo justo de sacar el mechero del bolso y encender el pitillo antes de que su padre llegase al salón, donde ella lo esperaba siguiendo las indicaciones de la criada. Lo sostuvo con gracia y descaro entre los dedos índice y corazón de la mano derecha, como una consumada fumadora, como toda una femme fatale. Siempre había sido una excelente actriz. No había hecho otra cosa en toda su vida más que eso: actuar. Actuar y ocultar a todo el mundo quien era ella en realidad.
Los ojos de Salvador se abrieron de par en par al ver a su hija allí, con las piernas al aire y un cigarro en la mano. Si había tenido alguna intención de hacer las cosas por la vía pacífica esta se esfumó por completo en ese preciso momento. Se acercó a Margot en tres zancadas y, sin mediar palabra, le propinó una bofetada que le hizo girar la cabeza a un lado, echándole la melena sobre los ojos.
—Hola, papá —lo saludó, una vez hubo recuperado su desafiante postura, tirando el cigarrillo al suelo y pisándolo para apagarlo.
El hombre comenzó un acalorado discurso en inglés, del que ella entendió cada palabra y cada reproche. Pero, en cuanto tuvo su turno de réplica, se limitó a responderle:
—Lo siento, papá. Si querías que aprendiese inglés hubieras hecho mejor en enviarme a Gibraltar. Hubiese sido mucho más barato, e igual de poco productivo.
Salvador volvió a levantar la mano, exhibiendo su enorme palma, dispuesto a estamparla de nuevo en la blanca mejilla de su hija. Pero Taïsa acudió al rescate, interponiéndose entre los dos con expresión y palabras dulces.
—Ha sido un viaje muy largo. Debe estar agotada. Déjala que vaya a su habitación y descanse —medió, y Margot tuvo la completa seguridad de que la relación que mantenía con su padre no era, exactamente, la de una secretaria con su jefe.
Él asintió, con un movimiento rígido y breve, al tiempo que expulsaba el aire por la nariz como un dragón. Margot incluso creyó ver dos nubecillas de humo blanco salir de sus fosas nasales mientras se dejaba arrastra por Taïsa, lejos de su padre.


La relación de Salvador Alker con su única hija siempre había sido, cuando menos, complicada. Desde aquella lejana época en que reprendía a una preciosa niña rubia por saltar en el sofá, hasta el bofetón que le había propinado en el salón de su apartamento hacía tres días, todo parecía ser un cúmulo de desencuentros entre ellos.
Quizás fuese culpa suya. Era consciente de que el papel de padre y madre que había recaído sobre sus hombros se le quedó grande desde el primer momento. Pero lo había hecho lo mejor que había podido. Margot tenía solo cinco años cuando su madre murió. Ahora estaba seguro de que hubiese sido mejor mantener a la niña a su lado. Pero en vez de eso se empeñó en alejarla, recluyéndola en caros internados con el convencimiento de que era más beneficioso para ella convivir con chiquillas de su edad que con un hombre triste que se refugiaba en el trabajo para huir de la realidad. Aunque ese hombre fuese su padre.
Suspiró con cansancio, soltando la pluma estilográfica y dejándola rodar por el escritorio de caoba de su despacho en la embajada. Al otro lado de la línea telefónica la voz de Taïsa sonaba suave y dulce, reconfortándolo como siempre.
—¿Estás segura de que todo va bien? —preguntó aprovechando uno de sus silencios, no muy convencido de que la noche estuviese transcurriendo con total tranquilidad a pesar de que ella se lo reiterase una y otra vez.
—Perfectamente —volvió a repetirle, sin perder la paciencia, dejando intuir en el tono de su voz la sonrisa que acababa de  dibujarse en sus labios.
—¿Dónde está ahora?
Taïsa, sentada en el brazo de uno de los sillones blancos que adornaban el salón del apartamento de él se volvió ligeramente, echando una breve ojeada por el pasillo para asegurarse de que todo seguía exactamente igual a como lo estaba antes de que comenzase aquella conversación telefónica.
—En su habitación —dijo al fin, sabiendo perfectamente a quién se refería Salvador.
—¡Cómo no!
—Sé paciente con ella. Aún tiene que adaptarse.
—¿Y piensa hacerlo encerrada entre esas cuatro paredes? inquirió él con un deje de humor negro en la voz—. Tiene veintiún años, se supone que ya debería haber pasado la etapa de la rebeldía. Pero, en vez de eso, cada vez está peor. Todas sus amistades son una panda de vagos e inútiles, la mitad de las noches no duerme en la residencia de estudiantes, no estudia y, para colmo, ahora la expulsan de la universidad por plagiar un artículo... ¿Qué voy a hacer con ella?
Se presionó con los dedos pulgar e índice el puente de la aristocrática nariz.
—Tranquilo, todo va a ir bien. —Volvió a sentir aquella sonrisa que tan bien conocía acariciándolo a través del auricular.
También él sonrió.
—¿Vas a llegar muy tarde? —preguntó ella.
—Sí —contestó Salvador, resignado—. Tengo mucho...
—Mucho trabajo —concluyó Taïsa, que había perdido la cuenta de todas las veces que había oído aquella frase en sus labios.
—¿Qué haría yo sin ti? —murmuró él, llevando la conversación a un tono mucho más íntimo.
Ella se relajó, recostándose contra el respaldo del sillón, mientras abría la boca para darle una réplica a la altura del tono zalamero que el hombre acaba de usar.
No tuvo tiempo.
Margot apareció de pronto. Vestía una falda blanca de tubo que le llegaba por debajo de la rodilla, una fina camisa negra de gruesos tirantes y gran escote, y altos tacones del mismo color. Bastaba una fugaz mirada, como la que Taïsa tuvo tiempo de lanzarle justo antes de que atravesase el salón con pasos decididos, para darse cuenta de que esa no era la indumentaria que utilizaría en una cena informal en su casa.
—Luego te llamo —se apresuró a decir antes de colgar el auricular.
Las sorprendidas palabras de Salvador quedaron ahogadas por el sonido del teléfono al chocar contra su base.
—Buenas noches, Taïsa —dijo la muchacha, deteniéndose y girándose para mirarla a la cara—. ¿Qué tal le va a mi padre? ¿Te ha pedido que tengas listos muchos informes?
La mujer se ruborizó, captando el significado oculto del comentario, lo que le dio un aspecto aún más encantador. 
—¿Vas a salir? —preguntó aún con las mejillas encendidas.
Margot se echó una ojeada a sí misma y, después, se encogió de hombros.
—No me vestiría así solo para cenar contigo.
—Eso suponía, pero creo que será mejor que esperes a tu padre. Hoy no va a poder ser, tiene mucho trabajo, pero seguro...
—Seguro que cuando tenga un rato libre me sacará a pasear,
¿no? —Levantó una ceja con aire desafiante—. No soy una niña, Taïsa, no necesito que me lleve de la mano. Y, aunque fuera así, las dos sabemos que él no lo haría. No lo ha hecho nunca y menos ahora. Estoy aquí castigada, para que pueda vigilarme.
—No seas injusta, sabes que no es así.
La chica le dirigió una elocuente mirada antes de reemprender su camino hacia la puerta.
—Espera. ¡Margot, espera! —Se apresuró a seguir sus pasos. La aludida se detuvo con la mano sobre el pomo del portón.
—No creo que sea una buena idea que una muchacha como tú ande sola por esta ciudad, y menos de noche. Además, ni siquiera hablas el idioma.
—Tranquila, soy una chica mala. ¿Recuerdas? Sé defenderme de los de mi misma calaña. —Abrió la puerta y salió al exterior.
Taïsa se apresuró a buscar su bolso y seguirla, sin prestar atención a la cara de asombro, ni a las preguntas sobre si debía servir ya la cena que la desconcertada asistenta le hacía.

martes, 11 de septiembre de 2018

Lee el primer capítulo de "Es medianoche, Cenicienta"


Prólogo

La primera vez que los vi, era solo una niña. Debía de tener unos ocho o nueve años. En realidad, no lo recuerdo bien. Solo sé que era una de esas tardes de septiembre en las que el sol empieza a hacerse el remolón retirándose cada vez más temprano, que el curso acababa de empezar y que las manos me olían a lápices y a libros nuevos.
La abuela nos recogió a la salida del colegio, nada especial. Para mis padres era complicado conciliar su horario laboral con el calendario escolar. Por eso, la persona que mi hermano y yo encontrábamos esperándonos tras la cancela cuando acababan las clases solía ser esa anciana que lo observaba todo con ojos de niña. Si mirabas solo a los ojos de la abuela, sin prestar atención a su piel arrugada ni a su pelo encanecido por los años, podías confundirla con uno de los escolares que corrían a casa en cuanto sonaba la sirena.
Recuerdo que diluviaba. Es uno de los pocos detalles de ese primer encuentro que quedó grabado en mi memoria. Y, como hacía siempre que el tiempo se estropeaba, al punto de hacer temer que el fin del mundo estuviese cerca, también esa tarde la abuela me subió al desván de su vieja casa. La misma en la que había vivido desde que era una niña. El lugar bien podría confundirse con las bambalinas de un decadente teatro. Cajas apiñadas por doquier, unas rotas y otras perfectamente selladas; polvorientos vestidos con hechuras que recordaban épocas pasadas; pesados candelabros de bronce; abanicos que se hubiesen roto al menor zarandeo… Yo contemplaba aquel caos con ojos maravillados. Como debió hacerlo Alí Babá la primera vez que se coló en la cueva de los cuarenta ladrones. Por muchas veces que subiese allí, con ella, la sensación de embeleso que me producía ese sitio no variaba.
Esa tarde, la tarde en la que vi por primera vez la herramienta que me ayudaría a cambiar mi destino, la abuela se acercó a mí con una de las cajas que guardaba en el desván entre las manos y una sonrisa pícara en los labios.
—Mira, ¿te gustan? —me preguntó, juguetona, destapando primero la caja y apartado después un pliegue de papel de seda ajado por el paso de los años.
Yo me acerqué para ver qué era aquel tesoro que tan generosamente estaba compartiendo conmigo. Asomé la naricilla sobre su regazo y, con los ojos muy abiertos, exclamé:
—¡Jo, abuela! ¡Son preciosos!
Como si esperase mi reacción, ella rio quedamente. Dejando que su pecho se agitase y emitiese un ruido que recordaba al de una cafetera vieja.
—Lo son, ¿verdad? —me preguntó, sacando de la caja uno de los nada discretos zapatos de tacón con los que había logrado maravillarme. Los mil y un cristalitos que lo cubrían brillaron bajo la débil luz de la bombilla que pendía del techo—. Algún día —vaticinó— serán tuyos. Estos zapatos han pertenecido a las mujeres de mi familia durante generaciones. Fueron míos y también de mi madre, de mi abuela y de su…
—¿Y también de mamá? —la interrumpí con impaciencia, yendo directa a averiguar lo que me interesaba.
—¿Tu madre? ¡No! Ella siempre ha sido demasiado pragmática.
A tan corta edad, el significado de la palabra «pragmática» se me escapaba por completo. Pero asumí que no debía ser nada bueno, si era el motivo que había privado a mi madre de usar unos zapatos tan fabulosos.
—¿Yo soy pragmática? —quise saber, temerosa, por si acaso también me quedaba sin catarlos.
De nuevo, la abuela se echó a reír con su risa de hojalata.
—No, cariño —me consoló, pellizcándome la mejilla con suavidad. Como hacía siempre que quería congraciarse conmigo—. Tú eres una tonta romántica, como tu abuela. Por eso, algún día, te entregaré estos zapatos a ti.
Devolvió el zapato al interior de la caja, los cubrió con el papel de seda y la tapó. Yo sentí una punzada de desilusión al perderlos de vista.
—No olvides lo que te digo, Berta. Estos zapatos te ayudarán a encontrar tu camino en la vida. Ellos guiarán tus pasos al lugar en el que debes estar.
No puedo jactarme de tener buena memoria. De hecho, suelo olvidar todo solo cinco minutos después de que haya ocurrido. Pero el brillo de los zapatos y la frase que me dijo mi abuela al mostrármelos han permanecido inalterables en mi memoria. A pesar de los muchos años que han pasado desde entonces.


Capítulo 1

Cuando era niña, la casa de mi abuela me parecía enorme. Como uno de esos castillos que aparecen en las páginas de los cuentos ilustrados. Sin embargo, conforme fui creciendo, mi percepción sobre la casa también fue cambiando. No sé si porque, al aumentar mi cuerpo de tamaño, me volví más exigente con los espacios. O, sencillamente, porque perdí el toque de magia que tienen los niños en la mirada y que, irremediablemente, el paso de los años se encarga de corregir. El caso era que, donde antes veía un escenario de cuento, ahora no encontraba más que una casa vieja, casi ruinosa, cuyas paredes parecían a punto de desplomarse por la excesiva decoración que colgaba de ellas.
Pero, aunque hacía muchos años que era consciente de la realidad de aquel hogar, esa mañana se me antojó tan inmenso como cuando era pequeña. Sin duda porque, al faltar ella, el edificio quedó vacío de su presencia, que inundaba cada rincón. Colmando el ambiente mucho más que la colección de cuadros de mercadillo o las falsas alfombras persas que acumulaban polvo en el salón y las habitaciones.
Mi abuela murió un enero, recién estrenado el año, dejándome un vacío aún más grande que el que se había adueñado de su casa. Amén de unos misteriosos zapatos metidos dentro de una agujereada caja de cartón.
Me recuerdo sentada en el sofá en el que tantas viejas películas había visto con ella. La caja apoyada en mi regazo era lo único que rompía la triste monotonía de mi vestido negro. En mi familia las tradiciones siempre se han llevado a rajatabla. Cumplir con el luto no fue la excepción. Así que allí estábamos todos, rigurosamente vestidos de oscuro, después de haber dejado el cuerpo de la abuela dentro del sepulcro familiar, desvalijándole la casa en busca de algo de valor que agenciarnos como «recuerdo» suyo. Parecíamos una bandada de buitres, y no solo por el color de nuestros trajes.
Mientras mis primas rebuscaban en el joyero ―tasando pulseras, anillos y collares―, yo aparté la tapadera de la caja que, a instancias de la fallecida, me había sido entregada en cuanto llegué a la casa. Levanté un poco el pico del papel de seda que protegía el contenido y, a pesar de mi dificultad para rememorar cualquier cosa que hubiese sucedido más allá de una semana, el recuerdo de la tarde en el desván vino a mi mente con una claridad asombrosa.
El olor del chocolate que habíamos tomado en la merienda, la parpadeante luz de la única bombilla que iluminaba el desván y el sonido atronador de la tromba de agua que estaba cayendo fuera. Todo volvía a estar allí.
Todo, menos ella.
Me sentí como si alguien estuviese apretándome el corazón, estrujándolo entre sus manos, y la mirada se me enturbió sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Abrumada por la pena intenté regresar todo a su lugar: el papel, la tapadera… Pero, antes de que pudiese hacerlo, vi, a través de la película de agua que me distorsionaba la visión, el pico de un sobre que no recordaba que estuviese allí. Movida por un impulso, tiré de él, pinzándolo con los dedos pulgar e índice. Al leer las letras escritas en el dorso, la sentí a mi lado. A pesar de que sabía que yacía en un lugar del que ya no podía volver.
«Para Berta».
La carta, por supuesto, iba dirigida a mí. No podía ser de otra manera. Así que la abrí con dedos temblorosos. Deseando prolongar a través del papel las conversaciones que manteníamos durante horas, y a las que la muerte había puesto un drástico punto y final.
«Mi querida Berta», empezaba la misiva. Al leer esas palabras pude oír la voz de mi abuela, melosa como ninguna, que desde que yo era niña había utilizado esa fórmula para dirigirse a mí. Yo no era la querida Berta de nadie más, solo de ella.

Sé que no te acordarás (estoy segura porque, si ni siquiera recuerdas lo que tomaste para desayunar, no espero mucho de tu memoria a largo plazo) pero estos zapatos y tú sois viejos conocidos. Hace muchos años, cuando aún eras una niña, te los mostré. Entonces te dije que algún día serían tuyos. Pues bien, si estás leyendo esto, es que ese día ha llegado.
Espero que no pienses que soy una vieja tacaña por legarte solo un par de zapatos usados. De todas mis pertenencias, te estoy dando aquella que me es más preciada. Por supuesto, eres libre de quedarte con cualquier otra cosa que quieras. Si es que tus primas te lo permiten. Pero, por favor, no desprecies mi regalo.
Me temo que ha llegado la hora de despedirnos. Me gustaría decirte que no llores, porque siempre voy a estar contigo. Pero, lamentablemente, no tengo idea de a dónde voy. Ni siquiera sé si iré a algún sitio. Así que no te prometeré algo que no estoy segura de poder cumplir.
Lo que sí te prometo es que mi último regalo para ti te ayudará a encontrar tu camino. Haz buen uso de él.

Tu abuela, que te quiere:
Alfonsina

Leer su nombre arrancó a mi pena una sonrisa. Recordé las tontas bromas que, de pequeñas, mis primas y yo le gastábamos a cuenta de él.
—Alfonsina… ¡Cara de sardina! —La buscaba Pilar, la más risueña de todas las nietas; y ella se fingía enfadada. Aunque la tirantez que se formaba en la comisura de sus labios la delataba. La abuela era una niña más, jugando como si no tuviese otra cosa en la que pensar.
—Berta, ¿tú no vas a querer nada? —me preguntó Claudia, la más joven de esa larga prole femenina que era mi familia.
De todas nosotras, Claudia era la que menos contacto había tenido con la abuela. Quizás, por eso mismo, también era la que más entera se mostraba. Sin molestarse en mantener el compungido ceño que requería la situación. Tal y como estaban haciendo las demás.
—Estamos repartiendo las pertenencias de la abuela. Para tener un recuerdo de ella, ya sabes —se apresuró a añadir Trini, su hermana, la más políticamente correcta de todas nosotras.
También yo me di prisa en esconder la carta, como si se tratase de un secreto que nadie más debía conocer. Todos los allí presentes sabían de la estrecha relación que nos unía a la abuela y a mí, por lo que a nadie le habría extrañado, ni molestado, que hubiese tenido la deferencia de dejarme un último mensaje. Aun así, era algo que quería guardar solo para mí. Como una más de las muchas confidencias que nos habíamos hecho cuando ella aún vivía.
Forcé una sonrisa.
—No, yo… Yo ya tengo lo que quiero —rehusé, aferrándome a mi caja de zapatos como si allí dentro estuviese el mayor tesoro del mundo.
Todas las mujeres congregadas en el salón me miraron, divididas entre la curiosidad y la burla. Mi intervención logró restar protagonismo al joyero en torno al cual estaban reunidas en aquelarre.
—¿Qué es eso? —preguntó Ana, que nunca se enteraba de nada, incapaz de entender qué tenía esa harapienta caja para que yo la abrazase con la codicia con la que lo estaba haciendo.
—Un par de zapatos viejos recubiertos de pedrería. Modelo putilla —respondió Claudia con deje despectivo, haciéndose la graciosa—. La abuela se los dejó en herencia.
—Ah —replicó la otra, quien, una vez desvelado el enigma, no se explicaba tanto celo de mi parte.
—¿Seguro que no quieres nada? —volvió a mediar Trini. En su tono de voz pude adivinar el final no pronunciado de la frase: «después no te quejes».
—Seguro —me reiteré. Lo que me valió para revalidar la imagen de descerebrada que mi familia tenía de mí.
Mis primas siguieron mirándome durante un segundo más. Luego, como si hubiesen llegado a la conclusión de que era un caso perdido, todas se giraron al tiempo para seguir con la tasación.
En aquel momento no entendí a qué se refería la abuela con eso de que aquellos zapatos «me ayudarían a encontrar mi camino». De hecho, tardé mucho tiempo en comprenderlo. Quizás demasiado. Pero, aun así, bastaba que ella hubiese decidido regalármelos para que, para mí, fuesen lo más valioso que podía encontrar en aquella casa.


La gente dice que lo mejor para superar el dolor de una pérdida es retomar la rutina cuanto antes. Eso fue lo que debió pensar Lucrecia, mi jefa, con toda su buena voluntad, cuando, dos horas después de haber enterrado a mi abuela, me llamó por teléfono para decirme que no había podido encontrar a nadie que me sustituyese en las clases de la tarde.
—Si pudiese recurrir a alguien más, no te llamaría —terminó, para suavizar el asalto, de sobras conocedora de cuáles habían sido los motivos que me habían llevado a pedirle el día libre.
Acepté, por supuesto, porque era consciente de que mi condición de «enchufada» me obligaba a hacer ese tipo de sacrificios para compensar mi ventajosa situación dentro de la empresa. Siempre fui consciente de que, de no ser por la amistad que unía a mi madre con la dueña de la academia privada en la que trabajaba desde hacía ocho años, jamás hubiese sido contratada. A la buena mujer se le acumulaban sobre la mesa del escritorio currículos que, día tras día, le dejaban personas mucho mejor preparadas que yo. Másteres, postgrados e idiomas varios. Comparado con eso, mi licenciatura en Filología Hispánica y el B2 de francés no hubiesen tenido nada que hacer de no haberle llegado tan bien recomendada.
Así que me fui a casa, me duché, me enjugué el llanto y cambié mi vestido negro por otras ropas. Igualmente oscuras, pero más de diario.
A las cinco de la tarde, como un clavo, estaba delante de un grupito de adolescentes con las hormonas disparadas. Los cuales no hacían lo más mínimo por disimular que estaban más pendientes de la curva que mis pechos marcaban bajo el jersey que de las declinaciones que apuntaba en la pizarra.
―Ae, ae, as, arum, is, is —iba recitando al tiempo que escribía.
Terminado el plural de la primera declinación comencé con el singular de la segunda.
―Us, e, um, i, o, o.
—Qué va, tío. Es tetona, pero poco más. —Oí decir, en un susurró que se elevó sobre el resto de cuchicheos que circulaban por el pequeño salón. Signo inequívoco de que mis estudiantes comenzaban a confiarse, seguros de que yo estaba demasiado entregada, apuntando letras en la pizarra como una posesa, para enterarme de lo que hablaban a mis espaldas.
Sin apartar la tiza del encerado me volví a medias para mirarlos por encima del hombro. Agacharon la cabeza al instante, esforzándose poco en reprimir las carcajadas que mi pillada despertó en ellos. Que los hubiese oído, lejos de avergonzarlos, hacía que la situación les resultase más divertida.
Las clases de la tarde eran las peores, porque los grupos que acudían a ellas estaban formados por chicos de instituto con escasas ganas de aprender forzados por sus padres a hincar los codos. O a fingir que lo hacían. Las mañanas eran distintas, más tranquilas y benignas. Las materias de bachillerato y ESO eran relegadas en favor de los idiomas, y el auditorio juvenil y disperso por adultos que acudían a clase esperando que algún método milagroso los ayudase a aprender alguna lengua extranjera.
Otra idea que también reza la creencia popular es que «no hay mal que por bien no venga». Y yo, esa noche, volví a casa después del trabajo lo suficientemente cansada y cabreada para caer en la cama igual que una piedra.
Así fueron pasando los días, las semanas y, cuando me vine a dar cuenta, resultó que ya había vivido un mes sin la abuela. En mi vida había pasado tanto tiempo sin verla, sin hablarla, sin contarle mis cosas ni oír sus historias de épocas pasadas. Caí en la cuenta del tiempo transcurrido una noche en la que, tirada en el sofá después de la cena, me topé con una escena de Casablanca en un canal de películas.
—Era la película favorita de tu abuela —comentó mi madre, bostezando como una posesa.
Yo ya lo sabía. La había visto con ella infinidad de veces. E invariablemente acabábamos con un nudo en el estómago cuando Rick se despedía de Ilse en el aeropuerto, asegurándole que siempre les quedaría París.
―Lo pesada que se ponía cada vez que la echaban en la tele ―prosiguió mi madre―. Hasta decía que ella también había tenido un lío en Casablanca con un moro guapísimo. ¡Ya ves! ¡Ella! Si la muy infeliz no salió de Sevilla en su puñetera vida ―concluyó, con un suspiro que revelaba más desesperación que nostalgia―. A tu abuelo, el pobre, se lo llevaban los demonios cada vez que la oía. Esa mujer nunca estuvo bien de la cabeza.
La historia del amorío con Abik, el imponente marroquí, tampoco era noticia fresca. Conocía ese romance tan bien como el de la película de Humphrey Bogart. Con más detalle que mi madre, me atrevería a asegurar. De todas las batallitas que me contaba la abuela esa era, sin duda, mi favorita. Podía pasarme horas escuchándola hablar. Hasta que se cansaba de tanto palique y concluía el relato con un resignado:
―Pero me casé con tu abuelo. ¡Qué se le va a hacer! Elegí el camino más cómodo.
Yo me quedaba con la sensación de que fue una decisión que le pesó toda su vida. Aunque quería a mi abuelo, también deseaba un final diferente para su historia cada vez que me la contaba.
Pasé la infancia y la adolescencia con la esperanza de vivir, algún día, una historia de amor como la de mi abuela y Abik. Como las de las películas que veíamos cuando me quedaba a dormir en su casa. Pero crecí, conocí a Leonardo, y me di cuenta de que esos romances no pueden existir más que en la ficción. Incluyendo el de mi abuela que, como decía mi madre, solo salió de Sevilla una vez. Y fue para ir a Cádiz, a la boda de su hermano pequeño.
¡Cómo para vivir un idilio en Casablanca!
―Bueno, ¿qué? ―soltó mi madre, cortando el hilo de mis pensamientos―. ¿Es que nos vamos a tragar este tostón hasta el final?
Sin replicar, apreté el botón en el momento en el que Ilse entra en el local de Rick, y continué mi periplo saltando de canal en canal.
Un rato después me encontraba a solas en la semipenumbra en la que la luz del flexo de la mesilla de noche sumía mi habitación. Me arrodillé junto a la cama y extraje de debajo de ella la caja con los zapatos de mi abuela. Los había guardado allí, después de volver del funeral, y desde ese momento mi imprecisa memoria no había vuelto a recabar en ellos. Hasta esa noche en la que Ingrid Bergman y Humphrey Bogart me devolvieron su presencia con una intensidad dolorosa. 
No es que no me hubiese acordado de ella hasta entonces. En los treinta días que hacía que se había ido, su imagen no me había abandonado ni por un segundo. Cuando iba al supermercado y veía en las baldas los bombones que tanto le gustaban, cuando al pasear por la calle me llegaba una ráfaga del perfume de lavanda que usaba, en cada sobremesa que tomaba a solas un café que acostumbraba a beber con ella… En cada uno de esos momentos la certeza de su falta caía sobre mí con el peso de una losa. Las imágenes de esa película en blanco y negro, que tantos recuerdos me traía, solo reabrieron una herida que todavía pugnaba por cerrarse.
Como hizo mi abuela aquella primera y lejana tarde de tormenta, quité la tapa, aparté el papel de seda y saqué uno de los zapatos, elevándolo ante mis ojos. Esa noche no llovía, pero, igualmente, los cristalitos que lo cubrían brillaron a la luz de mi flexo. Del mismo modo en que lo habían hecho en el desván de la casa que ahora lucía un cartel de «se vende». Las paredes de mi habitación se llenaron de diminutos y frágiles arcoíris.
Envuelta en aquella atmósfera mágica, casi de cuento, traté de descifrar el mensaje oculto en la nota de despedida que me había dejado la abuela.
―Así que estos zapatos me ayudarán a encontrar mi camino, ¿eh? ―Pensé en voz alta, sin terminar de entender qué quería decir.
Era complicado hacerlo cuando, en realidad, llevaba toda la vida intentando hallar ese camino por mí misma sin llegar a encontrarlo. Lo cierto era que, durante mi vida como adulta, y aun antes, me había dejado arrastrar por las circunstancias que se presentaban ante mí sin oponer ninguna resistencia; sin esforzarme mucho por nada, ni frustrarme por carecer de algo. Mientras tuviese una buena película y una tarrina de helado para acompañar la sesión de cine no necesitaba nada más.
Supongo que esa falta de ambición era la que me había conducido a mi situación actual. A mis treinta y cuatro años seguía viviendo en casa de mis padres con mi castrante madre después de que mi padre abrazara su libertad tras la firma del divorcio y de que mi hermano se largase a Alemania para trabajar. Por si mi presente no fuese ya bastante vacilante, tampoco mi futuro se presentaba sobre una base mucho más estable. Tenía un trabajo basura y mal pagado, ninguna perspectiva de encontrar nada mejor y, para acabar de arreglarlo, mi vida sentimental era inexistente desde hacía años. Un panorama lo suficientemente desolador para que ya no esperase nada ni del plano profesional ni del personal. Había asumido sin presentar batalla, como hacía siempre, que mi vida era un erial en el que raramente florecería algo.
Sabía que tenía que cambiar el chip, aunque siempre encontraba la excusa perfecta para dejar la metamorfosis para otro momento. Sin embargo, allí, entre los mil arcoíris que escapaban de mi zapato, tomé conciencia, por primera vez, de lo estéril que era mi existencia.
Las palabras de la abuela se me antojaron un toque de atención. Una llamada de advertencia para que, de una vez por todas, tomara impulso y le diera a mi vida el giro que necesitaba. Por primera vez me di cuenta de la preocupación que le producía a esa anciana de ojos risueños el infructífero estilo de vida que llevaba su nieta favorita.
Me acordé de aquello que solía decir al concluir el relato de su particular Casablanca. Eso de que eligió el camino más cómodo y se casó con mi abuelo. Quizás yo debería hacer lo mismo. Puede que la clave del cambio estuviese en aceptar la vida como venía. En abandonar esa burbuja de cine y ficción en la que me refugiaba para empezar a involucrarme en la realidad.
Durante toda la noche le di varias vueltas a la idea que se me había metido en la cabeza, rodando de un lado a otro de la cama igual que una pelota de tenis en la cancha. Y, después de tantas vueltas, a la mañana siguiente amanecí con una firme resolución.
Dejé que el desayuno se desarrollase como de costumbre, pasando el tiempo entre los éxitos de la Cadena Dial, el café y la mantequilla untada en las tostadas. Cuando me levanté para llevar al fregadero las dos tazas, supe que era el momento de poner en marcha el engranaje de la maquinaria que me llevaría a mi cambio personal.
―Mamá ―dije, como quien no quiere la cosa, abriendo el grifo y dejando que las tazas se llenasen de agua―. Esa compañera tuya, Teresa ―fingí hacer memoria, aunque me acordaba del nombre perfectamente―, ¿no te ha vuelto a decir nada sobre arreglarme una cita con su sobrino?
Mi madre cejó en su empeño de enderezar la plaquita que anunciaba al mundo su nombre, Manoli, en el bolsillo derecho de su uniforme de enfermera. La dejó en paz y me miró con el ceño fruncido en esa V minúscula que, desde el divorcio, había comenzado a volverse mayúscula a marchas forzadas. La letra había estado ahí, marcada en su piel, desde que tengo uso de razón. El único cambio en su semblante fue la profundidad de los trazos sobre la piel de su entrecejo.
―Mira, Berta, tengamos la fiesta en paz ―empezó, advirtiéndome para que desistiese de aventurarme en una batalla que ella ya había empezado―. Con la de veces que me has puesto la cara roja, obligándome a decirle a Teresa que no estabas por la labor…
―Es que me lo he pensado mejor y creo que no estaría mal conocer al chico. ―Corté su diatriba, sabiendo que lo que iba a decirle le alegraría el día―. Por probar, nada se pierde, ¿no?
Supe que no equivoqué mi suposición porque la V en su frente se relajó mínimamente. Volviéndose más regordeta en la base para desarmar el pico en el que sus dos cejas se unían habitualmente.
―¿Estás segura? ―me preguntó, encantada de la vida.
Aunque su austera alegría pasaría desapercibida para cualquiera que no la conociese a fondo, solo de esa manera se explicaba que hubiese detenido el rosario de reproches que se disponía a soltarme. Aun antes de comenzar con él.
―¡Ay, hija! ―exclamó, como quien eleva una plegaria al cielo―. ¡Hasta que por fin tomas una decisión sensata!
Por un momento pensé que iba a venir hacia mí para estamparme dos besos, uno en cada mejilla. Pero pronto me di cuenta de que su acceso de alegría no llegaba al punto de deshacerse en unas muestras de cariño en absoluto habituales en ella. Mi madre se dio media vuelta, cogió su bolso y el abrigo y se encaminó al portón sin dejar de repetir lo de acuerdo que estaba con mi inesperada decisión.
Para ella, como para tantas otras madres, esa rancia idea de ver a su hija entrar en la iglesia vestida de blanco era una ilusión. Una a la que ya había renunciado porque, para una mujer con su arcaica mentalidad, hacía años que se me había empezado a pasar el arroz. Por eso, mis palabras fueron para ella como un destello de esperanza en medio de la negrura más absoluta.
Yo la imité, cogiendo mi abrigo y mi bolso, y la seguí por el pasillo, contenta de haberme congraciado con ella. Era algo que, como mucho, me había ocurrido tres o cuatro veces en toda mi vida. Salimos al descansillo y cerré la puerta tras nosotras. Luego me giré para meter la llave en la cerradura. A través de las ventanas se filtraba una luz grisácea que auguraba un día nublado. Pero me dije que, en mi calendario personal, debía marcar ese día con un gran sol. Había tomado la decisión correcta.
Igual que una vez hizo Alfonsina Ruiz al abandonar su imaginaria Casablanca, yo también me resigné a tomar el camino fácil.