martes, 7 de enero de 2020

Desmotivaciones

Acaba de comenzar el año, y yo estoy haciendo méritos para que este 2020 me condecoren con el galardón La alegría de la huerta. Las dos entradas que he publicado desde que despedimos 2019 tienen un trasfondo de bajón que tira pa'tras
¡Perdón!
Esto es un blog-diario, al final. Es inevitable que mis estados de ánimo queden reflejados. Y el que me define últimamente no es precisamente alegre y dicharachero.
Llevo días dándole vueltas a la cabeza en busca de un tema interesante y divertido con el que actualizar. Pero, honestamente, ni me siento concentrada para abordar ningún asunto ni, menos todavía, con el ánimo para mantener el tono frívolo que suelo utilizar cuando escribo aquí. Por eso, al final, he decidido recurrir a mi arma secreta; la que nunca me falla: la sinceridad. Esconder las cosas no vale de nada, amig@. Maquillarte para fingir que eres/estás estupenda, tampoco. Tarde o temprano lloverá, se te caerá la pintura y parecerás más lamentable de lo que lo eres a cara descubierta. 
Así que, ¿te apetece que nos tomemos un café y, mientras, me haces de psicólogo? Es fácil, lo prometo. Solo tienes que escucharme. O leerme, en este caso.


No voy a echar de menos 2019. Cuando pienso en él, lo siento como un año en blanco. Eso ha sido para mí, a pesar de que sirvió de cuna a muchas primeras veces. Todas las que implicaban afrontar situaciones cotidianas sin el respaldo de mi madre, asumiendo muchas de las responsabilidades que tenía ella. A pesar de que soy una mujer adulta, durante los pasados doce meses me he sentido igual que una niña abandonada en mitad de un invierno helado. A parte de por esta sensación de incapacidad y desamparo, no me llevo nada reseñable de este pasado año. No ha sido malo, pero eso no lo hace merecedor del calificativo "bueno". 
Tampoco espero mucho de este 2020 recién nacido. No tengo propósitos ni objetivos para el año nuevo. Mi único deseo al brindar para darle la bienvenida fue que tanto los míos como yo gozáramos de buena salud. No es poco, ni mucho menos. En realidad, lo es todo. Pero tampoco puede considerarse una meta vital. 
Me he acostumbrado a priorizar la salud sobre cualquier otra cosa, me he convertido en una hipocondríaca y me da miedo alimentar cualquier ambición que no tenga que ver con no estar enferma. Me aterra que el azar, Dios, o quien quiera que sea el ente que rige nuestros destinos, crea que hay algo que me importa más que esto y decida castigarme por ello. 
Estoy loca, ¿verdad? Lo sé. Me he vuelto una completa desquiciada. 
Jamás había pensado en la enfermedad. No te miento ni exagero si digo que, hasta hace un año, mi historial médico no debía contener más que un par de análisis de sangre que me hicieron siendo adolescente. Pensaba que estar sano era lo normal. Ahora considero que, en realidad, es una enorme suerte. Por eso me obsesiono con la más leve "avería" que noto en mi cuerpo. 
Acostumbrarme a vivir sin esperar nada más que estar saludable, dejando que las semanas, los meses y los años se conviertan en una sucesión de tiempo vacío, me aterra. Y al mismo tiempo me siento culpable por haber escrito esto. 
No sé si será porque es invierno, el día ha amanecido gris y frío y este tiempo tiene la habilidad de arrastrarme a la melancolía. O porque he visto un vídeo de un antiguo drama coreano, de esos que adoraba cuando era una jovencita, que me ha recordado a otra época. La mejor de mi vida. Mis años como estudiante, cuando el futuro me parecía un lugar cargado de promesas. Era buena alumna y eso me hacía sentirme realizada y capaz, y me sabía integrada en el mundo... Mi madre aún vivía, estaba perfectamente sana y tanto la enfermedad como la muerte eran solo un concepto abstracto. Palabras cuyos significados conocía, pero no la emoción a la que representan.
No te haces una idea de lo enorme que es mi deseo de regresar a ese momento. Cuando no había penas y sí muchas ilusiones. Cuando era tan romántica que creía en el amor. Y tan valiente que no me sentía avergonzada de mostrar mis historias al mundo. Ahora, "a la vejez, viruelas", como dirían las abuelas, me puede el pudor a la hora de escribir. O la inseguridad. Creo que más bien es eso. No sé por qué, pero últimamente siento que nada de lo que escribo es lo bastante bueno. Que he perdido el "toque". Que esa magia también se ha esfumado.
Es por todo esto que hoy, esta mañana, hace apenas un momento, he echado de menos a la Adriana que fui hace años. Quizás reencontrarme con ella, y superar esta desidia que me ata de pies y de manos, debería ser el propósito que he confesado no tener para este 2020. Sí, es una buena idea. El problema reside en que no sé por dónde comenzar a buscarme. 

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