Pues yo venía a hablar de mi libro, como diría Umbral. O de mi pre-libro, para ser más precisa. Por fin he concluido el manuscrito en el que llevo trabajando desde... ¡Ya no sé ni cuánto tiempo! 😅 Entre una cosa y otra la redacción de esta novela se me ha prolongado mucho más de lo que tenía pensado, me he visto obligada a postergar la fecha de finalización una y otra vez y ya empezaba a temer que no iba a acabar nunca. Sin embargo, esto ya lo he explicado en Instagram, por donde me dejé caer nada más poner el punto final a esta historia de amor, en una de esas acciones irreflexivas en las una tropieza cuando está eufórica. Si es que me puede la pasión 😛. El caso es que no tengo nada más que agregar a lo que expresé allí: estoy contenta y on fire con las correcciones.
Es por esto que, al sentarme frente al ordenador, he pensado que dedicar una entrada a hablar de este tema tiene poca razón de ser. Y así, en el último momento, he decidido cambiar el plan inicial para comentarte otro asunto en el que también estoy inmersa ahora mismo.
¡Vamos allá con la improvisación!
Como sabes, ando en busca de editorial; una casita para que Jero y Abril puedan vivir su amor a gusto. El pasado trece de junio ―no soy supersticiosa, como ves; nací un trece, así que no pude elegir― lo dediqué al envío del manuscrito a todas las editoriales que conozco que publican género romántico. Hasta la fecha he recibido respuesta de cinco. De las cuales he considerado solo dos, ya que las otras me han ofrecido una autoedición o coedición.
Al margen de lo mucho que me ha sorprendido lo rápido que han empezado a llegar las respuestas ―no me esperaba nada hasta, como poco, final de verano― quiero aclara que no tengo absolutamente nada en contra de estas formas de publicación. Son una opción más, tan buena como cualquier otra, que un escritor debe contemplar cuando se plantea sacar al mercado una novela. Lo que no me gusta es que me engañen.
Me explico: si quiero autoeditar ya buscaré yo el modo de hacerlo, iré al lugar que me ofrezca la posibilidad y nos ponemos de acuerdo. Así de natural, sin subterfugios. Pero no te presentes como una editorial al uso y luego intentes venderme la moto de que, por X razones, tengo que pagar para que mi libro salga al mercado. Eso me parece sucio, me huele a manipulación y, como digo, me desagrada sobremanera.
Por desgracia, empiezo a darme cuenta ―de hecho, ya lo he comprobado― de que es una estrategia común en este medio. Como he adelantado, en relativamente poco tiempo me ha sucedido tres veces.
La primera, y más desvergonzada de todas, la palabra "autoedición" ni siquiera se mencionó. En ningún momento. Me di cuenta de qué era aquello después de leer el contrato y empezar a atar cabos.
Resulta que, en caso de aceptar esta propuesta, la primera edición de la novela constaría de 100 ejemplares. Prefecto para mí, soy una escritora que está empezando por lo que entiendo y prefiero una tirada pequeñita pues no sabemos cuál será la respuesta del público. ¿Dónde está, entonces, el truco? En que, algunas páginas más adelante, el contrato especifica que el autor debe hacerse cargo de la venta de los 100 primeros ejemplares de la novela, los cuales tendrá que colocar ―no lo expresaba así, pero para que nos entendamos― antes de un mes a contar desde la publicación. Así, sin presiones. Y, ¿qué pasa si no lo consigue? Pues que se hará responsable de aquellos libros que no sea capaz de endosarle a ninguno de sus familiares o amigos.
Después de leer esto me vi a mí misma como una de esos vendedores de enciclopédidias que, hace algunos años, iban de casa en casa ofreciendo el género, y que la mayoría de las veces terminaban con la puerta estampada en la nariz. Los primos prehistóricos de los teleoperadores que te llaman a la hora de la siesta para convencerte de que te cambies de compañía telefónica.
Con todo, esta misión impuesta de vendedora de mi propia obra no me molestó. Lo que me jodió ―con perdón, pero es que fue exactamente así como me sentí― fue que, en realidad, al aceptar este acuerdo corro con los gastos de impresión del libro de manera indirecta. Al final, o me doy la maña para venderlos o los pago yo. No hay más.
También quiero montar una editorial que parta de esta premisa. Es un negocio redondo, nunca tiene pérdidas.
Honestamente, me pillé tal cabreo que me faltó el tiempo para descartar la opción. Cabreo que naturalmente me comí cuando di mi respuesta porque, ante todo, hay que ser educados. Así me lo han inculcado mis padres desde que era una mocosa todavía más cándida de lo que soy ahora ―sí, yo tampoco me explico cómo he podido sobrevivir hasta la edad adulta―. Escribí al señor que se puso en contacto conmigo y me dijo que mi novela era "de puta madre" ―aunque no lo bastante para que quisiera asumir un mínimo riesgo por ella― y le dije que muchas gracias por su propuesta, pero que no estaba interesa en publicar bajo esas condiciones. Sin especificar cuál era la condición en concreto que no me convencía.
No hizo falta que fuese más clara. Él me respondió de inmediato para explicarme que no debía tener miedo, que 100 ejemplares no es tanto, que de 50 autores que habían publicado con su sello editorial 48 lograron el objetivo antes de la fecha estipulada y que, oye, si al final me quedaba con 15 libros colgados tampoco era para tanto.
Llámame susceptible, pero si antes me sentí engañada después de esto... mejor me callo lo que pensé porque, como he dicho, tengo por costumbre ser educada.
Volví a declinar la oferta con todo el saber estar del que pude hacer acopio. Y aún hube de hacerlo una vez más porque, un par de días después de esto, el mismo señor me volvió a llamar por teléfono, "sin ánimo de insistir". Solo porque, como están obligados a destruir la información de quienes no trabajarán con ellos ―medida para la cual las editoriales cuentan con dos meses de plazo, pero a él le mola ser previsor―, quería asegurarse de que mi respuesta era definitiva.
Así que me fui drechita a por la Biblia que mi abuela me regaló por mi primera comunión, me hinqué de rodillas, le juré por los clavos de Cristo que así era; que antes me corto un pie que aceptar sus abusivas condiciones... Y parece que, al final, él se convenció de mi sinceridad. Estoy exagerando, claro; lo de la Biblia y el arrodillamiento no pasó, lo escribo solo para dar más carga dramática al texto. Pero el resto no queda tan lejos de la realidad.
Este ha sido solo el primer caso que venía a comentar, me quedan dos más. Pero no te preocupes, que voy a ser más concisa al explicarlos.
La segunda propuesta de autoedición no me pilló por sorpresa. Nada más enviarles el manuscrito me respondieron con uno de esos e-mails automáticos en el que me hacían ver las interminables ventajas de este tipo de publicación. De tal manera que ya sabía a lo que atenerme.
La tercera fue menos obvia, no se delató hasta el momento de ponerse en contacto conmigo. Pero, al hacerlo, su respuesta fue un calco de la editorial anterior: un catalogo con varias opciones de autopublicación, estipulando precios dependiendo de los servicios que yo estuviese dispuesta a pagar. Como un paquete vacacional, más o menos, para que te hagas una idea.
En estos dos últimos casos, el motivo para ofrecerme una propuesta de autoedición en lugar de hacerse cargo ellos de la publicación de mi novela fue, en palabras de los responsables que se pusieron en contacto conmigo, que "aunque mi obra es de gran calidad no goza de reconocimiento".
¡Tócate la peineta, Marieta!
Es que, si yo fuera Megan Maxwell, no les habría mandado mi manuscrito a una editorial que, parafraseándolos, "no goza de reconocimiento". Vamos que, usando un símil futbolístico, el equipo de mi barrio no puede pretender fichar ni a Ronaldo ni a Messi.
Señores, por favor; vamos a ser un poquito coherentes.
A todo esto quiero añadir que, aun siendo yo la que correría con los gastos derivados de la publicación, en los tres casos que he expuesto mis honorarios como autora serían los habituales. Los cuales, por si no lo sabes, te digo que están en torno a un 10% de las ventas. El otro 90% va a parar a la empresa.
Lo dicho, que yo también quiero abrir una editorial de estas. Es el negocio redondo: no arriesgas dinero y obtienes ganancias a costa del trabajo de otros. Lo malo es que no me veo como directora de una empresa así, me darían demasiada pena mis escritores. Sentiría que me estoy aprovechando de ellos. O peor aún, de sus ilusiones. Porque la mayoría de la gente que firma un contrato tan descaradamente abusivo como estos que he comentado es porque tiene un sueño. Los que escribimos tenemos la fantasía ―o quizás la vanidad― de que nos lean, de compartir nuestras historias con el mundo, y con eso nos cegamos muchas veces.
Conclusión: para terminar ya, y que se entienda por qué he puesto esta foto tan chula para ilustrar la entrada, me siento como Caperucita Roja. Me he dado cuenta de que en este bosque en el que me he metido hay mucho lobo feroz. Ya me he topado con alguno que ha intentado llevarme a los matorrales para darme un revolcón. Y no lo digo en ese sentido, así que aparca la mente sucia😎😛.