domingo, 12 de abril de 2020

Lee el primer capítulo de "Una vida contigo"


Capítulo 1

Era poco más que una muñeca en las manos de esa mujer. La anciana, con el ceño fruncido como si el solo hecho de tener que tocarla la asqueara sobremanera, la manipulaba con una absoluta falta de delicadeza. Ya la había obligado a meterse dentro de un vestido que, en opinión de la muchacha, revelaba mucho más de lo que ocultaba. Ahora se ensañaba con su melena hundiendo en ella, con saña, el cepillo.
―¡Ay! ―se quejó Abril, lamentando al instante haber cedido a la debilidad. A través del espejo pudo ver como, a su espalda, la expresión de su estilista se volvía más agria. Lo cual resultaría difícil de creer de no ser porque tenía la evidencia delante de los ojos.
―Cállate, zorra ―le espetó la mujer con una rudeza que, en comparación, hizo que sus rasgos parecieran suaves―. ¿Crees que tengo toda la tarde? A algunas no nos basta con abrirnos de piernas para ganarnos el jornal.
La joven no replicó. Simplemente dejó que el insulto pasara de largo, sin rozarla. No habían pasado ni veinticuatro horas desde que pisó esa casa por primera vez. Ni siquiera había transcurrido un día desde que fue puesta bajo el cuidado de la anciana Rómula. Pero ya había visto lo suficiente de su carácter para saber que, con ella, lo mejor era no caer en provocaciones. Una máxima que la chica pensaba llevar a rajatabla. Después de todo, estarían obligadas a vivir juntas durante los próximos días. Puede que incluso semanas. O hasta meses. No tenía intención de complicarse la existencia más de lo que ya la tenía.
A sus veinte años, Abril sabía que la vida es una rival a la que no conviene provocar, porque no hay manera de ganarle. Después de que su madre se fuera de casa, dejándolos a Teo y a ella solos con su padre, empezó a resignarse a aceptar las cosas como venían. Su rebeldía, esa que marca la adolescencia de cualquiera, fue exterminada por unas obligaciones de adulta que no tuvo más remedio que aceptar como propias.
Rómula agarró un mechón de su cabello, largo y de un tono castaño claro, lo enredó en su mano y se lo recogió en la nuca. Sujetándolo allí con una horquilla que la muchacha creyó que terminaría taladrándole el cráneo. Se sentía como la protagonista de una de esas novelas que leía Nuria. Pero no por el repertorio de vestidos, maquillaje y abalorios dispuestos para ella a lo largo y ancho de la habitación. Sino por el triste papel que le había caído en suerte.
Se había convertido en una letra de cambio para las deudas de su padre. La doncella entregada en prenda al acreedor al que este no había sido capaz de pagar el dinero que tomó para sacar adelante su último negocio fallido. Una empresa de importación y exportación de licores marcada por el fracaso desde el mismo instante de su nacimiento. Situación que, además de humillante, resultaba bastante patética. ¿Quién creería posible semejante argumento en pleno siglo XXI y en un país civilizado ―al menos en teoría― como España? Ella, de no ser porque estaba desempeñando el rol protagonista, habría cerrado la novela sin terminar de leer la primera página.
―Las mujerzuelas como tú sois lo peor. ―Rómula usó otra horquilla para terminar de afianzar el moño en su nuca―. No os importa venderos para conseguir lo que queréis. ―Tras asegurarse de que estaba bien sujeta dio por finalizada la sesión de peluquería, se levantó y comenzó a recoger el desbarajuste de prendas femeninas que había dejado sobre la cama―. Pero no siempre tendrás esa cara y ese cuerpo. ¡No señor! ―Agarró un vestido de un color rosa muy pálido, casi crema, y lo enganchó en su brazo izquierdo, sobre todos los demás―. Entonces, solo serás una puta vieja por la que nadie pagará ni un miserable real.
De no ser porque su situación le parecía de lo más lamentable, la joven habría jurado que había un cierto matiz de envidia en el discurso de la anciana. Un sentimiento que no tenía razón de ser. Si quería intercambiar puestos, ella, desde luego, estaba más que dispuesta a hacerlo.
La criada terminó de recoger y puso rumbo a la puerta. Al llevarse consigo todos aquellos vestidos y alhajas la habitación recuperó la atmósfera masculina que delataba la personalidad de su inquilino. El hombre que, dejando de lado eufemismos y sutilezas, se había convertido en el dueño de Abril. Así de triste, vejatorio y real. En solo un día, había pasado a adquirir la misma condición que podría tener una camisa, unos pantalones o un reloj.
Esperó hasta que sonó el clik que anunciaba que Rómula había soltado el pomo para alejarse por el pasillo. Solo entonces la chica se acercó a la puerta, forcejeando con ella en un vano intento de abrirla. Estaba cerrada. Por supuesto, ya lo sabía. Por más que la considerase una ramera de primer nivel la anciana había tomado sus precauciones para evitar que pudiera irse antes de cumplir con su trabajo. En un exceso de celo extremo para con su señor incluso le había requisado el móvil, impidiéndole tener cualquier tipo de contacto con el mundo exterior. Una medida tan extrema como innecesaria. Abril no tenía la más mínima intención de huir. No estaba allí por voluntad, eso era indiscutible. Pero, aun así, poseía un buen motivo para no pensar, siquiera, en poner un pie fuera de esa casa.

―Este país está cansado de los abusos. De los engaños y las trampas en las que lo han hecho caer quienes se suponía que debían velar por él, y por todos los que en él habitamos. Está cansado de ser una víctima de los que juraron salvarlo.
Ildefonso de la Serna hizo una pausa, prolongando el dramatismo de su discurso. Era su especialidad, sabía valerse del populismo más descarado como nadie en el mundo. De ahí que los mítines frente a hordas de desilusionados ciudadanos fueran su punto fuerte. La clase obrera, el sector más dañado por la crisis, lo veneraba como a un dios. En él veían a una suerte de mesías que los salvaría de la tiranía de los corruptos hombres de negocios. Le bastaba con unos minutos en televisión para que la opinión pública se volcara en su favor. Sin embargo, era en las distancias cortas donde mejor funcionaba. Muy pocos eran capaces de mantenerse fríos ante la estudiada pasión de la que revestía cada una de sus alocuciones.
―Es por esto que no debemos quedarnos de brazos cruzados ―siguió, sabiendo que los pocos segundos en los que sus palabras quedaron suspendidas en el aire sirvieron para que los presentes llegaran a la misma conclusión que él―. Es por esto que debemos hacer algo para impedir que este país muera a manos de una manada de chupasangres―. Como era de esperarse, vítores y exclamaciones acogieron la última frase―. Hay que hacer algo, amigos. ¡Haya que hacer algo! ―remarcó con mayor énfasis―. Y por eso estoy aquí. Para… Para…
Las palabras se atascaron en su garganta y se vio obligado a hacer una nueva pausa. Una que, esta vez, no entraba dentro del guion fijado.
El clima generado por el discurso se quebró un poco y algún que otro murmullo se extendió por la sala, distrayendo la atención de los presentes. Aunque, por una vez, a Ildefonso no le importó dejar de ser el protagonista. La verdad fue que ni siquiera se dio cuenta. Toda su atención estaba puesta en el individuo sentado en primera fila. En aquel par de ojos oscuros que lo miraban como si el destino estuviera encerrado en ellos.
Tragó saliva y su nuez se movió con dificultad. El sudor que le cubría la frente amenazaba con estropear su imagen en cámara y el pánico comenzó a cundir entre su equipo. Pero él seguía ahí. Inmóvil, mudo e incapaz de pensar en nada que no fueran esos ojos que se le antojaban venidos del más allá.
―Para… ―Luchó por encontrar su propia voz, hallándola a duras penas ―…Para liderar el cambio que nos hará libres. Muchas gracias y buenas noches.
Concluyó el discurso cuando apenas había llegado a la mitad del mismo, con un colofón propio de un presentador de telediario ansioso por terminar la retransmisión. Los aplausos estallaron según lo habitual, coronando su retirada a pesar de que aquella no pasaría a la historia como su mejor intervención. Estaba seguro de que, al día siguiente, la prensa, concretamente la que se teñía de una ideología contraria a la suya, se haría eco de que Ildefonso de la Serna se había quedado en blanco a mitad de uno de sus discursos. Poco le importaba. En ese momento sus preocupaciones estaban muy lejos de lo que aquellos mequetrefes de pluma afilada pudieran escribir sobre él.
―¿Qué ha ocurrido? ―preguntó el jefe de su gabinete de prensa. Acercándose a él tan pronto como llegó a las bambalinas.
―¿Dónde está Santos?
―¿Quién?
―Santos, mi guardaespaldas ―aclaró de la Serna, malhumorado por tener que perderse en detalles en un momento como ese ―. Necesito hablar con él.
―Pero…
―Estoy aquí.
El atribulado jefe de prensa fue hecho a un lado por el hombre que el candidato a la presidencia reclamaba. Santos Márquez se aseguró de alejar a todos los presentes, para lo que no necesitó más que una mirada, antes de preguntar:
―¿Qué sucede?
Repuesto de la impresión de ver a un fantasma, Ildefonso habló con su habitual autoridad.
―Está aquí.
―¿Quién está aquí?
―¡Ese maldito cabrón! ―estalló casi sin dejarlo terminar la pregunta―. Danta ―pronunció en un tono más sosegado, consciente de que el arranque le había servido para que todos voltearan a mirarlos.
Las espesas cejas del guardaespaldas se elevaron por la sorpresa.
―Eso es imposible ―se mostró escéptico. Al menos en apariencia, porque todo su cuerpo se estremeció al oír el nombre. Despertando a un temor que los años solo habían logrado aletargar, pero no matar―. Yo mismo lancé su cuerpo al río, hace seis años.
De la Serna sonrió sin asomo de humor.
―Ya. Pues, o fue revivido por una sirena de agua dulce, o fallaste en algo.
Santos tembló imperceptiblemente, sopesando una posibilidad recurrente para él. Una idea que no había dejado de atormentarlo desde aquella fatídica noche. Un pensamiento que se guardó para sí, como hacía siempre que lo asaltaba, sin osar comunicárselo a su jefe.
―Ordenaré a mis hombres que vigilen todas las salidas del edificio ―declaró, confuso aún―. Sí de verdad está aquí, lo encontraremos.
Esperó hasta ver asentir al candidato antes de darse media vuelta. Solo entonces echó a correr por el pasillo con el walkie en la mano, repartiendo órdenes a diestro y siniestro a través del aparato. A su espalda, de la Serna forzó una sonrisa, se levantó y se acercó a los miembros de su equipo como si nada hubiera ocurrido. Dispuesto a comentar los detalles de su última intervención pública. Su habitual sangre fría acudió en su ayuda permitiéndole recomponer, en unos pocos segundos, la imagen de líder salvador de un país al borde del abismo.

El coche se detuvo en la puerta del auditorio en el mismo momento en que salía él. Se subió el cuello del abrigo, aprovechando la excusa del frío como coartada para ocultar su rostro, y caminó con la cabeza gacha. Alcanzó la puerta del vehículo en un par de zancadas.
―Vámonos ―ordenó ya dentro del coche. A lo que el hombre al volante obedeció al instante.
―¿Te ha visto? ―preguntó este, girando un momento la cabeza hacía atrás.
Él le sonrió desde el asiento trasero.
―Deberías haber visto su cara. Por un momento llegué a creer que iba a darle un ataque al corazón.
―Una lástima que no haya sido así. Nos habría ahorrado un montón de trabajo.
―Y también un montón de diversión. ―Recorrió la cicatriz que le surcaba el lado izquierdo de la cara, de la frente al pómulo, con la yema de los dedos. Notando el tacto rugoso de la delgada línea dibujada en su piel de manera permanente―. No he llegado hasta aquí para que unos achaques de viejo me impidan acabar con ese bastardo.
El chófer no respondió. Detuvo el coche en un semáforo y el relente que empezaba a acumularse en la luna delantera descompuso la luz roja en un sinfín de diminutos puntitos.
―No sé si esto es buena idea ―dijo al fin, con aire reflexivo. Sumido en la contemplación de los pequeños haces de luz escarlata.
―¿Ahora vas a echarte atrás? ―bromeó el que ocupaba el lugar del pasajero, mirando lo poco del perfil de su interlocutor que podía ver desde donde estaba.
―No, claro que no. Quiero que ese malnacido pague por todo lo que ha hecho. Lo que digo es que te arriesgas demasiado.
El semáforo tornó de rojo a verde, dando vía libre para seguir circulando. El conductor no se lo pensó y reemprendió la marchar por unas calles que, poco después de la puesta de sol, bullían con la alegría de los transeúntes. Escolares que salían de sus clases, oficinistas que daban por concluida la jornada laboral o amigos que se reunían en la puerta de algún bar para compartir mesa y confidencias. Una estampa que reflejaba el encanto de la vida normal, de una existencia al margen de venganzas y planes urdidos en la sombra.
El otro se inclinó hacia delante, colocándole una mano en el hombro y oprimiéndoselo con afecto.
―No te preocupes demasiado por mí, Fidel ―pidió de un modo que sonó a gratitud―. Después de todo, Jerónimo Danta es un hombre muerto. ¿Qué mal podrían hacerme, cuando ni siquiera existo?

Aguardó toda la tarde con el alma en vilo. Temiendo, con cada coche que oía pasar cerca de la casa, que él hubiera llegado. La vivienda estaba bastante retirada de la ciudad, en una urbanización privada de la sierra madrileña, por lo que el tráfico no era muy profuso. Quizá por eso su estómago seguía encogiéndose cada vez que la luz de unos faros se colaba por la ventana, iluminando el cuarto de un modo fantasmal. Era un hecho tan esporádico que aún conseguía asustarla.
Lo curioso fue que, pese ha estar tan alerta como un soldado en territorio enemigo, cuando ese hombre entró en la habitación ―su habitación― la pilló desprevenida. No hubo luces de faros, ni ruido de motor, ni siquiera el sonido de unos pasos subiendo las escaleras. Nada que la ayudara a anticipar su presencia. El pomo de la puerta comenzó a girar de improviso, como impulsado por la mano de un fantasma.
Abril, que llevaba un buen rato sentada en el borde de la cama sin tener nada mejor que hacer, se levantó tan pronto se percató de que la puerta comenzaba a abrirse. Tan rápido que le costó mantener el equilibrio sobre los altísimos y finísimos zapatos de tacón que Rómula le había hecho ponerse. No estaba acostumbrada a usar ese tipo de calzado, por lo que se veía obligada a hacer acrobacias para mantener la estabilidad.
Contuvo el aliento, sintiendo que la vida se le escapaba mientras la puerta despejaba la salida que había estado bloqueada toda la tarde. Cuando terminó, cuando el hueco del pasillo quedó visible y la figura del desconocido al que había sido entregada apareció en él, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contener el llanto.
No quería llorar. Eso sería tan infantil, tan humillante… Pero no era fácil mantenerse serena en una situación así. No creía que ninguna mujer estuviera preparada para experimentar lo que ella estaba experimentando. Lo que aún tendría que experimentar.
Jamás se había quejado de la falta de habilidades paternas de su progenitor. Cada uno es como es y no se le puede exigir más de lo que está capacitado para dar. Así, al menos, pensaba la joven. Tan dispuesta a perdonar siempre las faltas de los demás. Pero, en ese momento.
En ese momento ser condescendiente con él era una misión imposible. En ese momento, el innegable sentimiento de odio que le inspiraba su padre la asustaba.
La sorpresa hizo que las cejas de Jero se elevaran al llegar al dormitorio y encontrar allí a esa muchacha. De entrada, le costó asimilar su presencia.
―Imagino que tú eres el cheque al portador de Galván ―dijo, recordando quién era ella y qué estaba haciendo en su habitación.
La chica, una adolescente apenas, agachó la cabeza, ocultándole la mirada. Lo que no evitó que él notara que las lágrimas empezaban a agolparse en sus ojos.
¡Oh, no! Por favor, que a esa chiquilla no le diera por ponerse a llorar. Los dramas nunca habían sido lo suyo. No se le daba bien lidiar con ese tipo de situaciones, y ya tenía bastantes cosas de las que ocuparse para añadir a la lista la tareas consolar a una niña.
―Abril ―la llamó suavizando el tono―. Ese es tu nombre, ¿verdad?
Ella asintió y él avanzó un par de pasos. Los mismos que retrocedió la muchacha, consiguiendo que la distancia que los separaba se mantuviera igual. Jero esbozó una sonrisa, divertido por la hábil maniobra.
―Tranquila, no voy a hacerte nada ―bromeó, mostrándole las palmas de las manos para corroborar su buena intención.
Abril alzó la cabeza, mirándolo con unos ojos grises cubiertos de agua. Aunque, más que en sus ojos, Danta se fijó en su atuendo. Le resultaba más propio de una cabaretera francesa de principios del siglo XX que de la jovencita de rostro angelical que tenía delante. Sin duda, aquello era obra de Rómula. La anciana poseía un gusto por lo sórdido que resultaba preocupante. El vestido rojo, abierto a un lado mostrando la pierna derecha de la chica desde el tobillo hasta la ingle; el escote en V que llegaba poco más arriba del ombligo; el excesivo maquillaje y aquel rodete de señora de pueblo en un día de verbena. Más que su libido, el trabajo de la criada excitaba su hilaridad. 
Una lástima porque, en realidad, la muchacha era bonita. Muy bonita, de hecho. De un modo lánguido, eso sí. Propio de princesita de cuento: dulce, ingenuo y aniñado. Un estilo que no tenía nada que ver con él. Jero no era aficionado al azúcar. Ya de niño prefería el plato fuerte al postre. Pero, gustos personales al margen, no podía negar que la hija del sinvergüenza de Galván era una belleza.
Hizo un nuevo intento de acercamiento y, en esta ocasión, ella no se retiró. Aunque se notó demasiado que le costó Dios y ayuda mantener los pies quietos. Jero la observó más de cerca y Abril volvió a esconderle el rostro, arrancándole otra sonrisa.
Aquello tenía gracia. Mucha.
¿Qué se suponía que hiciera con esa niña?
―Acuéstate en la cama.
La orden le provocó el gesto espontaneo de abrazase a sí misma, como si intensase protegerse.
Era el momento, ya había llegado. No fue una sorpresa, sabía a lo que iba a esa casa desde mucho antes de poner un pie en ella. Pero el conocimiento no hacía que el asunto resultara más sencillo.
Ni siquiera sabía qué esperar de aquel encuentro. Aunque hacía casi un mes que salía con Carlos, su novio, todavía no habían traspasado la barrera de los abrazos y los besos. Ese era el límite de la intimidad que había compartido con un chico. Conocía la técnica, por supuesto, pero no lo que sentiría al ponerla en práctica y la incertidumbre la asustaba. Eso por no hablar de que pensar que la primera vez que se entregaría a un hombre sería una mera transacción comercial le resultaba tan humillante como repugnante.
Tardó una eternidad en llegar a la cama. Así se lo pareció a ella y también a Jero, que la veía moverse con la misma velocidad que un koala. Cuando llegó se dejó caer en el filo del colchón, abrazándose aún. En el otro extremo de la habitación él comenzó a desnudarse. Se quitó primero la chaqueta y luego se desabotonó la camisa. Cuando se hubo despojado también de esta, dejando al descubierto la parte superior de su musculado cuerpo, Abril no pudo soportarlo más. La visión de la espalda masculina la hizo derramar las lágrimas que a duras penas había estado conteniendo hasta entonces. Danta prosiguió con su desnudo sin prestarle atención, desabrochándose el cinturón al tiempo que le lanzaba una mirada por encima del hombro.
―¿Se puede saber por qué lloras? Te estoy dejando el mejor lugar.
La muchacha siguió gimoteando sin intentar siquiera descifrar qué era eso de «el mejor lugar». Lo que ese hombre dijese le importaba más bien poco. Lo único en lo que podía pensar era en lo cerca que estaba de convertirse en digna merecedora de los insultos de Rómula.
―Puedes dormir en la cama, yo me quedaré aquí ―aclaró Jero pese a la falta de respuesta. Señalando el diván que tenía a su derecha, cerca de la ventana―. Así que sécate esas lágrimas. Soy yo el que se lleva la peor parte.
Ahora sí, los sollozos se silenciaron. Contenidos por la más absoluta incomprensión.
¿Dormir en el diván? ¿Significaba eso que no tenía intención de compartir cama —con todo lo que implicaba— con ella? Aquello sí que no encajaba con lo que había esperado del encuentro.
Con las cejas unidas en una sesuda expresión, Abril lo observó mientras él buscaba en sus cajones una muda de ropa con la que, después, se metió en el baño. Escuchó el ruido de la ducha y, a ratos, el estribillo de alguna canción que Jero silbó con una entonación más que cuestionable.
Poco a poco el miedo remitió, dejándole una sensación de casi seguridad. Decidió que, por lo menos, podía sentirse así el tiempo que él estuviera allí dentro. Se secó las lágrimas, llenándose las mejillas y el dorso de las manos de manchurrones de rímel. Se descalzó, se cobijó bajo el edredón hasta la coronilla y rezó para no haber malinterpretado las palabras de ese hombre.
No pegó ojo en toda la noche. Seguía despierta cuando él salió del baño, aunque fingió dormir profundamente. Encogiéndose ante cada ruido que oía a su alrededor y no podía identificar con los párpados cerrados. Los sonidos se extinguieron cuando Jero se acostó en el diván y apagó la luz para rendirse al sueño. Pero Abril siguió alerta, temiendo sentir sus manos sobre ella en cualquier momento.
Así la sorprendió el día. Tras una noche eterna el sol se asomó al otro lado de las cortinas y Jerónimo Danta, creyéndola aún dormida, se vistió y salió de la habitación intentando no perturbar su sueño. Solo entonces la muchacha comenzó a creer que él no tenía intención de tocarla.
Al menos, por el momento.

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