martes, 6 de noviembre de 2018

La Rom-Com: historia de un cadáver putrefacto

Con la resaca de Halloween (que poquito me gusta esta festividad😒) todavía coleando por los ánimos de mucho y muchas qué mejor que dedicar la entrada a un muerto viviente. Uno que lleva tiempo descomponiéndose delante de nuestros ojos en las pantallas de los cines de medio mundo. Un género cinematográfico al que quizás le haya llegado su hora, pero al que los directores y productores no permiten descansar en paz. Estoy hablando de la maltratada, vilipendiada y tantas veces asesinada a sangre fría Rom-Com. O comedia romántica, para que nos entendamos todos.
Mis primeros contactos con este tipo de cine, que durante años ha sido mi favorito, se retrotraen a cuando todavía llevaba trenzas y me inflaba a chocolate y porquerías sin que ni la línea ni el colesterol me importasen lo más mínimo. Eran tiempos felices. Por esa época a Julia Roberts la llamaban La novia de América, Hugh Grant era el tímido galán con encanto patoso que al final se quedaba con la chica y Meg Ryan y Tom Hanks una pareja de pleno derecho. Corrían los noventa y la bonanza económica y social mantenía el mundo en una agradable burbuja de ingenuidad y esperanza en el futuro. Sí, sí; lo reconozco, tengo tendencia a mitificar esta década. Pero todos somos condescendientes con nuestra niñez, ¿no?
Lo que no tiene nada que ver con nostalgias ni añoranzas es el esplendor que vivió la Comedia Romántica al final del siglo XX. Se hacían muchísimas, teníamos actores y actrices consagrados o encasillados en el género y la mayoría de los títulos que se colgaban en los cines eran éxitos de taquilla. Pero cambiamos la centuria y... algo se torció. Algo que vino a empañar el brillo de este género. No fue un proceso instantáneo, en los primeros años del nuevo siglo llegaron títulos míticos como la maravillosa Love Actually; pero sí imparable. Poco a poco, la Rom-Com empezó a desaparecer de las carteleras.  Me di cuenta de ello a medida que mis salidas al cine iban mermando.
Las Comedias Románticas de los ochenta, noventa y principios del siglo XXI eran historias ligeras que reinventaban una y otra vez el clásico chico conoce a chica. Aderezándolo con una maravillosa banda sonora repleta de éxitos poperos que aportaban a cada escena la dosis de magia necesaria para terminar de arrastrarte dentro de la historia. Tramas no muy complicadas en las que el amor siempre triunfaba y el público salía de la sala de proyección con su esperado final feliz y un subidón de azúcar en vena. Estaban llenas de clichés y tampoco dejaban mucho espacio a la sorpresa y los giros de guión, de acuerdo. Pero precisamente por eso eran geniales, porque no necesitaban de grandes recursos para entretener y emocionar. Eran perfectas en su esperada sencillez.
Pero, como ya digo, desgraciadamente esto es cosa del pasado. En la actualidad las caras famosas del género o se han retirado o emigrado a registros más maduros (una redirección en sus carreras que me parece perfectamente comprensible, un actor no puede pasarse la vida haciendo de jovenzuelo enamorado) y no parece que haya una generación que quiera o pueda cogerles el relevo. Hoy en día, la Rom-Com de antaño es casi un género descatalogado. Se hacen algunas películas, muy pocas, que pretenden ser comedias románticas. Pero, honestamente, salvando honrosas excepciones, la gran mayoría de ellas presentan historias burdas que se amparan en un humor facilón, escatológico y sexual para atraer el interés del espectador. Son, en definitiva, un mal remedo de aquello que intentan perpetuar. Presentando, además, una imagen de la mujer supuestamente feminista y moderna encarnada por un modelo francamente cuestionable. Uno que reúne los peores vicios del ser humano elevados a la máxima potencia: aficionada a pillarse borracheras que no la dejan recordar qué hizo la noche anterior, incapaz de elegir a sus compañeros de cama basándose en algo más que los caprichos de su entrepierna...
Y así, de esta lamentable guisa, la comedia romántica ha ido a parar a ese sepulcro en el que, para acabar de rematarla, no la dejan descansar en paz.

¿Sabes a quién está emulando este zombi?
Si reconoces la escena es que eres de los míos 😊
Pero no puedo despedir el post así, dejando a nuestra protagonista a merced de tan terrible destino. Así que, como soy fan de los finales felices que la desdichada Rom-Com ha pregonado siempre, quiero señalar que quizás exista el karma y aún haya una oportunidad para ella. Y es que, últimamente, parece estar viviendo un renacimiento, modesto pero bien encaminado, de manos de plataformas como Netfix. El gigante del entretenimiento online a producido y estrenado con éxito mas de un programa que retoma la esencia de la Comedia Romántica, insuflándole una nueva dosis de vida y, lo que le hace mucha más falta, de dignidad. 

martes, 30 de octubre de 2018

El cursor/Lamento de escritor (poema)

Cursor, ¡maldito cursor!
Te diviertes provocando.
Malicioso te haces ver y te escondes;
saltarín intermitente que busca hacerme daño.

Sabes que quiero escribir,
también que no puedo lograrlo.
Te alimentas del pudor a ser yo,
te aprovechas de mi miedo al fracaso.

Cursor que no tienes piedad,
portavoz de mi fracaso.
Visible muestra de lo que no puedo ser
aunque no dejo de intentarlo.

domingo, 21 de octubre de 2018

Lee el primer capítulo de "El cielo de Bangkok"



Capítulo 1

No le costó encontrar al carcelero que su padre había enviado para escoltarla, o mejor dicho, vigilarla. El enorme cartel blanco en el que se leía Magdalena Alker, impreso en letras que hubiera podido ver desde la ventanilla del avión, se elevaba sobre las cabezas de la muchedumbre congregada en la puerta de llegada del Aeropuerto Internacional de Bangkok.
Se quitó las gafas de sol, que se colocó como diadema sobre su rubia cabeza, y arrastrando cansinamente la única maleta que había llevado con ella en aquel viaje de castigo se dirigió hasta donde se exhibía su nombre, como si fuese el de una feliz turista. Se sorprendió al descubrir a la dueña de las manos que mantenían la cartulina en alto. Había esperado encontrar a un hombretón exageradamente grueso, de dos metros de estatura, cabeza rapada y una argolla dorada prendida de la nariz. La imagen del típico matón de las películas. Un tipo de aspecto peligroso era lo mejor para mantener a raya a una joven rebelde. Y eso, estaba segura, era precisamente lo que Salvador Alker pretendía hacer. Especialmente después de que la hubieran expulsado de la universidad. Pero, en lugar del espécimen compuesto por su imaginación, se vio frente a una mujer joven, de no más de treinta y cinco años, guapa y de figura delicada.
—¿Magdalena? ¿Eres Magdalena? —le preguntó la  desconocida al verla acercarse, con una enorme sonrisa y en un perfecto español.
—Margot —la corrigió, impulsada por la fuerza de la costumbre, como hacía siempre que alguien la llamaba por aquel nombre que no sentía suyo.
—Eres exactamente igual a como te describió tu padre —dijo la mujer, obviando la expresión de fastidio que ella no se molestaba en disimular. La tomó de los hombros y le dio dos besos en una exagerada imitación de las costumbres occidentales—. Yo soy Taïsa, la secretaria del señor Alker.
Margot la miró de arriba abajo, examinándola. Tras la amplía blusa de seda, estampada con toda la gama de rosas que uno pudiera imaginarse, se intuía una figura tan bonita como su cara. Se preguntó qué clase de trabajo era el que hacía en realidad para su padre.
—La secretaria del secretario —dijo, sin dejar de inspeccionarla.
El señor Alker, como Taïsa lo había llamado, era el secretario del embajador de España en Bangkok. Lo que significaba que gran parte de la responsabilidad de mantener el equilibrio en las relaciones de ambos países recaía sobre sus hombros.
—Así es —respondió la empleada, echándose a reír ante lo que consideró una ocurrente broma.
Después hizo un gesto con la mano a un hombre joven con un ridículo uniforme, que las miraba atentamente desde la distancia, para que se acercase.
—¿Dónde está el resto de tu equipaje? —preguntó.
—Esto es todo —contestó Margot, mirando su maleta plateada.
—¿Solo una maleta? —Parecía bastante extrañada.
—Me gusta viajar ligera de equipaje.
Taïsa volvió a reír, pasando por alto la ironía con que su interlocutora había pronunciado la palabra «viajar».
—Mucho mejor así —concedió—. Siempre puedes comprar aquí cualquier cosa que necesites.
Indicó al muchacho que se hiciese cargo de la maleta y, echándole un brazo sobre los hombros, con total confianza, la hizo girarse suavemente y comenzó a andar con ella en dirección a la salida. Hablaba sin parar de lo mucho que le gustaría la ciudad, de lo animada que era, de lo contento que se pondría su padre al verla... de todo y de nada. Cualquier banalidad parecía servirle con tal de llenar  el silencio. Pero Margot no la escuchaba, para ella no era más que  una lejana voz que la acompañaba en su camino a la prisión. Porque eso era ella: una presa. Lo había sido siempre. Con mucho más motivo después de lo ocurrido en Londres.
Se detuvieron frente a un ostentoso BMW blanco en cuyo maletero el chico, que se movía como una sombra tras ellas, silencioso y casi invisible, introdujo el equipaje. Después abrió una de las puertas traseras del vehículo, manteniéndola así, sin mover ni un solo músculo de su cuerpo, hasta que las dos mujeres estuvieron dentro. Margot lo miró, admirada ante semejante ejemplo de disciplina, mientras él se sentaba al volante y ponía en marcha el coche. Cualquiera diría que era un soldado en plena instrucción en vez de un chófer.
—Ya lo verás —dijo Taïsa, tomando una de las manos de la chica entre las suyas—, te va a encantar el Sukhumvit.
¿Sunjun... qué?
La secretaria rio otra vez. Daba la impresión de que se lo estaba pasando en grande con ella.
—Suk-hum-vit —volvió a repetir, pronunciando cada sílaba con lentitud para que la entendiese—. Es el corazón de Bangkok. La zona más moderna de la ciudad.
«Seguro que sí», pensó Margot con desgana, al tiempo que hacía un intento de sonrisa mientras retiraba suavemente la mano que ella le tenía cogida.
Los bloques de pisos de gran altura, el Sky Train y el atasco anunciaron su llegada a aquel barrio de lujo del que Taïsa le había estado hablando durante todo el trayecto como si se tratase de una de las maravillas del mundo. Y, ciertamente, era impresionante pero, ¿qué más daba? ¿Qué puede importarle a un pájaro lo hermoso que sea el bosque que le rodea si está condenado a vivir en una jaula?
—Viendo esto cualquiera diría que antes de la Segunda Guerra Mundial aquí no había más que campos de arroz, ¿eh? —dijo la guapa tailandesa con orgullo.
El BMW logró hacerse paso a duras penas entre la  marabunta de coches hasta que se metió en el aparcamiento de uno de los edificios y descendió varios niveles bajo tierra. Niveles que Margot recuperaría con creces luego, en el ascensor que la subió en tiempo récord hasta la planta en la que se encontraba el apartamento de su padre.
Taïsa le sonrió, intentando infundirle fuerzas para el momento al que estaba a punto de enfrentarse, mientras apretaba el timbre. Pudo ver en el fondo de los ojos oscuros de su acompañante que esta sabía que aquello no era una simple visita de una hija a su padre, que había algo más detrás. Se preguntó cuánto conocía de su vida y su pasado esa desconocida, y si podía confiar en ella o, por el contrario, era mejor mantener una prudente distancia a pesar de los intentos que estaba haciendo por convertirse en su amiga.
La asistenta, una mujer joven y malcarada, apareció en la puerta y las condujo hasta el salón, donde les dijo algo que debía significar que esperasen allí, a juzgar por las indicaciones que Taïsa le dio cuando esta hubo desaparecido con la misma presteza con que abrió la puerta. Tras tres minutos interminables, los más largos de toda su vida, Margot oyó los pasos de Salvador aproximándose por el pasillo. Inconfundibles, pesados, severos. Lanzó una fugaz mirada a su compañera de viaje, que parecía empeñada en la misión de tranquilizarla, y rebuscó en el interior del bolsillo trasero de los desgastados vaqueros que llevaba. Una prenda que ella misma había convertido en unos cortísimos shorts, que dejaban al descubierto prácticamente la totalidad de sus piernas, con la ayuda de una vieja tijera de pelar pescado. No tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando.
Sacó el cigarrillo que un muchacho le había ofrecido en el aeropuerto de Heathrow, justo antes de tomar el avión. No se le pasaron por alto las intenciones que el individuo llevaba con ella, y el interés no era recíproco. Ni siquiera fumaba. Aun así, le aceptó el presente antes de darle cortésmente calabazas; le iría de maravilla para la puesta en escena que estaba a punto de llevar a cabo.
Tuvo el tiempo justo de sacar el mechero del bolso y encender el pitillo antes de que su padre llegase al salón, donde ella lo esperaba siguiendo las indicaciones de la criada. Lo sostuvo con gracia y descaro entre los dedos índice y corazón de la mano derecha, como una consumada fumadora, como toda una femme fatale. Siempre había sido una excelente actriz. No había hecho otra cosa en toda su vida más que eso: actuar. Actuar y ocultar a todo el mundo quien era ella en realidad.
Los ojos de Salvador se abrieron de par en par al ver a su hija allí, con las piernas al aire y un cigarro en la mano. Si había tenido alguna intención de hacer las cosas por la vía pacífica esta se esfumó por completo en ese preciso momento. Se acercó a Margot en tres zancadas y, sin mediar palabra, le propinó una bofetada que le hizo girar la cabeza a un lado, echándole la melena sobre los ojos.
—Hola, papá —lo saludó, una vez hubo recuperado su desafiante postura, tirando el cigarrillo al suelo y pisándolo para apagarlo.
El hombre comenzó un acalorado discurso en inglés, del que ella entendió cada palabra y cada reproche. Pero, en cuanto tuvo su turno de réplica, se limitó a responderle:
—Lo siento, papá. Si querías que aprendiese inglés hubieras hecho mejor en enviarme a Gibraltar. Hubiese sido mucho más barato, e igual de poco productivo.
Salvador volvió a levantar la mano, exhibiendo su enorme palma, dispuesto a estamparla de nuevo en la blanca mejilla de su hija. Pero Taïsa acudió al rescate, interponiéndose entre los dos con expresión y palabras dulces.
—Ha sido un viaje muy largo. Debe estar agotada. Déjala que vaya a su habitación y descanse —medió, y Margot tuvo la completa seguridad de que la relación que mantenía con su padre no era, exactamente, la de una secretaria con su jefe.
Él asintió, con un movimiento rígido y breve, al tiempo que expulsaba el aire por la nariz como un dragón. Margot incluso creyó ver dos nubecillas de humo blanco salir de sus fosas nasales mientras se dejaba arrastra por Taïsa, lejos de su padre.


La relación de Salvador Alker con su única hija siempre había sido, cuando menos, complicada. Desde aquella lejana época en que reprendía a una preciosa niña rubia por saltar en el sofá, hasta el bofetón que le había propinado en el salón de su apartamento hacía tres días, todo parecía ser un cúmulo de desencuentros entre ellos.
Quizás fuese culpa suya. Era consciente de que el papel de padre y madre que había recaído sobre sus hombros se le quedó grande desde el primer momento. Pero lo había hecho lo mejor que había podido. Margot tenía solo cinco años cuando su madre murió. Ahora estaba seguro de que hubiese sido mejor mantener a la niña a su lado. Pero en vez de eso se empeñó en alejarla, recluyéndola en caros internados con el convencimiento de que era más beneficioso para ella convivir con chiquillas de su edad que con un hombre triste que se refugiaba en el trabajo para huir de la realidad. Aunque ese hombre fuese su padre.
Suspiró con cansancio, soltando la pluma estilográfica y dejándola rodar por el escritorio de caoba de su despacho en la embajada. Al otro lado de la línea telefónica la voz de Taïsa sonaba suave y dulce, reconfortándolo como siempre.
—¿Estás segura de que todo va bien? —preguntó aprovechando uno de sus silencios, no muy convencido de que la noche estuviese transcurriendo con total tranquilidad a pesar de que ella se lo reiterase una y otra vez.
—Perfectamente —volvió a repetirle, sin perder la paciencia, dejando intuir en el tono de su voz la sonrisa que acababa de  dibujarse en sus labios.
—¿Dónde está ahora?
Taïsa, sentada en el brazo de uno de los sillones blancos que adornaban el salón del apartamento de él se volvió ligeramente, echando una breve ojeada por el pasillo para asegurarse de que todo seguía exactamente igual a como lo estaba antes de que comenzase aquella conversación telefónica.
—En su habitación —dijo al fin, sabiendo perfectamente a quién se refería Salvador.
—¡Cómo no!
—Sé paciente con ella. Aún tiene que adaptarse.
—¿Y piensa hacerlo encerrada entre esas cuatro paredes? inquirió él con un deje de humor negro en la voz—. Tiene veintiún años, se supone que ya debería haber pasado la etapa de la rebeldía. Pero, en vez de eso, cada vez está peor. Todas sus amistades son una panda de vagos e inútiles, la mitad de las noches no duerme en la residencia de estudiantes, no estudia y, para colmo, ahora la expulsan de la universidad por plagiar un artículo... ¿Qué voy a hacer con ella?
Se presionó con los dedos pulgar e índice el puente de la aristocrática nariz.
—Tranquilo, todo va a ir bien. —Volvió a sentir aquella sonrisa que tan bien conocía acariciándolo a través del auricular.
También él sonrió.
—¿Vas a llegar muy tarde? —preguntó ella.
—Sí —contestó Salvador, resignado—. Tengo mucho...
—Mucho trabajo —concluyó Taïsa, que había perdido la cuenta de todas las veces que había oído aquella frase en sus labios.
—¿Qué haría yo sin ti? —murmuró él, llevando la conversación a un tono mucho más íntimo.
Ella se relajó, recostándose contra el respaldo del sillón, mientras abría la boca para darle una réplica a la altura del tono zalamero que el hombre acaba de usar.
No tuvo tiempo.
Margot apareció de pronto. Vestía una falda blanca de tubo que le llegaba por debajo de la rodilla, una fina camisa negra de gruesos tirantes y gran escote, y altos tacones del mismo color. Bastaba una fugaz mirada, como la que Taïsa tuvo tiempo de lanzarle justo antes de que atravesase el salón con pasos decididos, para darse cuenta de que esa no era la indumentaria que utilizaría en una cena informal en su casa.
—Luego te llamo —se apresuró a decir antes de colgar el auricular.
Las sorprendidas palabras de Salvador quedaron ahogadas por el sonido del teléfono al chocar contra su base.
—Buenas noches, Taïsa —dijo la muchacha, deteniéndose y girándose para mirarla a la cara—. ¿Qué tal le va a mi padre? ¿Te ha pedido que tengas listos muchos informes?
La mujer se ruborizó, captando el significado oculto del comentario, lo que le dio un aspecto aún más encantador. 
—¿Vas a salir? —preguntó aún con las mejillas encendidas.
Margot se echó una ojeada a sí misma y, después, se encogió de hombros.
—No me vestiría así solo para cenar contigo.
—Eso suponía, pero creo que será mejor que esperes a tu padre. Hoy no va a poder ser, tiene mucho trabajo, pero seguro...
—Seguro que cuando tenga un rato libre me sacará a pasear,
¿no? —Levantó una ceja con aire desafiante—. No soy una niña, Taïsa, no necesito que me lleve de la mano. Y, aunque fuera así, las dos sabemos que él no lo haría. No lo ha hecho nunca y menos ahora. Estoy aquí castigada, para que pueda vigilarme.
—No seas injusta, sabes que no es así.
La chica le dirigió una elocuente mirada antes de reemprender su camino hacia la puerta.
—Espera. ¡Margot, espera! —Se apresuró a seguir sus pasos. La aludida se detuvo con la mano sobre el pomo del portón.
—No creo que sea una buena idea que una muchacha como tú ande sola por esta ciudad, y menos de noche. Además, ni siquiera hablas el idioma.
—Tranquila, soy una chica mala. ¿Recuerdas? Sé defenderme de los de mi misma calaña. —Abrió la puerta y salió al exterior.
Taïsa se apresuró a buscar su bolso y seguirla, sin prestar atención a la cara de asombro, ni a las preguntas sobre si debía servir ya la cena que la desconcertada asistenta le hacía.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Mi primer amor ❤... Literariamente hablando

Los primeros amores tienen algo que los hace memorables. No son perfectos, ni mucho menos. Están llenos de todos los errores que se pueden cometer cuando se experimenta algo nuevo. Pero esa novedad es también lo que los hace más emocionantes, más intensos; más bonitos y, al mismo tiempo, más atemorizantes que cualquier otro. 
Si hay algo común al ser humano es que nadie olvida su primer amor, no importan los años que pasen. Yo recuerdo el mío, fue muy aburrido. Así que, mejor que hablarte de mi primer amor en el plano real, te contaré el que viví en el plano literario. Aquí me suelen pasar cosas mucho más emocionantes. 
Verás, fue un romance precioso con las calurosas calles de Bangkok y las paradisíacas playas de Koh Samui como telón de fondo. Exótico, ¿verdad? Sí, yo era muy fan de lo exótico por ese entonces. Él se llamaba Ari; era un hombre desesperado, un luchador de muay thai que se jugaba la vida en peleas ilegales; ella, Margot, una niña rica un poco chocante con ánsias de libertad y necesitada de afecto. Cuando el azar cruzó los caminos deambos se convirtiero en el detonante de la primera historia de amor que narré.


He mencionado El cielo de Bangkok muchas veces, en muchas entradas. Hoy quería hacer de este, mi primer romance vivido como autora, el protagonista absoluto del blog. Antes no tuve ocasión,  era el momento de Es medianoche, Cenicienta. Pero, hace unos días, Margot y Ari me llamaron para preguntarme qué pasaba, si ya no me acordaba de ellos y por qué no los había invitado aún a mi casita en la red.
Si te digo la verdad, y aunque todas mis novelas son especiales para mí (¿quién se enfrasca en la aventura de recrear un universo que no le entusiasma?) El cielo de Bangkok ha sido mi favorita por mucho tiempo. Fue la primera, por ello la más ilusionante. También la menos depurada, si tuviese la oportunidad de volver a revisar el texto ahora... cambiaría muchas cosas. No referentes a la acción, pero sí a la redacción. Objetivamente hablando considero que mi forma de escribir ha mejorado mucho en estos años. Algo de lo que me doy cuenta al leer mis primeros escritos. Pero, con todas sus imperfecciones, esta historia es para mí ese primer amor mágico.
En la actualidad, Margot y Ari viven felices y tan enamorados como el primer día tras haber vencido los escollos que se interponían entre ellos. Pero en la próxima entrada los haré volver al inicio de su historia. No por  maldad, pobres ellos, con lo que tubieron que pasar para estar juntos, sino para compartir en el blog el primer capítulo de su novela. 

sábado, 6 de octubre de 2018

Zapatos nuevos

Hoy se cumple un mes de la publicación de Es medianoche, Cenicienta y, sí, soy perfectamente consciente de lo pesada que he sido con el tema. No solo he presentado a los protagonistas en el blog y dedicado más de una entrada a asuntos relacionados con ellos, sino que he ido relatando los pormenores del proceso de edición de la novela.  Too much, vale. Pero, a ver, entiéndeme; además de ser lo que tocaba también era lo que me apetecía. Me gusta escribir aquí porque es una manera de prolongar la existencia de mis personajes y darles vida más allá de las páginas del libro. Aun así sé que, a estas alturas, ha llegado el momento de decir adiós a Berta y Nino. Por supuesto, serán bienvenidos por estos lares siempre que quieran pasarse. Esta es mi casa y, por lo tanto, también la de ellos. Pero debemos mirar al futuro y hacer espacio para los que están por venir. Dicho esto, anuncio, con redoble de tambores y para alivio del personal, que este va a ser mi último post dedicado a ellos. Así que aquí voy con la despedida. 
Es medianoche, Cenicienta es una novela ligera, una comedia romántica sencilla y asequible; pero también posee su trasfondo. Toda historia lo tiene y el de esta habla de la necesidad de ser uno mismo, de encontrar tu camino y vivir del modo en que deseas hacerlo. Lo curioso está en que, el año pasado, mientras escribía la novela, mi situación personal no tenía mucho que ver con el mensaje que quería transmitir. Quizás yo creyese que sí, pero, ya sabes, a veces necesitas un problema de verdad para entender que los que antes veías como tales eran tonterías. 
Nunca me ha gustado mi trabajo, no tengo ninguna vocación y ni siquiera me preparé para desempeñarlo. "Maestra, ¿yo? ¡Nunca! Si, por no tener, ni tengo instinto maternal". Eso pensaba cada vez que alguien me insinuaba la posibilidad de dedicarme a la docencia. Y, por lo mismo, durante años he considerado mi profesión forzosa la causa del sentimiento de frustración que de tanto en tanto me ha avocado al chocolate (hay quien ahoga sus penas en alcohol, yo lo hago en cacao).
Este año me he visto obligada a dejar el trabajo para atender a mi madre, que se recupera de un cáncer de pulmón. Siempre creí que sería tremendamente feliz el día que me desligase de mi faceta de maestra, aunque fuese para irme derechita a la cola del paro. Supongo que no hace falta aclarar que no ha sido así. Puedo decir, sin faltar ni un poquito a la verdad, que daría cualquier cosa por poder vivir (por que todos a mi alrededor pudiesen vivir) como lo hacía el curso pasado, y que mis "problemas" siguiesen siendo del tipo que se alivian con un poco de chocolate. Ahora sí me siento Cenicienta, soportando un presente duro y soñando con un futuro en el que los nubarrones no se ciernan feroces opacando mi cielo. Sé que lo habrá, soy una optimista nata, pero la esperanza no quita que lo que te toca pasar sea difícil.
Y así, ficción y realidad se han unido para mí, de la forma más irónica, en este momento de mi vida. Ni siquiera cuando la redacté, Es mefianoche, Cenicienta tuvo tanto significado como ahora.

"En estos zapatos no hay pasos del pasado, todos los que estoy dando con ellos son nuevos"

Esto lo dice Aitana, la compañera de trabajo de Berta, casi al final de la novela. Cuando decide olvidar su pasado y comenzar a escribir un nuevo capítulo de su vida. Y yo no dejo de recordar sus palabras, que se han convertido en una especie de mantra. Me siento tentada de correr a la zapatería más cercana y comprarme un par de zapatos nuevos. No tengo claro si me decantaría por unos taconazos destroza pies, como ella, o preferiría unos deportes para marcar un ritmo más rápido. Puede que, incluso, lo que acabase pagando fuesen unas zapatillas de estar por casa (de esas que parecen que te hayas colocado un par de peluches en los pies) con las que encerrarme a hibernar todos estos meses de frío que están por venir y aprovechar para poner un poco de orden en mi interior. No sé, y tampoco importa mucho. El tipo de calzado es lo de menos, solo necesito iniciar un nuevo camino sin llevar en las suelas restos del que dejo tras de mí. 


Y, ahora sí, después de esta reflexión-desahogo, paso página y relego a Cenicienta (en el sentido literario e intentaré que también en el personal) a un rincón. Al final la entrada me quedó más emocional de lo que planeaba, o puede que solo más depre. Pero este blog es básicamente un diario. De aspirante a escritora, vale, pero esta aspirante es también persona. De modo que, si no puedo dar rienda suelta a mis emociones aquí, entonces, ¿dónde?