viernes, 28 de septiembre de 2018

¿Vemos una peli?

Mi querida Berta se la pasa hablando de películas viejas y romanticonas, como ya sabréis los que halláis leído Es medianoche, Cenicienta. Así es ella, y me encanta. Disfruté muchísimo con esta faceta suya porque yo también soy una aficionada a este tipo de cine. De verdad que me encantan esas historias y echo mucho de menos la atmósfera dulce, un poco inocentona pero con bastante encanto, que no encuentro en el Hollywood del siglo XXI. Fue un gusto darle libertad a mi protagonista para expresar este rasgo de su carácter y, en particular, me encantó redactar esta parte. 

Siempre quise tener una gabardina. Desde que, a los trece años, vi a la bella Natalie Wood vistiéndola en una de las viejas películas que me ponía mi abuela, la gabardina se convirtió en mi prenda fetiche. En la cinta, Natalie abandona su pueblo natal, y a un esposo con la cara de Charles Bronson, para ir en busca de Robert Redford. Un abandono perfectamente comprensible. Seamos honestos a pesar de la crueldad del acto. Cuando, casi al final de la película, los enamorados se reencuentran en un parque de Nueva Orleans, Robert rodea la fuente que los separa para decirle:
Te he echado de menos. 
¿De verdad? preguntaba Natalie, pudorosa, como buena heroína de historia romántica. 
Entonces, con esa afectación que tienen los galanes del cine, y cuya intensidad es directamente proporcional a la antigüedad de la película, él afirmaba:
Tu ausencia se nota y se siente. 

Si dejamos de lado la obsesión que tiene Berta con las gabardinas, una prenda que a mí en particular nunca me ha gustado, me cuesta diferenciar dónde terminan las palabras de esta Cenicienta y empiezan las mías. O viceversa. 
La película de la que hablamos (las dos😜) y a la cual pertenece ese diálogo, es This Property Is Condemned (Propiedad condenada, en español). Una cinta de Sydney Pollack con guión de Francis Ford Coppola, escrito a partir de una breve obra de teatro de Tennessee Williams, que contó con un reparto de lujo. A pesar de todos estos ingredientes de primerisima calidad el filme fue un fracaso de taquilla en su estreno, allá a finales de los sesenta. Pero a mí, y está claro que también a Berta, me encantó desde la primera vez que la vi. Me recuerdo de niña encerrada en el dormitorio de mis padres el único que tenía tele en esas tardes invernales de domingo, cuando llovía demasiado para atreverse a salir de casa, viéndola. Lo hice tantas veces que me la sé de memoria.


Anda que no habré fantaseado con ser la soñadora Alva Starr (un papel en el que me veo perfectamente, por cierto), para que Owen  me dijese esas cosas que le decía a ella y estuviese dispuesto a llevarme con él al fin del mundo. 
Suspiros, suspiros y más suspiros 😍. Todavía hoy en día siento esta historia y a estos personajes de esa forma. Supongo que sigue siendo una de mis pelis favoritas. 
Por eso he pensado que, ahora que ya es oficialmente otoño y que los días se acortan, que regresamos a la rutina del trabajo o los estudios y los domingos vuelven a ser ese remanso de paz antes de lanzarnos de cabeza a la rutina, estaría bien venir con esta recomendación cinematográfica. Estoy segura de que esta historia de amores y odios, tan intensos unos como los otros, te hará pasar una buena tarde. Eso sí, siempre que no tengas un corazón demasiado sensible al drama. Y, en todo caso, no te olvides de dejar cerca la caja de pañuelos desechables. Te va a hacer falta. 

¡Buen finde!

lunes, 24 de septiembre de 2018

Otoño

Mi estación del año favorita. Me gustaba ya de pequeña, por más que supusiera el fin de las vacaciones y la vuelta al cole. Que no me gustaba nada,  también hay que decirlo. Siempre he tenido un espíritu libre y lo de estar encerrada en el aula, o donde sea, no va conmigo. Quién me iba a decir, por aquel entonces, que terminaría trabajando en el sector de la enseñanza con las ganas que tenía de perderlo de vista. Si es que la vida te lleva por caminos insospechados. El caso es que mientras la mayoría de los niños y las niñas se rebelaban contra la vuelta a la rutina yo andaba feliz solo por tener el suelo lleno de hojas y expectante con las lluvias que durante meses no se dejaban ver por mi ciudad. Y es que en otoño todo se ve distinto, el mundo en sí parece diferente. Bañado por una luz más suave que tiñe el paisaje de una dulce melancolía y lo vuelve más inspirador.

Primeras señales del otoño en las calles de mi barrio.

Esta preciosa época del año dio inició el pasado fin de semana en el hemisferio en el que habito. Así lo marca el calendario cronológico, aunque sé que aún tardará en dejarse ver por aquí. Porque en este rincón cálido las estaciones son solo dos: una larga y caliente interrumpida por un breve periodo de frío. Pero me da igual porque sé que el otoño, el de verdad, no el que señala el calendario, ya está un poquito más cerca. No queda nada para sacar del armario la ropa de abrigo y la suave mantita que me cobija en mis maratones de lectura y cine. Me encanta estar arropada, me genera un deliciosa sensación de protección y confort. Supongo que por eso las novelas y las películas me gustan más cuando hace frío. También duermo más plácidamente.
Y tú, que me estás leyendo, te preguntarás el sentido de esta entrada; si a caso a esta loca le va a dar por recibir a todas las estaciones en el blog. Pues podría, porque cada una de ellas tiene algo especial. La vida es bella, independientemente de la climatología y aunque a veces la puñetera se empeñe en esconder bien (pero bien, bien) su hermosura. Pero tranqui que no, no tengo intención de volver este lugar el parte meteorológico. Es solo que, como dije al inicio, el otoño es mi época favorita. Me inspira y me pone más romántica de lo habitual, lo cual se traduce en que me eleva la cursilería a un nivel extremo.  Buena herramienta a la hora de escribir. No se me ocurre un mejor momento  que este para enamorarse. Si no fuese porque no quiero pecar de pesada, ambientaría todas mis historias en otoño.
Por eso te invito a que este otoño vivas un bonito romance. Si no puede ser en la realidad, por lo menos, en la ficción. Suerte que siempre la tendremos a ella para ver nuestras expectativas cumplidas.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Adiós, chocolate... ¡Adiós!😢 (poema)

No me lo pongas difícil, 
yo tampoco quiero hacerlo.
Pero ha llegado el momento
y ya no puedo esconderlo.

Lo sabes tú, lo sé yo
y el cierre de mi pantalón vaquero;
que ha dejado de cerrar
y es ahora un embustero.

Es culpa suya, no mía.
Ni tuya, desde luego.
Es el destino cruel
quien nos separa de nuevo.

Debo dejarlo aquí,
Poner fin al desnfreno
que me endulza el paladar
y me redondea el cu... cuerpo.

O lo hago ya o me resigno
a comprarme un guardarropa nuevo.
Que no es mala idea, ¡que va!
Pero me escasea el dinero.

Así que no llores más,
este adiós es verdadero.
Irrebocable, inamovible;
grabado en mármol del bueno.

Desde hoy estoy a dieta.
¡No te rías, que me cabreo!
¿Qué pasa? ¿Qué no me crees?
Pues espera, que vas a verlo.

domingo, 16 de septiembre de 2018

Las críticas. Las tan, tan, taaaaaan temidas críticas 😖


Me apetecía escribir una entrada hablando de este tema y qué mejor momento para hacerlo que ahora, que tengo novela nueva en el mercado. Recién salidita del horno y lista para que los lectores comenten qué les parece. Soy consciente de que el asunto puede ser un tanto resbaladizo, me inquieta dar lugar a malos entendidos. Pero quiero tocarlo porque para mí es y ha sido importante. Tanto que en el pasado me condicionó al punto de dejar de escribir durante algunos años, lo que si no recuerdo mal he comentado en alguna ocasión. Así que aquí vengo, dispuesta a abrirme en canal y hacer terapia.
Me puse muy trágica, lo sé. Es la vena Drama Queen, que me puede.
Todos somos humanos y tenemos nuestras manías, miedos y necesidades particulares. En mi caso,  confieso que siempre he huido de los roles protagonistas como de la peste. Sé que hay gente a quien le encanta ser el centro de atención y me parece estupendo, no tiene nada de malo. Pero, esta que escribe, se encuentra en su salsa en segundo plano, como un simple personaje de reparto. Soy la narradora de la historia, ya sabes, y me encanta. Supongo que es por esto mismo por lo que las redes sociales no son mi habitad. Nunca me he terminado de encontrar en ellas. 
Como ciudadana del mundo, anónima entre una multitud, es fácil dar esquinazo a la sobresposición que marca estos tiempos modernos que nos han tocado vivir. Basta con no tener Facebook, Instagram y demás. Una medida que conlleva la contraindicación de convertirte en un bicho raro, pero como a esta etiqueta ya estoy más que acostumbrada tampoco me supone mucho. Como escritora, en cambio, no es tan sencillo mantenerte al margen de lo que los demás piensan de ti. O de tu trabajo, que para el caso viene a ser lo mismo.
Cuando se publicó mi primera novela, El cielo de Bangkok, sucedió algo con lo que no contaba: que todo el mundo pudo opinar de ella. Era lógico, debería haberlo previsto. Pero como novata y completa desconocida en el mundo de la romántica (y de la literatura en general) no conté con que alguien se fuese a tomar la molestia de hablar de mi trabajo en Internet. Inocencia supina, la mía. Si es que soy un alma cándida. En la era de la comunicación en línea todo se valora, se puntúa y se cataloga. Hasta la visita a Mercadona, ¡si lo sabré yo! El de mi barrio sigue incordiándome vía móvil cada vez que salgo de hacer la compra. Mira que me resisto, pero no se da por vencido. El muy plasta está empeñado en saber cómo fue mi experiencia en sus instalaciones. Pues..., ¿cómo va a ser? Tal y como se espera de estos casos, supongo. 
En fin, a lo que iba.
Para ser justa, admitiré que en mi debut literario se me trató muy bien. He tenido más críticas positivas que negativas y, aún estás últimas, no han sido lapidarias (de verdad que he leído reseñas de novelas con las que se me ha cerrado un nudo en el estómago sin conocer al autor o autora de nada, solo por la escabechina que le estaban haciendo). Las opiniones no tan buenas de El cielo de Bangkok (las que me han llegado, por lo menos) se han basado en cuestiones de gusto, que ya se sabe que es algo que no se puede complacer siempre. Pero nadie ha criticado el libro por ser malo ni a mí por no estar a la altura como narradora. Por ello estoy muy agradecida con mis lectores y sé que no tengo ningún derecho a quejarme. Pero el sentirse incómoda con las valoraciones no tiene nada que ver con el carácter negativo de las mismas. Está claro que una mala opinión es como una espinita, te "molesta" y te provoca el resquemor de la influencia que pueda ejercer sobre otros posibles lectores. Pero una buena también puede llegar a frenarte como escritor. En especial si eres un novato, la que publicas es tu primer intento de novela "en serio" y no te sientes demasiado seguro. El mío fue más bien este caso. Vamos, sin medias tintas: el mío fue este caso. 
Cuando "me convertí en escritora" lo que más extraño y difícil de asimilar se me hizo fue el hecho de entrar en una web literaria o una librería digital y ver mi nombre allí. Me costaba asimilarlo como propio. No sé, supongo que era algún tipo de pudor lo que me hacía verlo con distancia. Al fin y al cabo, mis novelas (no sé si sea igual para todos los escritores, pero en mi caso funciona de ese modo) son fantasías plasmadas en el papel. Lo que leéis es lo que ha estado en mi cabeza en esos viajes al trabajo en autobús, en los momentos en que espero al sueño metida en mi cama entregada a mi versión más ñoña. Cada escena ha surgido en un plano muy íntimo y, de golpe, se convierten en material público. Y, como públicos que son, la gente está en su pleno derecho de decir lo que piensa de ellas. Esto es algo sobre lo que quiero que nadie tenga duda, porque la entrada no es una queja a la libertad de expresión del lector. La libertad de expresión es un derecho por el que muchos y muchas han luchado durante años, para que los que hoy estamos aquí podamos ejercerlo sin miedo. En todo caso, la crítica, si la hubiese porque no es esa la intención del post, sería contra mí misma y mi carácter reservado.  
Abreviando, que me estoy extendiendo más de lo necesario. Toda esta parrafada viene a decir que la capacidad para lidiar con las críticas a mis novelas fue tema de importancia capital cuando decidí retomar mi sueño de ser escritora. En ese momento, y después de pensarlo muy seriamente, llegué a la conclusión de que podía hacerlo; sí, podía soportarlo. Lo haría porque ahora soy una versión más madura y segura de mí misma, porque el qué dirán ya no me importa ni la mitad de lo que me importaba en el pasado. Así lo vi en ese momento y, en este, el que me vuelve a poner frente a frente con una de mis debilidades... Pues mira, la verdad, en este vuelvo a estar muerta de miedo. No te voy a mentir. Pero también creo que es lógico. A todos nos asusta ser juzgados, esa es la verdad. Pero, al mismo tiempo, es algo que debemos aceptar y aprender a llevar. El mundo no se va a acabar solo porque alguien te diga que ese corte de pelo que te has echo con toda la ilusión del mundo, y con el que te ves estupenda, te sienta fatal. Y, además, si al final lo que cuenta es precisamente eso, el que tú te ves bien.
Así que sí, yo diría que ahora estoy preparada para lo que tenga que venir. He hecho todo lo que podía por Es medianoche, Cenicienta: escribirla. Y lo he hecho dando lo mejor de mí y disfrutando al máximo de la primera a la última palabra. De aquí en adelante nada de lo que vaya a pasar está en mis manos, sino en las tuyas y las de todos y todas los que quieran conocer esta historia. Espero que os guste y, si no es así, pues nada, sentíos libres de expresarlo.

Por cierto, si te preguntas si me ha servido de algo escribir esto la respuesta es sí. Así que, si has llegado hasta aquí, gracias por aguantar mi desahogo. 

martes, 11 de septiembre de 2018

Lee el primer capítulo de "Es medianoche, Cenicienta"


Prólogo

La primera vez que los vi, era solo una niña. Debía de tener unos ocho o nueve años. En realidad, no lo recuerdo bien. Solo sé que era una de esas tardes de septiembre en las que el sol empieza a hacerse el remolón retirándose cada vez más temprano, que el curso acababa de empezar y que las manos me olían a lápices y a libros nuevos.
La abuela nos recogió a la salida del colegio, nada especial. Para mis padres era complicado conciliar su horario laboral con el calendario escolar. Por eso, la persona que mi hermano y yo encontrábamos esperándonos tras la cancela cuando acababan las clases solía ser esa anciana que lo observaba todo con ojos de niña. Si mirabas solo a los ojos de la abuela, sin prestar atención a su piel arrugada ni a su pelo encanecido por los años, podías confundirla con uno de los escolares que corrían a casa en cuanto sonaba la sirena.
Recuerdo que diluviaba. Es uno de los pocos detalles de ese primer encuentro que quedó grabado en mi memoria. Y, como hacía siempre que el tiempo se estropeaba, al punto de hacer temer que el fin del mundo estuviese cerca, también esa tarde la abuela me subió al desván de su vieja casa. La misma en la que había vivido desde que era una niña. El lugar bien podría confundirse con las bambalinas de un decadente teatro. Cajas apiñadas por doquier, unas rotas y otras perfectamente selladas; polvorientos vestidos con hechuras que recordaban épocas pasadas; pesados candelabros de bronce; abanicos que se hubiesen roto al menor zarandeo… Yo contemplaba aquel caos con ojos maravillados. Como debió hacerlo Alí Babá la primera vez que se coló en la cueva de los cuarenta ladrones. Por muchas veces que subiese allí, con ella, la sensación de embeleso que me producía ese sitio no variaba.
Esa tarde, la tarde en la que vi por primera vez la herramienta que me ayudaría a cambiar mi destino, la abuela se acercó a mí con una de las cajas que guardaba en el desván entre las manos y una sonrisa pícara en los labios.
—Mira, ¿te gustan? —me preguntó, juguetona, destapando primero la caja y apartado después un pliegue de papel de seda ajado por el paso de los años.
Yo me acerqué para ver qué era aquel tesoro que tan generosamente estaba compartiendo conmigo. Asomé la naricilla sobre su regazo y, con los ojos muy abiertos, exclamé:
—¡Jo, abuela! ¡Son preciosos!
Como si esperase mi reacción, ella rio quedamente. Dejando que su pecho se agitase y emitiese un ruido que recordaba al de una cafetera vieja.
—Lo son, ¿verdad? —me preguntó, sacando de la caja uno de los nada discretos zapatos de tacón con los que había logrado maravillarme. Los mil y un cristalitos que lo cubrían brillaron bajo la débil luz de la bombilla que pendía del techo—. Algún día —vaticinó— serán tuyos. Estos zapatos han pertenecido a las mujeres de mi familia durante generaciones. Fueron míos y también de mi madre, de mi abuela y de su…
—¿Y también de mamá? —la interrumpí con impaciencia, yendo directa a averiguar lo que me interesaba.
—¿Tu madre? ¡No! Ella siempre ha sido demasiado pragmática.
A tan corta edad, el significado de la palabra «pragmática» se me escapaba por completo. Pero asumí que no debía ser nada bueno, si era el motivo que había privado a mi madre de usar unos zapatos tan fabulosos.
—¿Yo soy pragmática? —quise saber, temerosa, por si acaso también me quedaba sin catarlos.
De nuevo, la abuela se echó a reír con su risa de hojalata.
—No, cariño —me consoló, pellizcándome la mejilla con suavidad. Como hacía siempre que quería congraciarse conmigo—. Tú eres una tonta romántica, como tu abuela. Por eso, algún día, te entregaré estos zapatos a ti.
Devolvió el zapato al interior de la caja, los cubrió con el papel de seda y la tapó. Yo sentí una punzada de desilusión al perderlos de vista.
—No olvides lo que te digo, Berta. Estos zapatos te ayudarán a encontrar tu camino en la vida. Ellos guiarán tus pasos al lugar en el que debes estar.
No puedo jactarme de tener buena memoria. De hecho, suelo olvidar todo solo cinco minutos después de que haya ocurrido. Pero el brillo de los zapatos y la frase que me dijo mi abuela al mostrármelos han permanecido inalterables en mi memoria. A pesar de los muchos años que han pasado desde entonces.


Capítulo 1

Cuando era niña, la casa de mi abuela me parecía enorme. Como uno de esos castillos que aparecen en las páginas de los cuentos ilustrados. Sin embargo, conforme fui creciendo, mi percepción sobre la casa también fue cambiando. No sé si porque, al aumentar mi cuerpo de tamaño, me volví más exigente con los espacios. O, sencillamente, porque perdí el toque de magia que tienen los niños en la mirada y que, irremediablemente, el paso de los años se encarga de corregir. El caso era que, donde antes veía un escenario de cuento, ahora no encontraba más que una casa vieja, casi ruinosa, cuyas paredes parecían a punto de desplomarse por la excesiva decoración que colgaba de ellas.
Pero, aunque hacía muchos años que era consciente de la realidad de aquel hogar, esa mañana se me antojó tan inmenso como cuando era pequeña. Sin duda porque, al faltar ella, el edificio quedó vacío de su presencia, que inundaba cada rincón. Colmando el ambiente mucho más que la colección de cuadros de mercadillo o las falsas alfombras persas que acumulaban polvo en el salón y las habitaciones.
Mi abuela murió un enero, recién estrenado el año, dejándome un vacío aún más grande que el que se había adueñado de su casa. Amén de unos misteriosos zapatos metidos dentro de una agujereada caja de cartón.
Me recuerdo sentada en el sofá en el que tantas viejas películas había visto con ella. La caja apoyada en mi regazo era lo único que rompía la triste monotonía de mi vestido negro. En mi familia las tradiciones siempre se han llevado a rajatabla. Cumplir con el luto no fue la excepción. Así que allí estábamos todos, rigurosamente vestidos de oscuro, después de haber dejado el cuerpo de la abuela dentro del sepulcro familiar, desvalijándole la casa en busca de algo de valor que agenciarnos como «recuerdo» suyo. Parecíamos una bandada de buitres, y no solo por el color de nuestros trajes.
Mientras mis primas rebuscaban en el joyero ―tasando pulseras, anillos y collares―, yo aparté la tapadera de la caja que, a instancias de la fallecida, me había sido entregada en cuanto llegué a la casa. Levanté un poco el pico del papel de seda que protegía el contenido y, a pesar de mi dificultad para rememorar cualquier cosa que hubiese sucedido más allá de una semana, el recuerdo de la tarde en el desván vino a mi mente con una claridad asombrosa.
El olor del chocolate que habíamos tomado en la merienda, la parpadeante luz de la única bombilla que iluminaba el desván y el sonido atronador de la tromba de agua que estaba cayendo fuera. Todo volvía a estar allí.
Todo, menos ella.
Me sentí como si alguien estuviese apretándome el corazón, estrujándolo entre sus manos, y la mirada se me enturbió sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Abrumada por la pena intenté regresar todo a su lugar: el papel, la tapadera… Pero, antes de que pudiese hacerlo, vi, a través de la película de agua que me distorsionaba la visión, el pico de un sobre que no recordaba que estuviese allí. Movida por un impulso, tiré de él, pinzándolo con los dedos pulgar e índice. Al leer las letras escritas en el dorso, la sentí a mi lado. A pesar de que sabía que yacía en un lugar del que ya no podía volver.
«Para Berta».
La carta, por supuesto, iba dirigida a mí. No podía ser de otra manera. Así que la abrí con dedos temblorosos. Deseando prolongar a través del papel las conversaciones que manteníamos durante horas, y a las que la muerte había puesto un drástico punto y final.
«Mi querida Berta», empezaba la misiva. Al leer esas palabras pude oír la voz de mi abuela, melosa como ninguna, que desde que yo era niña había utilizado esa fórmula para dirigirse a mí. Yo no era la querida Berta de nadie más, solo de ella.

Sé que no te acordarás (estoy segura porque, si ni siquiera recuerdas lo que tomaste para desayunar, no espero mucho de tu memoria a largo plazo) pero estos zapatos y tú sois viejos conocidos. Hace muchos años, cuando aún eras una niña, te los mostré. Entonces te dije que algún día serían tuyos. Pues bien, si estás leyendo esto, es que ese día ha llegado.
Espero que no pienses que soy una vieja tacaña por legarte solo un par de zapatos usados. De todas mis pertenencias, te estoy dando aquella que me es más preciada. Por supuesto, eres libre de quedarte con cualquier otra cosa que quieras. Si es que tus primas te lo permiten. Pero, por favor, no desprecies mi regalo.
Me temo que ha llegado la hora de despedirnos. Me gustaría decirte que no llores, porque siempre voy a estar contigo. Pero, lamentablemente, no tengo idea de a dónde voy. Ni siquiera sé si iré a algún sitio. Así que no te prometeré algo que no estoy segura de poder cumplir.
Lo que sí te prometo es que mi último regalo para ti te ayudará a encontrar tu camino. Haz buen uso de él.

Tu abuela, que te quiere:
Alfonsina

Leer su nombre arrancó a mi pena una sonrisa. Recordé las tontas bromas que, de pequeñas, mis primas y yo le gastábamos a cuenta de él.
—Alfonsina… ¡Cara de sardina! —La buscaba Pilar, la más risueña de todas las nietas; y ella se fingía enfadada. Aunque la tirantez que se formaba en la comisura de sus labios la delataba. La abuela era una niña más, jugando como si no tuviese otra cosa en la que pensar.
—Berta, ¿tú no vas a querer nada? —me preguntó Claudia, la más joven de esa larga prole femenina que era mi familia.
De todas nosotras, Claudia era la que menos contacto había tenido con la abuela. Quizás, por eso mismo, también era la que más entera se mostraba. Sin molestarse en mantener el compungido ceño que requería la situación. Tal y como estaban haciendo las demás.
—Estamos repartiendo las pertenencias de la abuela. Para tener un recuerdo de ella, ya sabes —se apresuró a añadir Trini, su hermana, la más políticamente correcta de todas nosotras.
También yo me di prisa en esconder la carta, como si se tratase de un secreto que nadie más debía conocer. Todos los allí presentes sabían de la estrecha relación que nos unía a la abuela y a mí, por lo que a nadie le habría extrañado, ni molestado, que hubiese tenido la deferencia de dejarme un último mensaje. Aun así, era algo que quería guardar solo para mí. Como una más de las muchas confidencias que nos habíamos hecho cuando ella aún vivía.
Forcé una sonrisa.
—No, yo… Yo ya tengo lo que quiero —rehusé, aferrándome a mi caja de zapatos como si allí dentro estuviese el mayor tesoro del mundo.
Todas las mujeres congregadas en el salón me miraron, divididas entre la curiosidad y la burla. Mi intervención logró restar protagonismo al joyero en torno al cual estaban reunidas en aquelarre.
—¿Qué es eso? —preguntó Ana, que nunca se enteraba de nada, incapaz de entender qué tenía esa harapienta caja para que yo la abrazase con la codicia con la que lo estaba haciendo.
—Un par de zapatos viejos recubiertos de pedrería. Modelo putilla —respondió Claudia con deje despectivo, haciéndose la graciosa—. La abuela se los dejó en herencia.
—Ah —replicó la otra, quien, una vez desvelado el enigma, no se explicaba tanto celo de mi parte.
—¿Seguro que no quieres nada? —volvió a mediar Trini. En su tono de voz pude adivinar el final no pronunciado de la frase: «después no te quejes».
—Seguro —me reiteré. Lo que me valió para revalidar la imagen de descerebrada que mi familia tenía de mí.
Mis primas siguieron mirándome durante un segundo más. Luego, como si hubiesen llegado a la conclusión de que era un caso perdido, todas se giraron al tiempo para seguir con la tasación.
En aquel momento no entendí a qué se refería la abuela con eso de que aquellos zapatos «me ayudarían a encontrar mi camino». De hecho, tardé mucho tiempo en comprenderlo. Quizás demasiado. Pero, aun así, bastaba que ella hubiese decidido regalármelos para que, para mí, fuesen lo más valioso que podía encontrar en aquella casa.


La gente dice que lo mejor para superar el dolor de una pérdida es retomar la rutina cuanto antes. Eso fue lo que debió pensar Lucrecia, mi jefa, con toda su buena voluntad, cuando, dos horas después de haber enterrado a mi abuela, me llamó por teléfono para decirme que no había podido encontrar a nadie que me sustituyese en las clases de la tarde.
—Si pudiese recurrir a alguien más, no te llamaría —terminó, para suavizar el asalto, de sobras conocedora de cuáles habían sido los motivos que me habían llevado a pedirle el día libre.
Acepté, por supuesto, porque era consciente de que mi condición de «enchufada» me obligaba a hacer ese tipo de sacrificios para compensar mi ventajosa situación dentro de la empresa. Siempre fui consciente de que, de no ser por la amistad que unía a mi madre con la dueña de la academia privada en la que trabajaba desde hacía ocho años, jamás hubiese sido contratada. A la buena mujer se le acumulaban sobre la mesa del escritorio currículos que, día tras día, le dejaban personas mucho mejor preparadas que yo. Másteres, postgrados e idiomas varios. Comparado con eso, mi licenciatura en Filología Hispánica y el B2 de francés no hubiesen tenido nada que hacer de no haberle llegado tan bien recomendada.
Así que me fui a casa, me duché, me enjugué el llanto y cambié mi vestido negro por otras ropas. Igualmente oscuras, pero más de diario.
A las cinco de la tarde, como un clavo, estaba delante de un grupito de adolescentes con las hormonas disparadas. Los cuales no hacían lo más mínimo por disimular que estaban más pendientes de la curva que mis pechos marcaban bajo el jersey que de las declinaciones que apuntaba en la pizarra.
―Ae, ae, as, arum, is, is —iba recitando al tiempo que escribía.
Terminado el plural de la primera declinación comencé con el singular de la segunda.
―Us, e, um, i, o, o.
—Qué va, tío. Es tetona, pero poco más. —Oí decir, en un susurró que se elevó sobre el resto de cuchicheos que circulaban por el pequeño salón. Signo inequívoco de que mis estudiantes comenzaban a confiarse, seguros de que yo estaba demasiado entregada, apuntando letras en la pizarra como una posesa, para enterarme de lo que hablaban a mis espaldas.
Sin apartar la tiza del encerado me volví a medias para mirarlos por encima del hombro. Agacharon la cabeza al instante, esforzándose poco en reprimir las carcajadas que mi pillada despertó en ellos. Que los hubiese oído, lejos de avergonzarlos, hacía que la situación les resultase más divertida.
Las clases de la tarde eran las peores, porque los grupos que acudían a ellas estaban formados por chicos de instituto con escasas ganas de aprender forzados por sus padres a hincar los codos. O a fingir que lo hacían. Las mañanas eran distintas, más tranquilas y benignas. Las materias de bachillerato y ESO eran relegadas en favor de los idiomas, y el auditorio juvenil y disperso por adultos que acudían a clase esperando que algún método milagroso los ayudase a aprender alguna lengua extranjera.
Otra idea que también reza la creencia popular es que «no hay mal que por bien no venga». Y yo, esa noche, volví a casa después del trabajo lo suficientemente cansada y cabreada para caer en la cama igual que una piedra.
Así fueron pasando los días, las semanas y, cuando me vine a dar cuenta, resultó que ya había vivido un mes sin la abuela. En mi vida había pasado tanto tiempo sin verla, sin hablarla, sin contarle mis cosas ni oír sus historias de épocas pasadas. Caí en la cuenta del tiempo transcurrido una noche en la que, tirada en el sofá después de la cena, me topé con una escena de Casablanca en un canal de películas.
—Era la película favorita de tu abuela —comentó mi madre, bostezando como una posesa.
Yo ya lo sabía. La había visto con ella infinidad de veces. E invariablemente acabábamos con un nudo en el estómago cuando Rick se despedía de Ilse en el aeropuerto, asegurándole que siempre les quedaría París.
―Lo pesada que se ponía cada vez que la echaban en la tele ―prosiguió mi madre―. Hasta decía que ella también había tenido un lío en Casablanca con un moro guapísimo. ¡Ya ves! ¡Ella! Si la muy infeliz no salió de Sevilla en su puñetera vida ―concluyó, con un suspiro que revelaba más desesperación que nostalgia―. A tu abuelo, el pobre, se lo llevaban los demonios cada vez que la oía. Esa mujer nunca estuvo bien de la cabeza.
La historia del amorío con Abik, el imponente marroquí, tampoco era noticia fresca. Conocía ese romance tan bien como el de la película de Humphrey Bogart. Con más detalle que mi madre, me atrevería a asegurar. De todas las batallitas que me contaba la abuela esa era, sin duda, mi favorita. Podía pasarme horas escuchándola hablar. Hasta que se cansaba de tanto palique y concluía el relato con un resignado:
―Pero me casé con tu abuelo. ¡Qué se le va a hacer! Elegí el camino más cómodo.
Yo me quedaba con la sensación de que fue una decisión que le pesó toda su vida. Aunque quería a mi abuelo, también deseaba un final diferente para su historia cada vez que me la contaba.
Pasé la infancia y la adolescencia con la esperanza de vivir, algún día, una historia de amor como la de mi abuela y Abik. Como las de las películas que veíamos cuando me quedaba a dormir en su casa. Pero crecí, conocí a Leonardo, y me di cuenta de que esos romances no pueden existir más que en la ficción. Incluyendo el de mi abuela que, como decía mi madre, solo salió de Sevilla una vez. Y fue para ir a Cádiz, a la boda de su hermano pequeño.
¡Cómo para vivir un idilio en Casablanca!
―Bueno, ¿qué? ―soltó mi madre, cortando el hilo de mis pensamientos―. ¿Es que nos vamos a tragar este tostón hasta el final?
Sin replicar, apreté el botón en el momento en el que Ilse entra en el local de Rick, y continué mi periplo saltando de canal en canal.
Un rato después me encontraba a solas en la semipenumbra en la que la luz del flexo de la mesilla de noche sumía mi habitación. Me arrodillé junto a la cama y extraje de debajo de ella la caja con los zapatos de mi abuela. Los había guardado allí, después de volver del funeral, y desde ese momento mi imprecisa memoria no había vuelto a recabar en ellos. Hasta esa noche en la que Ingrid Bergman y Humphrey Bogart me devolvieron su presencia con una intensidad dolorosa. 
No es que no me hubiese acordado de ella hasta entonces. En los treinta días que hacía que se había ido, su imagen no me había abandonado ni por un segundo. Cuando iba al supermercado y veía en las baldas los bombones que tanto le gustaban, cuando al pasear por la calle me llegaba una ráfaga del perfume de lavanda que usaba, en cada sobremesa que tomaba a solas un café que acostumbraba a beber con ella… En cada uno de esos momentos la certeza de su falta caía sobre mí con el peso de una losa. Las imágenes de esa película en blanco y negro, que tantos recuerdos me traía, solo reabrieron una herida que todavía pugnaba por cerrarse.
Como hizo mi abuela aquella primera y lejana tarde de tormenta, quité la tapa, aparté el papel de seda y saqué uno de los zapatos, elevándolo ante mis ojos. Esa noche no llovía, pero, igualmente, los cristalitos que lo cubrían brillaron a la luz de mi flexo. Del mismo modo en que lo habían hecho en el desván de la casa que ahora lucía un cartel de «se vende». Las paredes de mi habitación se llenaron de diminutos y frágiles arcoíris.
Envuelta en aquella atmósfera mágica, casi de cuento, traté de descifrar el mensaje oculto en la nota de despedida que me había dejado la abuela.
―Así que estos zapatos me ayudarán a encontrar mi camino, ¿eh? ―Pensé en voz alta, sin terminar de entender qué quería decir.
Era complicado hacerlo cuando, en realidad, llevaba toda la vida intentando hallar ese camino por mí misma sin llegar a encontrarlo. Lo cierto era que, durante mi vida como adulta, y aun antes, me había dejado arrastrar por las circunstancias que se presentaban ante mí sin oponer ninguna resistencia; sin esforzarme mucho por nada, ni frustrarme por carecer de algo. Mientras tuviese una buena película y una tarrina de helado para acompañar la sesión de cine no necesitaba nada más.
Supongo que esa falta de ambición era la que me había conducido a mi situación actual. A mis treinta y cuatro años seguía viviendo en casa de mis padres con mi castrante madre después de que mi padre abrazara su libertad tras la firma del divorcio y de que mi hermano se largase a Alemania para trabajar. Por si mi presente no fuese ya bastante vacilante, tampoco mi futuro se presentaba sobre una base mucho más estable. Tenía un trabajo basura y mal pagado, ninguna perspectiva de encontrar nada mejor y, para acabar de arreglarlo, mi vida sentimental era inexistente desde hacía años. Un panorama lo suficientemente desolador para que ya no esperase nada ni del plano profesional ni del personal. Había asumido sin presentar batalla, como hacía siempre, que mi vida era un erial en el que raramente florecería algo.
Sabía que tenía que cambiar el chip, aunque siempre encontraba la excusa perfecta para dejar la metamorfosis para otro momento. Sin embargo, allí, entre los mil arcoíris que escapaban de mi zapato, tomé conciencia, por primera vez, de lo estéril que era mi existencia.
Las palabras de la abuela se me antojaron un toque de atención. Una llamada de advertencia para que, de una vez por todas, tomara impulso y le diera a mi vida el giro que necesitaba. Por primera vez me di cuenta de la preocupación que le producía a esa anciana de ojos risueños el infructífero estilo de vida que llevaba su nieta favorita.
Me acordé de aquello que solía decir al concluir el relato de su particular Casablanca. Eso de que eligió el camino más cómodo y se casó con mi abuelo. Quizás yo debería hacer lo mismo. Puede que la clave del cambio estuviese en aceptar la vida como venía. En abandonar esa burbuja de cine y ficción en la que me refugiaba para empezar a involucrarme en la realidad.
Durante toda la noche le di varias vueltas a la idea que se me había metido en la cabeza, rodando de un lado a otro de la cama igual que una pelota de tenis en la cancha. Y, después de tantas vueltas, a la mañana siguiente amanecí con una firme resolución.
Dejé que el desayuno se desarrollase como de costumbre, pasando el tiempo entre los éxitos de la Cadena Dial, el café y la mantequilla untada en las tostadas. Cuando me levanté para llevar al fregadero las dos tazas, supe que era el momento de poner en marcha el engranaje de la maquinaria que me llevaría a mi cambio personal.
―Mamá ―dije, como quien no quiere la cosa, abriendo el grifo y dejando que las tazas se llenasen de agua―. Esa compañera tuya, Teresa ―fingí hacer memoria, aunque me acordaba del nombre perfectamente―, ¿no te ha vuelto a decir nada sobre arreglarme una cita con su sobrino?
Mi madre cejó en su empeño de enderezar la plaquita que anunciaba al mundo su nombre, Manoli, en el bolsillo derecho de su uniforme de enfermera. La dejó en paz y me miró con el ceño fruncido en esa V minúscula que, desde el divorcio, había comenzado a volverse mayúscula a marchas forzadas. La letra había estado ahí, marcada en su piel, desde que tengo uso de razón. El único cambio en su semblante fue la profundidad de los trazos sobre la piel de su entrecejo.
―Mira, Berta, tengamos la fiesta en paz ―empezó, advirtiéndome para que desistiese de aventurarme en una batalla que ella ya había empezado―. Con la de veces que me has puesto la cara roja, obligándome a decirle a Teresa que no estabas por la labor…
―Es que me lo he pensado mejor y creo que no estaría mal conocer al chico. ―Corté su diatriba, sabiendo que lo que iba a decirle le alegraría el día―. Por probar, nada se pierde, ¿no?
Supe que no equivoqué mi suposición porque la V en su frente se relajó mínimamente. Volviéndose más regordeta en la base para desarmar el pico en el que sus dos cejas se unían habitualmente.
―¿Estás segura? ―me preguntó, encantada de la vida.
Aunque su austera alegría pasaría desapercibida para cualquiera que no la conociese a fondo, solo de esa manera se explicaba que hubiese detenido el rosario de reproches que se disponía a soltarme. Aun antes de comenzar con él.
―¡Ay, hija! ―exclamó, como quien eleva una plegaria al cielo―. ¡Hasta que por fin tomas una decisión sensata!
Por un momento pensé que iba a venir hacia mí para estamparme dos besos, uno en cada mejilla. Pero pronto me di cuenta de que su acceso de alegría no llegaba al punto de deshacerse en unas muestras de cariño en absoluto habituales en ella. Mi madre se dio media vuelta, cogió su bolso y el abrigo y se encaminó al portón sin dejar de repetir lo de acuerdo que estaba con mi inesperada decisión.
Para ella, como para tantas otras madres, esa rancia idea de ver a su hija entrar en la iglesia vestida de blanco era una ilusión. Una a la que ya había renunciado porque, para una mujer con su arcaica mentalidad, hacía años que se me había empezado a pasar el arroz. Por eso, mis palabras fueron para ella como un destello de esperanza en medio de la negrura más absoluta.
Yo la imité, cogiendo mi abrigo y mi bolso, y la seguí por el pasillo, contenta de haberme congraciado con ella. Era algo que, como mucho, me había ocurrido tres o cuatro veces en toda mi vida. Salimos al descansillo y cerré la puerta tras nosotras. Luego me giré para meter la llave en la cerradura. A través de las ventanas se filtraba una luz grisácea que auguraba un día nublado. Pero me dije que, en mi calendario personal, debía marcar ese día con un gran sol. Había tomado la decisión correcta.
Igual que una vez hizo Alfonsina Ruiz al abandonar su imaginaria Casablanca, yo también me resigné a tomar el camino fácil.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Se acabó la espera: ¡¡¡Ya está a la venta "Es medianoche, Cenicienta"!!!


Camina, vive, ama y no tengas miedo de ir a donde te lleven tus zapatos

Me parece mentira, de verdad que sí. Han sido meses de emoción, ilusión y, también, algún que otro nervio; sentimientos que he ido plasmando en muchas de las entradas de este blog. Y hoy, justo un año y un día después de que pusiera el punto final al borrador original, ¡se acabó la espera! Ya está, Es medianoche, Cenicienta es una novela. Está lista para salir de la intimidad en la que la escribí y ser leída y vivida por otros. 
¡Qué alegría y qué inquietud!
Ojalá que aquellos y aquellas que le deis la oportunidad a esta dulce historia halléis  entre sus páginas, por lo menos, la mitad de la diversión que tuve yo al escribirlas. Con eso, ya podré decir que el objetivo que tenía cuando le di forma se ha cumplido. 

sábado, 1 de septiembre de 2018

Septiembre (poema)

Septiembre, mañanero;
me sabes a pan caliente.
Recién hecho en el obrador
de la calle de enfrente.

El que veía por la ventana
del aula donde mi mente
vagaba de los cuadernos
a paisajes inexistentes.

Discursos de profesor
sobre un futuro que es ya presente.
Pasado, quizás; también.
Recuerdos de adolescente.

Monotonía sin fin,
fin de la estación caliente.
Cambias libertad por deber;
te impones a contracorriente.

Septiembre de comienzos,
no sé si me alegro de verte.
Me gusta tu forma de ser,
me asusta lo que por ti se pierde.