Sí, seguimos enclaustrados en casa. Y no, no sabemos cuándo podremos tomar un poquito de vitamina D bajo los rayos del sol.
¡Ay, el sol! Mira que soy más de lluvia, frío y climas que tiran a lo melancólico, pero cómo estoy echando de menos achicharrarme bajo el sol de este rinconcito cálido en el que vivo. Que no es el Caribe, pero tampoco tiene nada que envidiar a la temperatura propia de esas latitudes.
La cuarentena ya pesa. Pero descuida, que no vengo a machacarte con la cantinela de que te leas mis libros para hacerla más llevadera.
¡Ay, el sol! Mira que soy más de lluvia, frío y climas que tiran a lo melancólico, pero cómo estoy echando de menos achicharrarme bajo el sol de este rinconcito cálido en el que vivo. Que no es el Caribe, pero tampoco tiene nada que envidiar a la temperatura propia de esas latitudes.
La cuarentena ya pesa. Pero descuida, que no vengo a machacarte con la cantinela de que te leas mis libros para hacerla más llevadera.
En realidad, para lo que estoy aquí es para recuperar un tema que abordé hace algunas semanas, en una entrada pre-apocalíptica. Quiero decir que la redacté antes de que nos viéramos inmersos en esta ficción distópica que es ahora nuestra realidad.
¿Se nota mucho que estoy harta de esta situación? Sí, ¿verdad? Como todos, imagino. Sé que al otro lado de la pantalla habrá más de uno que me entenderá perfectamente.
Llevo sin salir de casa desde el día catorce. Ni siquiera para hacer la compra, que es una tarea que mi padre se ha apropiado. ¡Si será...! Siento debilidad por este hombre, lo quiero con el alma y hasta le río esas manías que sacan de quicio al resto del mundo, pero ya le he dicho que lo tengo nominado para ser el próximo expulsado de la casa. ¡Mis tres puntos se los lleva! 😋 No es nada fácil pasar una pandemia junto a un misófobo.
Le estoy dando un rodeo enorme al tema, lo sé. Pido perdón, pero llevo tanto tiempo sin hablar con alguien que no viva en mi casa que escribir esto para que tú lo leas me tiene sobreexcitada. Espero que me disculpes.
Como te decía, hace unas semanas ―ese es el tiempo real que ha pasado, aunque al pensarlo tengo la sensación de que han transcurrido años― te hablé sobre la escritura de brújula y la de mapa. Entonces me declaré una escritora de brújula, pero también anuncié mi intención de probar con el mapa. En esta vida hay que intentarlo todo ―lo que sea legal y no dañino para ti y tampoco para los demás, se entiende―. Es la mejor manera de conocerse a una misma.
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Siempre he sido un poco Pochontas. Tengo la brújula; solo me falta mi capitán Smith. Si lo ves, dile que se ponga en contacto conmigo. |
Pues bien, como te conté en ese pasado idílico, mi experimento había comenzado con la preparación del esqueleto de una posible novela. Lo que técnicamente se llama escaleta. Esta es, por definirlo de alguna manera, una parrilla en la que se detalla lo que sucederá en la historia capítulo a capítulo. Un trabajo completamente nuevo para mí, confieso que no lo había hecho nunca. Y, también, que siempre me pareció una pérdida de tiempo.
Sin embargo, lo primero que tengo que decir es que me está resultando muy útil contar con este esquema como base para narrar. Es así porque, mientras lo escribía, me fui haciendo una visión de conjunto mucho más completa y coherente de la historia que tenía en mente. Se convirtió en algo menos difuso y más tangible que la idea original de la que han partido mis anteriores novelas. Siempre he tenido claro qué iba a escribir, cuál escena me tocaba desarrollar y lo que en ella sucedería, aún sin hacer la escaleta. Pero contar con ella me sirve para valorar el avance que estoy haciendo. E, incluso, para tener más clara la fecha en la que finalizaré el primer borrador. No con precisión matemática, pero sí haciendo una aproximación más que lógica.
Para mí, esa es la mayor ventaja que me ofrece esta forma de trabajar. Uno de mis grandes problemas es mi obsesión con obtener resultados, por lo que prever cuándo llegarán me tranquiliza. También ayuda a mi productividad, que es uno de mis grandes problemas. Hasta ahora, el tiempo de media que he invertido en la redacción de mis novelas es de un año. ¡Muchísimo tiempo! Y no es que quiera ser de los autores que sacan títulos al mercado como quien está haciendo churros. Para nada, yo prefiero vivir la historia y tomármelo con calma para hacerla mía. Que cada una de ellas, y sus personajes, sean especiales porque forman parte de un determinado momento de mi vida. Pero también considero que me recreo demasiado en el proceso creativo, no me viene mal reducirlo un poco.
Por el momento, voy cumpliendo los objetivos que me marqué al inicio. Junto a la escaleta elaboré un calendario con el que me impuse redactar una escena al día, de lunes a sábado, reservando el domingo para descansar. Es cierto que a veces me ha sido imposible cumplir el horario. También es verdad que el plan original varía con relativa frecuencia. Me van surgiendo escenas con las que no contaba, que ocupan el lugar de otras o, la mayoría de las veces, se unen a las existentes para dar más profundidad a la trama y los personajes. Esto no tiene nada de malo o raro, ya que ―como me han enseñado en los cursos de escritura creativa a los que he asistido― una historia es algo vivo que evoluciona y cambia mientras la estás trabajando. Es por esto que, aún con planificación y todo, se hace difícil establecer una fecha fija de finalización.
Y, ahora, lo malo. Lo que peor estoy llevando de este modelo de trabajo es que no me permite repasar y depurar el texto.
Llegó el momento de las confesiones. Tengo un hábito terrible al escribir, algo que todo el que sepa de esto desaconseja hacer. Que yo misma, cuando he impartido talleres, he dicho que hay que evitar: me detengo muchísimo a hacer correcciones cuando todavía no he acabado el borrador. Escribo y corrijo, escribo y corrijo, escribo y corrijo... Es una de las razones por las que me demoro tanto en terminar. Este vicio me hace avanzar muy lento y, además, me obliga a volver atrás con frecuencia para releer, desde el principio, una novela que no está acabada.
Como digo, sé que lo ideal es escribir sin mirar atrás y, una vez hemos llegado al final, comenzar a depurar lo que tenemos. Pero hacerlo así se me resiste; me genera angustia. Es como sentarte a ver la tele, después de comer, cuando todavía tienes los platos por fregar. ¡Yo no puedo hacerlo! Necesito asegurarme de que lo que dejo escrito está bien. Aunque después de poner el punto y final hago correcciones ―muchas, muchas correcciones, como he contado tantas veces― estas son para perfeccionar la puntuación, el estilo, o cambiar el nombre a algún personaje que, durante la narración, me ha terminado convenciendo de que se llama de un modo diferente.
La escaleta y el calendario que me he autoimpuesto no me dejan tiempo para estas revisiones a las que soy tan aficionada. Tengo que cumplir con el plan en la medida de lo posible. Y eso me agobia. Muchísimo. Sé que lo que tengo ahora mismo es un desbarajuste de situaciones con poca coherencia que dan forma a una historia superficial, con personajes poco definidos y llena de puntos seguidos que deberían ser aparte, comas que cortan el discurso y, la verdad más cruda, hasta faltas de ortografía. 🤦♀️
¡No pasa nada! Es lo normal. El primer borrador es este caos. Como el esbozo de un dibujo, en el que el paisaje, a falta de perfilar y sombrear, es aún una masa poco precisa. Será durante las correcciones cuando la obra adquiera la entidad y el peso que necesita para ser creíble y llegar al nivel de calidad literaria que se le exige.
Y, aún sabiendo esto... ¡me estoy comiendo por dentro! Ya he dicho que va contra mi naturaleza escribir sin pulir. En este momento, tengo poca fe en lo que estoy contando porque me cuesta ver más allá del bodrio que es ahora mismo. Se me hace difícil creer que podré hacer de ese nefasto borrador una obra literaria. Así que cada día lucho con mi deseo de pasar del plan y volver al inicio para intentar arreglar el desastre.
No prometo no hacerlo, pero sí que intentaré reprimirme con todas mis fuerzas. 😅
Dejando de lado esta ansia viva que me devora, mi conclusión es que la escaleta me resulta muy útil. Pese a la mala opinión que siempre he tenido de ella. Para mí que es una de las herramientas de escritura que voy a hacer mía. Me gusta lo mucho que me ayuda a tener una idea real de mi rendimiento.
Pues ya está, aquí acaba la chapa de hoy. Mil gracias por leerme ―y aguantarme― hasta el final.
Me despido por el momento. Ahora voy a asomarme un ratín a la ventana, a ver si me da el aire y recupero algo de cordura.
Me despido por el momento. Ahora voy a asomarme un ratín a la ventana, a ver si me da el aire y recupero algo de cordura.