Prólogo
La primera vez que los vi,
era solo una niña. Debía de tener unos ocho o nueve años. En realidad, no lo
recuerdo bien. Solo sé que era una de esas tardes de septiembre en las que el
sol empieza a hacerse el remolón retirándose cada vez más temprano, que el
curso acababa de empezar y que las manos me olían a lápices y a libros nuevos.
La abuela nos recogió a
la salida del colegio, nada especial. Para mis padres era complicado conciliar
su horario laboral con el calendario escolar. Por eso, la persona que mi
hermano y yo encontrábamos esperándonos tras la cancela cuando acababan las
clases solía ser esa anciana que lo observaba todo con ojos de niña. Si mirabas
solo a los ojos de la abuela, sin prestar atención a su piel arrugada ni a su
pelo encanecido por los años, podías confundirla con uno de los escolares que
corrían a casa en cuanto sonaba la sirena.
Recuerdo que diluviaba.
Es uno de los pocos detalles de ese primer encuentro que quedó grabado en mi
memoria. Y, como hacía siempre que el tiempo se estropeaba, al punto de hacer
temer que el fin del mundo estuviese cerca, también esa tarde la abuela me
subió al desván de su vieja casa. La misma en la que había vivido desde que era
una niña. El lugar bien podría confundirse con las bambalinas de un decadente
teatro. Cajas apiñadas por doquier, unas rotas y otras perfectamente selladas;
polvorientos vestidos con hechuras que recordaban épocas pasadas; pesados
candelabros de bronce; abanicos que se hubiesen roto al menor zarandeo… Yo
contemplaba aquel caos con ojos maravillados. Como debió hacerlo Alí Babá la
primera vez que se coló en la cueva de los cuarenta ladrones. Por muchas veces
que subiese allí, con ella, la sensación de embeleso que me producía ese sitio no
variaba.
Esa tarde, la tarde en la
que vi por primera vez la herramienta que me ayudaría a cambiar mi destino, la
abuela se acercó a mí con una de las cajas que guardaba en el desván entre las
manos y una sonrisa pícara en los labios.
—Mira, ¿te gustan? —me
preguntó, juguetona, destapando primero la caja y apartado después un pliegue
de papel de seda ajado por el paso de los años.
Yo me acerqué para ver
qué era aquel tesoro que tan generosamente estaba compartiendo conmigo. Asomé
la naricilla sobre su regazo y, con los ojos muy abiertos, exclamé:
—¡Jo, abuela! ¡Son
preciosos!
Como si esperase mi
reacción, ella rio quedamente. Dejando que su pecho se agitase y emitiese un
ruido que recordaba al de una cafetera vieja.
—Lo son, ¿verdad? —me
preguntó, sacando de la caja uno de los nada discretos zapatos de tacón con los
que había logrado maravillarme. Los mil y un cristalitos que lo cubrían
brillaron bajo la débil luz de la bombilla que pendía del techo—. Algún día
—vaticinó— serán tuyos. Estos zapatos han pertenecido a las mujeres de mi
familia durante generaciones. Fueron míos y también de mi madre, de mi abuela y
de su…
—¿Y también de mamá? —la
interrumpí con impaciencia, yendo directa a averiguar lo que me interesaba.
—¿Tu madre? ¡No! Ella
siempre ha sido demasiado pragmática.
A tan corta edad, el
significado de la palabra «pragmática» se me escapaba por completo. Pero asumí
que no debía ser nada bueno, si era el motivo que había privado a mi madre de
usar unos zapatos tan fabulosos.
—¿Yo soy pragmática?
—quise saber, temerosa, por si acaso también me quedaba sin catarlos.
De nuevo, la abuela se
echó a reír con su risa de hojalata.
—No, cariño —me consoló,
pellizcándome la mejilla con suavidad. Como hacía siempre que quería congraciarse
conmigo—. Tú eres una tonta romántica, como tu abuela. Por eso, algún día, te
entregaré estos zapatos a ti.
Devolvió el zapato al
interior de la caja, los cubrió con el papel de seda y la tapó. Yo sentí una
punzada de desilusión al perderlos de vista.
—No olvides lo que te
digo, Berta. Estos zapatos te ayudarán a encontrar tu camino en la vida. Ellos
guiarán tus pasos al lugar en el que debes estar.
No puedo jactarme de
tener buena memoria. De hecho, suelo olvidar todo solo cinco minutos después de
que haya ocurrido. Pero el brillo de los zapatos y la frase que me dijo mi
abuela al mostrármelos han permanecido inalterables en mi memoria. A pesar de
los muchos años que han pasado desde entonces.
Capítulo
1
Cuando era niña, la casa
de mi abuela me parecía enorme. Como uno de esos castillos que aparecen en las
páginas de los cuentos ilustrados. Sin embargo, conforme fui creciendo, mi
percepción sobre la casa también fue cambiando. No sé si porque, al aumentar mi
cuerpo de tamaño, me volví más exigente con los espacios. O, sencillamente,
porque perdí el toque de magia que tienen los niños en la mirada y que,
irremediablemente, el paso de los años se encarga de corregir. El caso era que,
donde antes veía un escenario de cuento, ahora no encontraba más que una casa
vieja, casi ruinosa, cuyas paredes parecían a punto de desplomarse por la
excesiva decoración que colgaba de ellas.
Pero, aunque hacía muchos
años que era consciente de la realidad de aquel hogar, esa mañana se me antojó
tan inmenso como cuando era pequeña. Sin duda porque, al faltar ella, el
edificio quedó vacío de su presencia, que inundaba cada rincón. Colmando el
ambiente mucho más que la colección de cuadros de mercadillo o las falsas
alfombras persas que acumulaban polvo en el salón y las habitaciones.
Mi abuela murió un enero,
recién estrenado el año, dejándome un vacío aún más grande que el que se había
adueñado de su casa. Amén de unos misteriosos zapatos metidos dentro de una
agujereada caja de cartón.
Me recuerdo sentada en el
sofá en el que tantas viejas películas había visto con ella. La caja apoyada en
mi regazo era lo único que rompía la triste monotonía de mi vestido negro. En mi
familia las tradiciones siempre se han llevado a rajatabla. Cumplir con el luto
no fue la excepción. Así que allí estábamos todos, rigurosamente vestidos de
oscuro, después de haber dejado el cuerpo de la abuela dentro del sepulcro
familiar, desvalijándole la casa en busca de algo de valor que agenciarnos como
«recuerdo» suyo. Parecíamos una bandada de buitres, y no solo por el color de
nuestros trajes.
Mientras mis primas
rebuscaban en el joyero ―tasando pulseras, anillos y collares―, yo aparté la
tapadera de la caja que, a instancias de la fallecida, me había sido entregada en
cuanto llegué a la casa. Levanté un poco el pico del papel de seda que protegía
el contenido y, a pesar de mi dificultad para rememorar cualquier cosa que
hubiese sucedido más allá de una semana, el recuerdo de la tarde en el desván
vino a mi mente con una claridad asombrosa.
El olor del chocolate que
habíamos tomado en la merienda, la parpadeante luz de la única bombilla que
iluminaba el desván y el sonido atronador de la tromba de agua que estaba
cayendo fuera. Todo volvía a estar allí.
Todo, menos ella.
Me sentí como si alguien estuviese
apretándome el corazón, estrujándolo entre sus manos, y la mirada se me
enturbió sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Abrumada por la pena intenté
regresar todo a su lugar: el papel, la tapadera… Pero, antes de que pudiese
hacerlo, vi, a través de la película de agua que me distorsionaba la visión, el
pico de un sobre que no recordaba que estuviese allí. Movida por un impulso,
tiré de él, pinzándolo con los dedos pulgar e índice. Al leer las letras
escritas en el dorso, la sentí a mi lado. A pesar de que sabía que yacía en un
lugar del que ya no podía volver.
«Para Berta».
La carta, por supuesto,
iba dirigida a mí. No podía ser de otra manera. Así que la abrí con dedos
temblorosos. Deseando prolongar a través del papel las conversaciones que manteníamos
durante horas, y a las que la muerte había puesto un drástico punto y final.
«Mi querida Berta»,
empezaba la misiva. Al leer esas palabras pude oír la voz de mi abuela, melosa
como ninguna, que desde que yo era niña había utilizado esa fórmula para
dirigirse a mí. Yo no era la querida Berta de nadie más, solo de ella.
Sé
que no te acordarás (estoy segura porque, si ni siquiera recuerdas lo que
tomaste para desayunar, no espero mucho de tu memoria a largo plazo) pero estos
zapatos y tú sois viejos conocidos. Hace muchos años, cuando aún eras una niña,
te los mostré. Entonces te dije que algún día serían tuyos. Pues bien, si estás
leyendo esto, es que ese día ha llegado.
Espero
que no pienses que soy una vieja tacaña por legarte solo un par de zapatos
usados. De todas mis pertenencias, te estoy dando aquella que me es más
preciada. Por supuesto, eres libre de quedarte con cualquier otra cosa que
quieras. Si es que tus primas te lo permiten. Pero, por favor, no desprecies mi
regalo.
Me
temo que ha llegado la hora de despedirnos. Me gustaría decirte que no llores,
porque siempre voy a estar contigo. Pero, lamentablemente, no tengo idea de a
dónde voy. Ni siquiera sé si iré a algún sitio. Así que no te prometeré algo
que no estoy segura de poder cumplir.
Lo
que sí te prometo es que mi último regalo para ti te ayudará a encontrar tu
camino. Haz buen uso de él.
Tu
abuela, que te quiere:
Alfonsina
Leer su nombre arrancó a
mi pena una sonrisa. Recordé las tontas bromas que, de pequeñas, mis primas y
yo le gastábamos a cuenta de él.
—Alfonsina… ¡Cara de
sardina! —La buscaba Pilar, la más risueña de todas las nietas; y ella se
fingía enfadada. Aunque la tirantez que se formaba en la comisura de sus labios
la delataba. La abuela era una niña más, jugando como si no tuviese otra cosa
en la que pensar.
—Berta, ¿tú no vas a querer
nada? —me preguntó Claudia, la más joven de esa larga prole femenina que era mi
familia.
De todas nosotras,
Claudia era la que menos contacto había tenido con la abuela. Quizás, por eso
mismo, también era la que más entera se mostraba. Sin molestarse en mantener el
compungido ceño que requería la situación. Tal y como estaban haciendo las
demás.
—Estamos repartiendo las
pertenencias de la abuela. Para tener un recuerdo de ella, ya sabes —se
apresuró a añadir Trini, su hermana, la más políticamente correcta de todas
nosotras.
También yo me di prisa en
esconder la carta, como si se tratase de un secreto que nadie más debía
conocer. Todos los allí presentes sabían de la estrecha relación que nos unía a
la abuela y a mí, por lo que a nadie le habría extrañado, ni molestado, que
hubiese tenido la deferencia de dejarme un último mensaje. Aun así, era algo
que quería guardar solo para mí. Como una más de las muchas confidencias que
nos habíamos hecho cuando ella aún vivía.
Forcé una sonrisa.
—No, yo… Yo ya tengo lo
que quiero —rehusé, aferrándome a mi caja de zapatos como si allí dentro
estuviese el mayor tesoro del mundo.
Todas las mujeres
congregadas en el salón me miraron, divididas entre la curiosidad y la burla.
Mi intervención logró restar protagonismo al joyero en torno al cual estaban
reunidas en aquelarre.
—¿Qué es eso? —preguntó
Ana, que nunca se enteraba de nada, incapaz de entender qué tenía esa
harapienta caja para que yo la abrazase con la codicia con la que lo estaba
haciendo.
—Un par de zapatos viejos
recubiertos de pedrería. Modelo putilla —respondió Claudia con deje despectivo,
haciéndose la graciosa—. La abuela se los dejó en herencia.
—Ah —replicó la otra,
quien, una vez desvelado el enigma, no se explicaba tanto celo de mi parte.
—¿Seguro que no quieres
nada? —volvió a mediar Trini. En su tono de voz pude adivinar el final no
pronunciado de la frase: «después no te quejes».
—Seguro —me reiteré. Lo
que me valió para revalidar la imagen de descerebrada que mi familia tenía de
mí.
Mis primas siguieron
mirándome durante un segundo más. Luego, como si hubiesen llegado a la
conclusión de que era un caso perdido, todas se giraron al tiempo para seguir
con la tasación.
En aquel momento no entendí
a qué se refería la abuela con eso de que aquellos zapatos «me ayudarían a
encontrar mi camino». De hecho, tardé mucho tiempo en comprenderlo. Quizás
demasiado. Pero, aun así, bastaba que ella hubiese decidido regalármelos para
que, para mí, fuesen lo más valioso que podía encontrar en aquella casa.
La gente dice que lo mejor
para superar el dolor de una pérdida es retomar la rutina cuanto antes. Eso fue
lo que debió pensar Lucrecia, mi jefa, con toda su buena voluntad, cuando, dos
horas después de haber enterrado a mi abuela, me llamó por teléfono para
decirme que no había podido encontrar a nadie que me sustituyese en las clases
de la tarde.
—Si pudiese recurrir a
alguien más, no te llamaría —terminó, para suavizar el asalto, de sobras
conocedora de cuáles habían sido los motivos que me habían llevado a pedirle el
día libre.
Acepté, por supuesto,
porque era consciente de que mi condición de «enchufada» me obligaba a hacer
ese tipo de sacrificios para compensar mi ventajosa situación dentro de la
empresa. Siempre fui consciente de que, de no ser por la amistad que unía a mi
madre con la dueña de la academia privada en la que trabajaba desde hacía ocho
años, jamás hubiese sido contratada. A la buena mujer se le acumulaban sobre la
mesa del escritorio currículos que, día tras día, le dejaban personas mucho
mejor preparadas que yo. Másteres, postgrados e idiomas varios. Comparado con
eso, mi licenciatura en Filología Hispánica y el B2 de francés no hubiesen
tenido nada que hacer de no haberle llegado tan bien recomendada.
Así que me fui a casa, me
duché, me enjugué el llanto y cambié mi vestido negro por otras ropas.
Igualmente oscuras, pero más de diario.
A las cinco de la tarde,
como un clavo, estaba delante de un grupito de adolescentes con las hormonas
disparadas. Los cuales no hacían lo más mínimo por disimular que estaban más
pendientes de la curva que mis pechos marcaban bajo el jersey que de las
declinaciones que apuntaba en la pizarra.
―Ae, ae, as, arum, is, is
—iba recitando al tiempo que escribía.
Terminado el plural de la
primera declinación comencé con el singular de la segunda.
―Us, e, um, i, o, o.
—Qué va, tío. Es tetona,
pero poco más. —Oí decir, en un susurró que se elevó sobre el resto de
cuchicheos que circulaban por el pequeño salón. Signo inequívoco de que mis
estudiantes comenzaban a confiarse, seguros de que yo estaba demasiado
entregada, apuntando letras en la pizarra como una posesa, para enterarme de lo
que hablaban a mis espaldas.
Sin apartar la tiza del
encerado me volví a medias para mirarlos por encima del hombro. Agacharon la
cabeza al instante, esforzándose poco en reprimir las carcajadas que mi pillada
despertó en ellos. Que los hubiese oído, lejos de avergonzarlos, hacía que la
situación les resultase más divertida.
Las clases de la tarde
eran las peores, porque los grupos que acudían a ellas estaban formados por
chicos de instituto con escasas ganas de aprender forzados por sus padres a
hincar los codos. O a fingir que lo hacían. Las mañanas eran distintas, más
tranquilas y benignas. Las materias de bachillerato y ESO eran relegadas en
favor de los idiomas, y el auditorio juvenil y disperso por adultos que acudían
a clase esperando que algún método milagroso los ayudase a aprender alguna
lengua extranjera.
Otra idea que también
reza la creencia popular es que «no hay mal que por bien no venga». Y yo, esa
noche, volví a casa después del trabajo lo suficientemente cansada y cabreada
para caer en la cama igual que una piedra.
Así fueron pasando los
días, las semanas y, cuando me vine a dar cuenta, resultó que ya había vivido
un mes sin la abuela. En mi vida había pasado tanto tiempo sin verla, sin
hablarla, sin contarle mis cosas ni oír sus historias de épocas pasadas. Caí en
la cuenta del tiempo transcurrido una noche en la que, tirada en el sofá
después de la cena, me topé con una escena de Casablanca en un canal de películas.
—Era la película favorita
de tu abuela —comentó mi madre, bostezando como una posesa.
Yo ya lo sabía. La había
visto con ella infinidad de veces. E invariablemente acabábamos con un nudo en
el estómago cuando Rick se despedía de Ilse en el aeropuerto, asegurándole que
siempre les quedaría París.
―Lo pesada que se ponía
cada vez que la echaban en la tele ―prosiguió mi madre―. Hasta decía que ella
también había tenido un lío en Casablanca con un moro guapísimo. ¡Ya ves! ¡Ella!
Si la muy infeliz no salió de Sevilla en su puñetera vida ―concluyó, con un
suspiro que revelaba más desesperación que nostalgia―. A tu abuelo, el pobre,
se lo llevaban los demonios cada vez que la oía. Esa mujer nunca estuvo bien de
la cabeza.
La historia del amorío
con Abik, el imponente marroquí, tampoco era noticia fresca. Conocía ese
romance tan bien como el de la película de Humphrey Bogart. Con más detalle que
mi madre, me atrevería a asegurar. De todas las batallitas que me contaba la
abuela esa era, sin duda, mi favorita. Podía pasarme horas escuchándola hablar.
Hasta que se cansaba de tanto palique y concluía el relato con un resignado:
―Pero me casé con tu
abuelo. ¡Qué se le va a hacer! Elegí el camino más cómodo.
Yo me quedaba con la
sensación de que fue una decisión que le pesó toda su vida. Aunque quería a mi
abuelo, también deseaba un final diferente para su historia cada vez que me la
contaba.
Pasé la infancia y la
adolescencia con la esperanza de vivir, algún día, una historia de amor como la
de mi abuela y Abik. Como las de las películas que veíamos cuando me quedaba a
dormir en su casa. Pero crecí, conocí a Leonardo, y me di cuenta de que esos
romances no pueden existir más que en la ficción. Incluyendo el de mi abuela
que, como decía mi madre, solo salió de Sevilla una vez. Y fue para ir a Cádiz,
a la boda de su hermano pequeño.
¡Cómo para vivir un
idilio en Casablanca!
―Bueno, ¿qué? ―soltó mi
madre, cortando el hilo de mis pensamientos―. ¿Es que nos vamos a tragar este
tostón hasta el final?
Sin replicar, apreté el
botón en el momento en el que Ilse entra en el local de Rick, y continué mi
periplo saltando de canal en canal.
Un rato después me
encontraba a solas en la semipenumbra en la que la luz del flexo de la mesilla
de noche sumía mi habitación. Me arrodillé junto a la cama y extraje de debajo
de ella la caja con los zapatos de mi abuela. Los había guardado allí, después
de volver del funeral, y desde ese momento mi imprecisa memoria no había vuelto
a recabar en ellos. Hasta esa noche en la que Ingrid Bergman y Humphrey Bogart
me devolvieron su presencia con una intensidad dolorosa.
No es que no me hubiese
acordado de ella hasta entonces. En los treinta días que hacía que se había ido,
su imagen no me había abandonado ni por un segundo. Cuando iba al supermercado
y veía en las baldas los bombones que tanto le gustaban, cuando al pasear por
la calle me llegaba una ráfaga del perfume de lavanda que usaba, en cada
sobremesa que tomaba a solas un café que acostumbraba a beber con ella… En cada
uno de esos momentos la certeza de su falta caía sobre mí con el peso de una
losa. Las imágenes de esa película en blanco y negro, que tantos recuerdos me
traía, solo reabrieron una herida que todavía pugnaba por cerrarse.
Como hizo mi abuela
aquella primera y lejana tarde de tormenta, quité la tapa, aparté el papel de seda
y saqué uno de los zapatos, elevándolo ante mis ojos. Esa noche no llovía,
pero, igualmente, los cristalitos que lo cubrían brillaron a la luz de mi
flexo. Del mismo modo en que lo habían hecho en el desván de la casa que ahora
lucía un cartel de «se vende». Las paredes de mi habitación se llenaron de
diminutos y frágiles arcoíris.
Envuelta en aquella
atmósfera mágica, casi de cuento, traté de descifrar el mensaje oculto en la
nota de despedida que me había dejado la abuela.
―Así que estos zapatos me
ayudarán a encontrar mi camino, ¿eh? ―Pensé en voz alta, sin terminar de
entender qué quería decir.
Era complicado hacerlo
cuando, en realidad, llevaba toda la vida intentando hallar ese camino por mí
misma sin llegar a encontrarlo. Lo cierto era que, durante mi vida como adulta,
y aun antes, me había dejado arrastrar por las circunstancias que se
presentaban ante mí sin oponer ninguna resistencia; sin esforzarme mucho por
nada, ni frustrarme por carecer de algo. Mientras tuviese una buena película y
una tarrina de helado para acompañar la sesión de cine no necesitaba nada más.
Supongo que esa falta de
ambición era la que me había conducido a mi situación actual. A mis treinta y
cuatro años seguía viviendo en casa de mis padres con mi castrante madre después
de que mi padre abrazara su libertad tras la firma del divorcio y de que mi
hermano se largase a Alemania para trabajar. Por si mi presente no fuese ya
bastante vacilante, tampoco mi futuro se presentaba sobre una base mucho más
estable. Tenía un trabajo basura y mal pagado, ninguna perspectiva de encontrar
nada mejor y, para acabar de arreglarlo, mi vida sentimental era inexistente
desde hacía años. Un panorama lo suficientemente desolador para que ya no
esperase nada ni del plano profesional ni del personal. Había asumido sin
presentar batalla, como hacía siempre, que mi vida era un erial en el que
raramente florecería algo.
Sabía que tenía que
cambiar el chip, aunque siempre encontraba la excusa perfecta para dejar la
metamorfosis para otro momento. Sin embargo, allí, entre los mil arcoíris que
escapaban de mi zapato, tomé conciencia, por primera vez, de lo estéril que era
mi existencia.
Las palabras de la abuela
se me antojaron un toque de atención. Una llamada de advertencia para que, de
una vez por todas, tomara impulso y le diera a mi vida el giro que necesitaba.
Por primera vez me di cuenta de la preocupación que le producía a esa anciana
de ojos risueños el infructífero estilo de vida que llevaba su nieta favorita.
Me acordé de aquello que
solía decir al concluir el relato de su particular Casablanca. Eso de que eligió el camino más cómodo y se casó con mi
abuelo. Quizás yo debería hacer lo mismo. Puede que la clave del cambio
estuviese en aceptar la vida como venía. En abandonar esa burbuja de cine y
ficción en la que me refugiaba para empezar a involucrarme en la realidad.
Durante toda la noche le
di varias vueltas a la idea que se me había metido en la cabeza, rodando de un
lado a otro de la cama igual que una pelota de tenis en la cancha. Y, después
de tantas vueltas, a la mañana siguiente amanecí con una firme resolución.
Dejé que el desayuno se
desarrollase como de costumbre, pasando el tiempo entre los éxitos de la Cadena
Dial, el café y la mantequilla untada en las tostadas. Cuando me levanté para
llevar al fregadero las dos tazas, supe que era el momento de poner en marcha
el engranaje de la maquinaria que me llevaría a mi cambio personal.
―Mamá ―dije, como quien
no quiere la cosa, abriendo el grifo y dejando que las tazas se llenasen de
agua―. Esa compañera tuya, Teresa ―fingí hacer memoria, aunque me acordaba del
nombre perfectamente―, ¿no te ha vuelto a decir nada sobre arreglarme una cita
con su sobrino?
Mi madre cejó en su
empeño de enderezar la plaquita que anunciaba al mundo su nombre, Manoli, en el
bolsillo derecho de su uniforme de enfermera. La dejó en paz y me miró con el
ceño fruncido en esa V minúscula que, desde el divorcio, había comenzado a
volverse mayúscula a marchas forzadas. La letra había estado ahí, marcada en su
piel, desde que tengo uso de razón. El único cambio en su semblante fue la
profundidad de los trazos sobre la piel de su entrecejo.
―Mira, Berta, tengamos la
fiesta en paz ―empezó, advirtiéndome para que desistiese de aventurarme en una
batalla que ella ya había empezado―. Con la de veces que me has puesto la cara
roja, obligándome a decirle a Teresa que no estabas por la labor…
―Es que me lo he pensado
mejor y creo que no estaría mal conocer al chico. ―Corté su diatriba, sabiendo
que lo que iba a decirle le alegraría el día―. Por probar, nada se pierde, ¿no?
Supe que no equivoqué mi
suposición porque la V en su frente se relajó mínimamente. Volviéndose más regordeta
en la base para desarmar el pico en el que sus dos cejas se unían
habitualmente.
―¿Estás segura? ―me preguntó,
encantada de la vida.
Aunque su austera alegría
pasaría desapercibida para cualquiera que no la conociese a fondo, solo de esa
manera se explicaba que hubiese detenido el rosario de reproches que se
disponía a soltarme. Aun antes de comenzar con él.
―¡Ay, hija! ―exclamó,
como quien eleva una plegaria al cielo―. ¡Hasta que por fin tomas una decisión
sensata!
Por un momento pensé que
iba a venir hacia mí para estamparme dos besos, uno en cada mejilla. Pero
pronto me di cuenta de que su acceso de alegría no llegaba al punto de
deshacerse en unas muestras de cariño en absoluto habituales en ella. Mi madre
se dio media vuelta, cogió su bolso y el abrigo y se encaminó al portón sin
dejar de repetir lo de acuerdo que estaba con mi inesperada decisión.
Para ella, como para
tantas otras madres, esa rancia idea de ver a su hija entrar en la iglesia
vestida de blanco era una ilusión. Una a la que ya había renunciado porque,
para una mujer con su arcaica mentalidad, hacía años que se me había empezado a
pasar el arroz. Por eso, mis palabras fueron para ella como un destello de
esperanza en medio de la negrura más absoluta.
Yo la imité, cogiendo mi
abrigo y mi bolso, y la seguí por el pasillo, contenta de haberme congraciado
con ella. Era algo que, como mucho, me había ocurrido tres o cuatro veces en
toda mi vida. Salimos al descansillo y cerré la puerta tras nosotras. Luego me
giré para meter la llave en la cerradura. A través de las ventanas se filtraba
una luz grisácea que auguraba un día nublado. Pero me dije que, en mi
calendario personal, debía marcar ese día con un gran sol. Había tomado la
decisión correcta.
Igual que una vez hizo
Alfonsina Ruiz al abandonar su imaginaria Casablanca, yo también me resigné a
tomar el camino fácil.