miércoles, 23 de diciembre de 2020
Un año más: ¡feliz Navidad y próspero 2021🤞!
jueves, 17 de diciembre de 2020
Era septiembre
martes, 24 de noviembre de 2020
Te tengo (poema)
domingo, 8 de noviembre de 2020
Mister Wu, o cómo saber qué cara tendrá tu futuro marido antes de conocerlo
![]() |
Simplemente es una idea del tipo de marido que quiero, un simple esbozo. Mister Wu, ya sabe usted; tome nota 😛. |
Yo, aunque no llegara nunca a encontrar a mi amor destinado, guardaría su retrato y, con saber cómo es su cara, ya me daría por satisfecha. Sería como conocerlo un poco, aunque no lo conociera de nada.
¡Ay! ¡Qué asco vivir en el mundo real! Con lo bien que se tiene que estar dentro de una comedia romántica.
sábado, 31 de octubre de 2020
No soy yo (relato)
sábado, 24 de octubre de 2020
Historias "simplonas"
¿Por qué cuando algo goza del favor mayoritario la intelectualidad le cuelga la etiqueta de superficial?
Hummm... Creo que esta gente sabe algo que yo desconozco 🤔.
En realidad, es verdad que el guion reúne todos los ingrediente para ser un éxito. Por ejemplo:
- Un héroe: el propio Alejandro (el encargado de portar la máscara del Zorro en esta versión que estoy "analizando") lo dice en un momento de la peli, soltando una frase que considero genial: 《el heroísmo es una fantasía romántica》. Lo que, traducido al castellano, viene a decir que es una actitud absolutamente utópica. Todos estamos lejos de ser héroes o heroínas en la vida real. Ni siquiera quienes nos lo parecen desde la distancia encajan por completo en la medida de un papel tan grandilocuente como este. Será por eso que necesitamos tanto de ellos y llenamos la ficción con sus nobles figuras. Todos queremos a alguien que nos salve, o calzarnos los zapatos del salvador. El de esta historia, en concreto, es uno con el que resulta muy sencillo identificarse. El pobre Alejandro no es nadie especial. Adiestrado por el auténtico Zorro queda en evidencia más de una vez porque, si bien es cierto que tiene potencial, no posee un talento innato. Es como cualquiera, también mete la pata y nos reímos de él en más de una ocasión. Así es como se gana nuestra simpatía.
- Una historia de amor: es curioso porque, aunque yo no destacaría el romanticismo como un rasgo común a la mayoría de los humanos... ¡Ay que ver lo que le gusta un amorío al personal! Hasta en series de televisión donde no hay tramas amorosas, los autores de fanfics se dan a la tarea de solucionar ese olvido creando parejas imposibles y maquinando apasionados romances para ellos. Será que, en el fondo, todos soñamos con encontrar a esa persona con la que compartir la vida. La soledad es muy triste 😔. Alejandro tiene a Elena. Con el añadido de que los dos son guapos y jóvenes y dan genial en pantalla. Y, aunque la suya no es una relación fácil, con lo cual ayudan a mantener el interés en la trama, al final terminan juntos y siendo papás del pequeño Joaquín. ¿Quién no queda satisfecho con semejante cierre?
- El mal se representa en una élite poderosa que, al final, recibe su castigo: y, si la paternidad de los protagonistas no es suficiente, la justicia representada en su forma más simple y pura viene a llenar el vacío. Ya se sabe que el poder es injusto, y nos queda muy a desmano al común de los mortales. ¿Para qué queremos a un héroe si no es para que nos proteja de los abusos que sufrimos a manos de los encumbrados?
Por no hablar de que hay montones de obras teatrales de la antigua Roma que siguen este esquema (un clásico) que he expuesto. ¿Se las considera mejor trabajo que La máscara del zorro solo porque el tiempo las ha curtido en una pátina de prestigio? Y, de ser este el caso, ¿no es esa una manera de pensar muy snob?
Por cierto, para concluir, si no has visto La máscara del zorro te la recomiendo. Particularmente si te gusta la novela romántica. El guion bien podría haber sido escrito por Mary Jo Putney o Johanna Lindsey, tiene todo para ser una historia romántica de época como las que ellas escribían 🥰.
sábado, 17 de octubre de 2020
Escribir: ¿Porqué y/o para qué?
La peli en cuestión se titula Atajo a la felicidad, y resulta que me equivoqué de medio a medio con mi primera impresión sobre ella. No me refiero a su calidad, que en eso acerté, sino al género que toca. Su trama no es amorosa, sino que se centra en la vida de un escritor, Jabez Stone (Alec Baldwin). O, mejor dicho, en un aspirante a serlo, porque el buen hombre jamás a publicado y trabaja como dependiente en unos grandes almacenes para ganarse el pan que no puede pagar con su pluma. Aún así, es un buen novelista y él está muy seguro de su potencial.
Lo que sucede es que, claro, ya llega un momento en la vida en el que, por mucho que uno crea en sí mismo, cuando tanto tú como tu trabajo solo os lleváis portazos en las narices... Te acabas quemando. Y esto es lo que le pasa a nuestro prota, el bueno de Jabez. Que se le hinchan las... Pues eso, las narices en las que tantos portazos se ha llevado, cuando un amigo suyo, también escritor, firma un suculento contrato con una editorial para publicar una de sus novelas.
-Vendería mi alma al diablo por ocupar el lugar de...
Pues, como te decía, mira tú por dónde el diablo lo escucha y llama a su puerta (literal), encarnado en el tipazo de Jennifer Love Hewitt, para sellar el acuerdo que tan inconscientemente Jabez ha formulado.
lunes, 12 de octubre de 2020
Lee el primer capítulo de "Los amantes olvidados"
Capítulo 1
Lana
Mis padres
siempre decían que, cuando llegaba un forastero a la vaquería, lo mejor que
podía hacer yo era no sacar la nariz, y por ende el resto del cuerpo, de la
cocina. El confinamiento en esa y no en cualquier otra de las pocas estancias
de nuestra humilde morada se debía a que, según mi madre, «era un lugar en el
que no se le había perdido nada a nadie ajeno a la casa». Lo que se traduce en
que así se aseguraba que mi camino y el del desconocido que venía a perturbar
nuestra paz no se cruzaran.
Al principio, cuando era
una niña pequeña, el empeño por mantenerme oculta me generó algún que otro
complejo.
―¿Soy muy fea? ―solía preguntar.
Estaba segura de que era esa, y no otra, la razón por la que se afanaban en
mantenerme lejos de los ojos de cualquiera que no fuera cercano a la familia y,
por lo mismo, no estuviera obligado a quererme tal como era. Adefesio y
todo.
―Como un conejo desollado ―reía mi
padre, dejando ver su dentadura desgastada por los años y el descuido. Así me
contagiaba la risa y me curaba el trauma. Hasta la próxima vez que el tema
saliera a relucir, al menos.
Cumplidos los diecinueve ya pude
hacerme una idea más precisa del porqué del celo de mis progenitores. Era su
única hija, después de todo. Aunque lo de no ser más agraciada que un conejillo
tampoco era tanta exageración ―en realidad, sí que guardaba cierto parecido con
el simpático animalito; visible en los ojos oscuros y redondos y los dientes de
delante, demasiado grandes― era su pequeña. Un vástago tenido a una edad tardía
por un matrimonio que no había dado prueba de ser muy fértil. Para ellos yo era
un regalo de Dios que había que proteger. El hecho de que me hubieran criado en
una vaquería a las afueras de Pokcham, lo bastante lejos de la pequeña
localidad para que los tres nos convirtiéramos en presa fácil de cualquier
desaprensivo que pasara por allí, era un temor que los perturbaba. Los
salteadores de caminos, vagabundos o prófugos de la justicia son una amenaza
que no conviene descuidar para los que viven lejos de la comunidad, privados de
la seguridad que da el considerarse parte de un grupo.
Pero
ese no era su único miedo, había algo más. Tan pronto me convertí en
adolescente me di cuenta de ello. A la edad en la que la inocencia se va
difuminando mis oídos ponían especial atención a los chismorreos. Muchos de
ellos tenían como protagonistas a muchachas del pueblo, que dejaban sus hogares
―«y en ellos se olvidaban la decencia», agregaban las lenguas por las que sus
historias llegaban a mí― para fugarse con forasteros que las encandilaban con
promesas vacías. No era ajena a esa realidad adulta que todavía se mencionaba
susurrada en mi presencia, como si no debiera saber de ella. El final de la
aventura era siempre el mismo. Pasados unos pocos meses, la protagonista
regresaba a Pokcham con los ojos hinchados por el llanto y el vientre por el
bebé que le crecía dentro. Una deshonra para la familia y, especialmente, para
la infeliz, que quedaba marcada de por vida.
«Ningún
hombre querrá casarse con ella después de lo que ha hecho».
La posibilidad de caer en un destino
similar era un peligro del que siempre me sentí libre. Para empezar, porque el
matrimonio no despertaba en absoluto mi interés. Me daba lo mismo si llegaba el
día en que nadie me quisiera por esposa. Mi plan pasaba por seguir viviendo en
la vaquería, con mis padres, eternamente. Además, me consideraba más
inteligente que cualquiera de esas simples que creyeron ciegamente en lo que
les dijo un hombre. Un hombre es la versión adulta de un muchacho, y yo estaba
segura de conocerlos bien. Solía pasar más tiempo con ellos, jugando y
corriendo los campos como uno más, que con las aburridas niñas con las que mi
madre quería que socializara. Así aprendí que no se puede confiar en el género
masculino, a la menor oportunidad te la juegan. Para ejemplo, el bruto de
Ruslan, que no escatimaba en trampas y embustes. Ese chico nunca jugaba limpio.
¡Jamás!
Pese a todo, esa tarde, como
siempre, obedecí la máxima impuesta en mi hogar cumpliendo presta con el voto
de obediencia que toda buena hija debe a sus padres. Tan pronto como la llamada
sonó en la puerta dejé de zurcir el calcetín del que mis dedos fueron
desahuciados la noche anterior y corrí a la cocina. Aunque me quedé en el
quicio de la puerta, discretamente asomada al salón desde un ángulo en el que
me sabía invisible. Una cosa era no dejarme ver y otra muy distinta no
enterarme de lo que pasaba en mi propia casa. La curiosidad era algo que ni
siquiera el deber filial había podido enmendar en mí, convirtiéndose en otro
rasgo del asalvajamiento del que me
acusaba mi madre.
Supongo que ese fue el momento. El
mismo en el que comenzó esta historia. El engranaje del destino se puso en
funcionamiento cuando mi padre, con su recelo de hombre de campo e imbuido del
papel de protector de su prole, abrió la puerta de nuestra casa a quien pedía
ser recibido en ella. Claro que, como sucede con todo lo importante, no me di
cuenta de lo transcendente del instante hasta mucho tiempo después de que
aconteciera.
A los
veintitrés años mi vida no había variado mucho de la que llevaba a los diez. Y,
aunque no conservo recuerdos de una edad tan temprana, me atrevería a decir que
esta tampoco supuso grandes cambios en comparación con la época en la que fui
un niño de pecho. El celo con el que todos a mi alrededor me trataban era el
mismo. Me sobreprotegían como a un objeto de extremo valor, al que no se le
quita el ojo de encima por temor a que se resquebraje. Pero que, por el mismo
motivo, tampoco se acaricia. No era más que una pieza fundamental en el
organigrama político de mi país. El depositario de un apellido y una estirpe
que tenía la obligación de perpetuar.
Nada más; nada menos.
Así, la estancia en la academia
militar en la que viví los años que marcaron el paso de mi niñez a la edad
adulta fueron un suplicio. La importancia del futuro que me aguardaba llevaba aparejada
la obligación de destacar sobre los demás estudiantes, demostrando
constantemente la valía requerida para el puesto que me aguardaba. Mi tránsito
por los pasillos iba acompañado por la envidia y el temor, únicos camaradas que
tuve en esa época. Mientras la mitad de mis compañeros no perdían la
oportunidad de resaltar cada uno de mis fallos, la otra prefería mantener las
distancias. Tanto en uno como en otro caso el resultado del trato que me
dispensaban era el mismo: una soledad de la que me era imposible desprenderme.
Cuando el mundo se divide entre quienes te temen y los que esperan que seas
mejor que el resto la vida se convierte en un infierno helado.
Recuerdo el día en que finalicé mis
estudios como uno de los más felices. Al fin podría dejar atrás un lugar del
que nunca llegué a sentirme parte y ver el mundo más allá de los confines que
marcaban los límites de la institución. Mi padre había dado orden de que debía
viajar por Bassana, a fin de conocer en profundidad nuestro país. Creí que sería
una aventura pero, en realidad, la experiencia supuso una prolongación de todo
lo que había conocido hasta entonces. Pese a que el celo del régimen mantenía
mi imagen en el anonimato, el coche oficial revelaba mi estatus tanto en las
superpobladas ciudades del centro y el norte como en las villas pequeñas del
sur. En pocos días el peregrinaje por la geografía bassaní me asfixió del mismo
modo que lo hicieron las paredes que me provocaron claustrofobia siendo
adolescente.
El viaje sirvió para que entendiera
lo que sería mi vida. Como un brujo en una bola de cristal me vi caminar hacia
delante, solo, bajo miradas suspicaces o esquivas. Así había sido en el pasado,
así era en el presente y no había razón para que no lo fuera también en el
futuro. A los veintitrés años descubrí el precio que pagan los que por
nacimiento están destinados a la grandeza.
Siempre
me he preguntado si, de no haber sufrido el coche la avería que nos obligó a
hacer una parada en aquella vaquería, habría sido capaz de asimilar lo que supe
desde tan joven. Con frecuencia pienso en cómo habría sido mi vida si nunca la
hubiera conocido.
Lana
―No puedes
dejarlos entrar. No quiero desconocidos en mi casa. ¡No me gusta!
―¿Y qué quieres que haga? ¿Qué les
dé una patada en el culo y los obligue a salir de nuestra tierra? ¿Es que no
has visto el coche? Tiene el emblema del Gobierno.
Mis padres se reunieron conmigo en
la cocina. Aunque no para hacerme compañía. En realidad, pienso que llegaron
allí sin darse cuenta. Empujados por el anonimato en el que pretendían mantener
la conversación que sostenían entre agitados susurros. Tuve el tiempo justo de
correr para alejarme de la puerta, y sentarme inocentemente a la mesa, antes de
que entraran. Una precaución innecesaria. Estoy segura de que, de todos modos,
no repararían en que había estado fisgoneando. Los dos se veían muy ocupados
―ella azuzando a su esposo para que acatara su voluntad y él intentando que
comprendiera que estaba atado de pies y manos― para reparar en nada más.
―¿Y eso les da derecho a tomar mi
casa? ―insistió mi madre que, aunque era una buena mujer, nunca se caracterizó
por ser razonable.
―Pues… ¡Sí, Masha! Eso les da
derecho a hacer lo que les venga en gana. Ya sabes cómo son las cosas en este
país ―concluyó mi padre. Sobre quien, como de costumbre, recaía el papel de
mantener la cordura en nuestro hogar. Lo que ni su mujer ni yo le poníamos
fácil, todo hay que decirlo. Suerte que siempre contó con su buen humor como
baza, de otra manera habría terminado padeciendo úlcera.
―No me gusta, Tosya. No me gusta
nada ―insistió ella, mirándome de reojo.
Como un efecto rebote a sus pupilas
las mías se fijaron en la jarra llena de agua que tenía en frente, sobre la
mesa de la cocina. Toda disimulo, estudié su contenido igual que si fuera la
primera vez que veía algo parecido.
―Ya, mujer. Eso me ha quedado
clarísimo.
―¿Y no vas a hacer nada al respecto?
Por lo general, los deseos de la
señora de la casa eran órdenes. Pero, para variar, esta vez su devoto servidor
parecía tener más miedo de contrariar a otro amo.
―Por supuesto que sí: voy a salir y
los voy a ayudar a descargar el equipaje ―concluyó este, sin demora a la hora
de pasar a la acción.
Fui la única que rio la gracia. Un
fallo que enmendé tan pronto como los ojos de mi madre, esta vez sin disimulos
de ningún tipo, cayeron sobre mí con el apabullante peso de su enojo. Cogí el
vaso en el que un rato antes me había servido un poco de agua de la jarra y lo
volví a llenar. Apurándolo de un trago tan impetuoso que me faltó poco para
atragantarme.
―Tú no te muevas de aquí ―me
advirtió ella, antes de salir de la habitación a la zaga de su marido.
En circunstancias normales habría
protestado. ¡Ya lo creo que lo habría hecho! Si no se me permitía dejar la cocina
cuando había gente extraña en la casa, ¿se suponía que tendría que quedarme ahí
dentro hasta que los que llegaban esa tarde se hubieran ido? ¿Y qué pasaba si
la visita se prolongaba durante días? No pretendían que me enclaustrase entre
fogones, como una sirvienta, hasta entonces, ¿verdad? En cualquier caso,
conocía bien los humores de la mujer que me trajo al mundo y sabía que ese no
era momento de plantearle estas dudas.
Esperé hasta que el sonido de sus
pasos se perdió en la distancia. Entonces me sentí segura para retomar lo que
estaba haciendo antes de que mis progenitores trasladaran la disputa a nuestra
cocina. Me levanté de la silla, con el vaso vacío en una mano y secándome los
labios con el dorso de la otra, y corrí al ventanuco sobre la hornilla de gas.
Me empiné, pues siempre he sido más bien baja, curiosa por descubrir en la
oscura carrocería del coche aparcado fuera la insignia a la que había hecho
referencia mi padre: la flor de Edelweiss, que servía como distintivo al
opresivo Gobierno de Bassana, dibujada en las puertas traseras del vehículo.
No me pareció la gran cosa. Esperaba
que la visión fuera más aterradora, más impactante. A juzgar por el respeto,
rayando en el temor, con el que se trataba en Pokcham a la policía y al cura
―que eran los representantes del Gobierno más cercanos que teníamos en ese
remoto rincón del país― creí que con solo mirar el dibujo un escalofrío me
recorrería de la cabeza a los pies. Igual que me ocurría al ver las tenazas con
las que el doctor Serkin, el médico del pueblo, arrancaba los dientes picados.
A los diecinueve años conservaba la dentadura intacta, sin tener que lamentar
la pérdida de ninguna pieza, pero había acompañado a mi padre a consulta más de
una vez y, pese a no ser la paciente, con solo observar el instrumental me
sentía retorcer las tripas de pura congoja.
Andaba
distraída, pensando en la importancia de cepillarse la dentadura después de
cada comida, cuando una de las puertas, la que tenía el dibujo del Edelweiss
que se veía desde ese ángulo, se abrió. Un muchacho joven, pocos años mayor que
yo, bajó del coche. Tenía el cabello de un desabrido color pelirrojo y la piel
lechosa de los que no están forzados a trabajar al raso para ganarse el pan.
Lo
encontré ridículo, eso fue lo primero que pensé de él. Su cuerpo alto y enjuto,
como de espiga, era desgarbado; torpe. Tan lamentable que ni el elegante traje
hecho a medida que vestía lograba disimularlo. Me pareció el típico señoritingo
de ciudad y, en un arranque de piedad, esperé que solo estuviera de paso. Lo
mejor para él era quedarse por estos lares el menos tiempo posible. Si Ruslan,
o alguno de los borregos que tenía por amigos, lo veían, podía darse por
muerto. Los pajarillos como aquel petirrojo no duraban mucho en Pokcham, en el
pueblo había demasiado aficionado a la caza.
Pese a ser el más joven el chico no
fue a la parte trasera del vehículo para ayudar a mi padre, al chófer que
conducía su coche y al hombre que viajaba con él a sacar sus cosas del
portamaletas. Se quedó parado, observando la vaquería como si no le pareciera
digna de su presencia, mientras los otros trabajaban.
Mandé
la piedad a paseo y deseé que Ruslan estuviera allí, para que le hinchara al
muy idiota esa nariz que su delgadez hacía ver más grande de lo que era. No
solo porque su ridículo aire de superioridad me ofendiera ―que también, mi casa
no tenía nada de malo; hasta contaba con un retrete, al lado del establo― sino
porque me pareció desconsiderado que un joven como él no moviera un dedo para
ayudar a tres hombres entrados en años. Sin embargo, fui la única que le afeó
la soberbia. Como si el mequetrefe tuviera derecho a todo, irrumpió en mi hogar
con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y el gesto arrugado de
quien aspira el fétido aroma de una cochiquera.
Mi
padre fue el último de la comitiva en poner los pies en la que era su
propiedad. Lo hizo acarreando los bultos que aquellos extraños traían.
Evidenciando que, para ellos, no era diferente de un mulo de carga.
Darío
La vivienda
olía a una mezcla de vaca y humano. No sabría decir cuál de las dos especies
era la que sobresalía en el hedor que desprendía el antro, pero el caso era que
allí apestaba. Saqué el pañuelo del bolsillo de mi chaqueta y me lo puse bajo
la nariz, para filtrar el nauseabundo aroma que me estaba taladrando las fosas
nasales. Poco preocupado, y en absoluto cuidadoso, a la hora de no ofender a
mis anfitriones. Había sido educado en la idea de pertenencia a una clase
superior. Mi familia estaba en la cúspide de la pirámide de la organización
social bassaní y esos ancianos solo eran la línea de base del triángulo. No
veía mucha diferencia entre la pareja y las vacas que guardaban en la parte
trasera de la casa, casi en connivencia con ellos.
Decir que no reparé en la expresión
hostil de la mujer cuando Vladislav Gólubev ―ministro de Educación del régimen
y encargado de la expedición por mandato de mi padre―y yo entramos en su casa
sería incierto. Que no le agradaba tenernos allí era demasiado evidente para
pasarlo por alto. Pero, una vez más, sus sentimientos no fueron tema de mi
incumbencia. Darnos hospedaje era una obligación en cuyo cumplimiento sus
preferencias no tenían voz ni voto. Yo era el hijo del Líder de esa nación. Cuanto
había en ella, ya fuera animal, artefacto o persona me pertenecía por derecho.
Aquella mísera vaquería no era una excepción.
A la orden de su esposo la vaquera
nos guio, huraña pero dispuesta, a un cuartito diminuto con una cama,
igualmente minúscula, en el centro; casi llenando el espacio por completo. La
decoración era escasa y austera, pero se notaba en ella un halo infantil. Tuve
la impresión de haber sido llevado al dormitorio de un niño, lo cual me
sorprendió. Habría jurado que el matrimonio estaba más cerca de ser abuelos que
padres.
―Prepara el baño para el joven señor
―exigió mi acompañante, mientras yo seguía estudiando el entorno de espalda a
ellos. No me sorprendió no encontrar ni un miserable libro allí, dudaba mucho
que esa gente fuera capaz de juntar más letras que las que componían sus
nombres―. Asegúrate de que el agua haya hervido y que la pastilla de jabón sea
nueva. ¿Lo has entendido?
Pese a que la mujer no respondió sus
pasos no tardaron en sonar. Pesados y rígidos, para que quedara claro lo poco
complacida que estaba con la situación. Pero, aun así, doblegando su voluntad
ante la obligación una vez más.
―Solo hay una cama ―hice ver al
ministro tan pronto nos quedamos a solas.
―Dormiré en el coche, con el chófer
―repuso él, haciéndose cargo de la situación con su presteza habitual―. De
todos modos, ninguno de los dos descansaremos hasta que la avería esté
solucionada. Con un poco de suerte, mañana podremos seguir nuestro camino.
Asentí una única vez, para demostrar
entendimiento, y él se marchó tras dirigirme una reverencia que ni siquiera vi.
A solas en la habitación me senté en
el borde de la cama. Los muelles se quejaron cuando descargué sobre el colchón
mi peso, pero me importó tan poco como todo lo demás. El colchón también era
mío, tenía suerte de que no lo despreciara y me conformara con descansar sobre
él. No lo hacía por consideración, más bien era cansancio. Estaba francamente
agotado. No por el viaje, no por las semanas de peregrinaje de un lugar a otro.
Aunque no veía la hora de salir de esas recónditas tierras sureñas, para
regresar a la civilización, era otra la causa que me arrastraba al
desfallecimiento. La visión de esa vida mísera, a la que siempre fui
indiferente, empezaba a pasarme factura.
En cierto modo, comenzaba a entender
el desprecio que notaba a veces, engullido por el miedo, en los ojos de esas
gentes. En los de la tosca vaquera que me daba cobijo a regañadientes y tantos
otros como ella.
Lana
―¿Y qué
hacemos con ella?
Mi madre seguía empeñada en usarme
como instrumento para atraer la díscola voluntad de mi padre a su causa. Me
importó poco, no me sentí herida por la utilización. Muy al contrario, me sumé
a su equipo haciendo frente común con ella.
―Sí, eso. ¿Qué haréis conmigo? ―me
di prisa en apropiarme el reproche, escondiéndolo en una pregunta en absoluto
inocente.
Llevaba más de dos horas metida en
la cocina, me había bebido cinco vasos de agua y calentado cubos y cubos para
el baño del idiota larguirucho por cuya culpa me veía forzada a no salir de
esas cuatro paredes. Empezaba a agobiarme. Por no hablar de que mi vejiga me
estaba mandando aviso de que necesitaba usar el espacio en el que el intruso
llevaba una eternidad encerrado. Dándose jabón para desprender la mugre del
viaje de su lechosa piel, igualito que una niña melindrosa.
Mi padre me miró con ojillos
brillantes para suplir la falta de esplendor de su dentadura picada.
―No te preocupes. Te seguiremos
suministrando casa y alimento, como hemos hecho hasta la fecha. Por más fea que
seas, como tus padres estamos obligados a darte sustento.
No me hizo gracia, ni pizca. En otro
momento le habría celebrado el chiste pero, en ese… En ese instante si no le
solté una fresca fue solo por el respeto que le debía como hija.
―Déjate de tonterías, Tosya. La niña
tiene razón.
Mi
madre me rodeó los hombros con un brazo y me atrajo a su costado en un claro
intento de dar pena. No me pareció mala técnica así que, para terminar de
componer nuestra lamentable estampa de desvalidas mujeres, dejé caer la cabeza
en su hombro. Restregando la sien en él igual que un gatito mimoso.
―No
puedes pretender que se quede encerrada aquí hasta que a esos hombres les dé la
gana de irse. La pobre Lana no ha hecho nada por lo que merezca ser privada de
libertad en su propia casa.
¡Bien dicho! Suerte que la tenía a
ella. Mi padre jamás se atrevería a darle largas soltándole chascarrillos, como
hacía conmigo. Le inspiraba el miedo justo para tomársela en serio. Así fue
como nos miró después del alegato de su esposa, con una seriedad que, sin
embargo, no delató que inclinase la balanza a nuestro favor.
―Pues claro que no. La criatura no
va a dormir en la cocina.
La presión que notaba en el bajo
vientre era evidencia de que había otras cosas que no podía hacer allí, donde
guardábamos y preparábamos los alimentos que nos comíamos. Éramos gente
civilizada, pese a lo que esos idiotas de ciudad pensaban de nosotros.
―Y, ¿entonces?
Mi madre me soltó y dio un paso Adelante,
para dirigirse a su esposo en un susurro que oí perfectamente. Era una muchacha
sana, mi audición era impecable y ellos estaban a un paso de distancia de mí.
―Sabes lo inapropiado que es tener
hombres extraños en la casa donde vive una jovencita ―murmuró, empeñada en
preservar un secreto que no lo era―. Tú hija está en la edad en la que las
niñas son fáciles de impresionar.
Le endosó la paternidad en exclusiva
para obligarlo a tomar consciencia de la responsabilidad que implicaba. Él se
asomó al robusto hombro de su mujer y me miró. Seguía serio, pero en sus
pupilas bailaba la chispa de humor que era natural en su carácter.
―¿A ti te ha impresionado el
lagartijo rojo que tenemos en remojo? ―me preguntó con toda la idea.
Debí tomarme unos segundos para
reflexionar la respuesta, meditando si me convenía tirar por la sinceridad o
decantarme por una mentirijilla piadosa. Pero no lo hice. Fiel a la costumbre
presté la garganta al corazón para que se expresara a su antojo. Si alguna vez
he tenido dobleces, a esa edad mi alma aún era lisa como el cristal.
―¡Ni hablar! ―espeté, con la
suficiente contundencia para que la opinión que me merecía ese desconsiderado
quedase clara.
La sonrisa de mi padre, pese a los
pocos dientes que le quedaban en su sitio, fue triunfal.
―¿Lo ves, Masha? Te estás
preocupando por nada. El muchacho es demasiado desabrido para que ninguna niña
se prende de él. Ni siquiera una tan tonta como tu hija ―se mofó,
desentendiéndose de la parte de responsabilidad que tenía en que yo estuviera
en este mundo tal y como antes lo había hecho ella―. En cuanto al otro hombre,
es muy viejo para despertar el interés de ninguna chiquilla. Y el chófer,
bueno, ese ni siquiera se va a quedar en nuestra casa. Me ha dicho que no tiene
intención de apartarse del coche hasta que logre volver a poner en
funcionamiento el motor.
―¡Tosya!
Sobra decir que a mi madre, además
de no tranquilizarla, la reflexión expuesta por mi padre no la satisfizo.
―¡Masha! ―le robó él el turno de
palabra. Impidiéndole alargar una disputa que, por ella, no terminaría nunca―.
Me gusta tan poco como a ti tener a esos extraños bajo mi techo ―dejó claro,
mirándonos a las dos por si acaso lo dudábamos―. Pero no puedo hacer otra cosa,
y lo sabes tan bien como yo. De lo contrario, ya te habrías encargado tú de
largar a esos estirados.
Le puso ante la nariz la evidencia
de que ella era tan consciente de la situación como él mismo, y una mano encima
del hombro.
―Lo
único que podemos hacer es rezar para que no tarden mucho en solucionar la
avería y se vayan cuanto antes. Entonces podremos recuperar la tranquilidad.
Darío
La bañera
fue colocada en un pequeño cuartucho, cerca del establo. Una lamentable
habitación de madera, separada del resto de la casa y no mucho más grande que
una garita. En el suelo, cubierto por tablones, se habría un agujero del que
emanaba un nauseabundo hedor que no dejaba lugar a dudas sobre el uso que esas
gentes daban a la construcción. El tufo debía ser desagradable hasta para los
animales que en ese momento tenía por vecinos y que, en comparación con la irrespirable
atmósfera que llenaba el lugar, me olían bien. Ni siquiera el jabón lograba
mitigar un poco la pestilencia.
Pese a ello, y a mi reticencia
inicial a encerrarme allí dentro, debo admitir que al cabo de unos minutos, que
valieron para insensibilizarme la nariz, el agua caliente hizo su trabajo
ayudándome a relajar tensiones. Dejando de lado la incomodidad de estar metido
en lo que no era mucho más ancho que un barril, el vaho desprendido por el agua
me arrastró al adormilamiento al tiempo que mis músculos parecían derretirse
con el calor. Perdí la noción del tiempo. No sé cuánto estuve ahí, contraído en
una incómoda postura que a la larga me provocaría dolores por todo el cuerpo.
Pero debió ser un buen rato, a juzgar por la escasa luz que se filtraba entre
los tablones que formaban las paredes cuando intenté incorporarme.
Un ruido me sacó de la modorra en la
que estaba sumido y me trajo de vuelta a la deprimente realidad que me rodeaba.
Un sonido apagado, casi imperceptible. Como el caminar arrastrando los pies de
una persona más bien menuda. Inapreciable, pero más que suficiente para
despertar las alarmas de alguien como yo. En la academia militar nos habían
enseñado a estar siempre en guardia. Varios de los compañeros que tuve allí me
ayudaron, con su afición a someterme a jugarretas cuya autoría siempre quedaba
en el anonimato, a convertir la enseñanza en un hábito.
Me levanté y salí de la tina, sin
demorarme en reparos al utilizar la toalla que la dueña de la casa me había
dejado colgada en una percha atornillada a la puerta. Las exigencias habían
pasado a segundo plano. Me sequé y me vestí lo justo, la ropa interior y poco
más. Aunque era verano el clima bassaní nunca se ha caracterizado por ser muy
cálido y, tras la caída del sol, la brisa se volvía demasiado fría para caminar
por ahí medio desnudo. Otro detalle que tampoco tomé en cuenta.
Aguzando el oído me coloqué tras la
puerta y estiré lentamente uno de los brazos, hasta que las yemas de mis dedos
tocaron el pomo. Tenía la respiración contenida para no perderme detalle de los
movimientos que hacía el que estaba del otro lado.
Lana
No aguantaba
más, o lo soltaba de una vez o terminaría reventando por dentro. Así de claro.
Sé que todo el que se haya visto obligado a reprimir la llamada de la
naturaleza alguna vez me entenderá. Comprenderá la desesperación que me
torturaba sin que tenga que entrar en mucho detalle.
Aquel idiota no salía. No lo haría
nunca. ¡Se iba a quedar a vivir en el retrete y yo no tendría más remedio que
regresar al uso de pañales!
Igual
se había muerto. Puede que se hubiera achicharrado con el agua que mi madre me
había hecho hervir. Que Dios me perdone, pero no me pareció una mala cosa. Si
era verdad que ese pelirrojo estaba cadáver en nuestra bañera, con la piel cubierta
por ampollas y quemaduras de tercer grado, no le importaría que entrase un
momento. El tiempo justo para aliviarme. Los difuntos no son tiquismiquis con
estas necesidades tan humanas.
―¡Ayy!
Apreté
los dientes y las rodillas y me arrastré como pude hasta el baño.
No
tenía intención de mirar, de verdad. Allí dentro no había nada que me interesara.
Me había bañado en el río, con los chicos del pueblo, las veces suficientes
para que cualquier curiosidad que pudiera sentir por ellos estuviera saciada.
El que estaba allí dentro no tenía nada de especial o diferente a los que yo
conocía. Cuando me arrimé a una de las rendijas que se abrían entre los
tablones, para mirar dentro, lo hice solo a modo informativo. Nada más.
Necesitaba comprobar si ese estúpido seguía vivo o, como ya había empezado a
sospechar, tuvo la mala ocurrencia de entregar la pelleja en mi casa. ¡En mi
retrete!
Ni
siquiera sé por qué me estoy justificando, si no tuve tiempo de ver nada. Antes
de que pudiera acercar la nariz a la pared del aseo la puerta se abrió y algo
grande y pesado cayó sobre mí, aplastándome contra el tabique. Hasta las vetas
de la madera se volvieron borrosas desde tan cerca y me costó respirar con tan
poco margen para hinchar el pecho. Hice un intento de forcejeo, pero de
inmediato desistí. Me di cuenta de que no era una buena idea. Necesitaba toda
mi fuerza y concentración mental para mantener dentro de mí el líquido que
pugnaba por salir.
―¡¡¡Ayyyyy!!!
―volví a quejarme. Esta vez mucho más cerca de la desesperación que antes.
―¿Quién
eres? ―me preguntó mi captor, de modo autoritario. Sin darme tiempo a responder
antes de lanzarme una nueva cuestión: ―¿Cuál es tu nombre?
Demostrando
que la paciencia no era su fuerte se dejó caer con más contundencia encima de
mí. Presionándome, literalmente, a ofrecerle la información que me demandaba.
No se imaginaba hasta qué punto la táctica podía ser contraproducente.
―Svet-lana…
Soy Svetla-na ―logré decir, usando el poco aire que podía meter en mis
pulmones.
―¿Eres
de la casa? ―volvió a interrogarme y, de no ser porque tenía un asunto de
enjundia del que ocuparme, me habría parecido patético.
¿Qué
pasaba con ese tonto? ¿Se creía el héroe de una película de espías?
Asentí,
notando el rugoso tacto de la pared en la mejilla.
―¿Y
por qué estás husmeando tras las esquinas, como una ladrona? ―insistió él, con
la misma tozudez con la que lo habría hecho mi madre.
Mal
asunto. Gracias a ella conocía bien la constancia que se gastan los obstinados
cuando de obtener respuestas se trata. No les importa invertir el tiempo que
haga falta para conseguir lo que quieren, y a mí el mío se me escurría de un
modo que amenazaba con volverse literal.
Apreté
los muslos a modo de barrera y me restregué contra la pared, en un movimiento nervioso
que pretendía contener el torrente que tenía prisa en escapar de mí.
―El…
retrete ―dije con un hilo de voz.
No
sé si estaba sudando o es que se me saltaron las lágrimas. El caso es que noté
la cara húmeda.
―¿El
retrete?
Además
de persistente, también era de los que gustan de explicaciones largas.
¡Maldita
suerte la mía!
―Te-tengo
que usar el… retrete… Ahora… Yo…
Llegados
a este punto los detalles se volvieron prescindibles.
Él
relajó rápidamente la presión que estaba ejerciendo sobre mí y los dos bajamos
la vista al suelo. Siguiendo el sonido del chorro que se escurría por mis
piernas, que el pantalón corto dejaba al descubierto, para derramarse entre mis
pies.
Deseé
que la tierra me tragara.
No
era una chica tímida. Ni pudorosa. Ni melindrosa. De hecho, carecía de todos
esos rasgos que mi madre consideraba propios del género femenino. Pero, en
aquel instante, me sentí tan vulnerable como cualquiera de las muchachas del
pueblo, cuando el viento les volaba la falda más de la cuenta. Pese a que el
que estaba en ropa interior era él, la que se sintió expuesta fui yo. Por
primera vez, la dignidad se manifestó en mí con el lacerante dolor de saberla
perdida.
El
que tenía detrás se alejó unos pocos pasos. Evidentemente, lo hizo en previsión
de no terminar salpicado. Una precaución que no pude echarle en cara. Entre
otras cosas porque me faltó eso, cara, para mirarlo de frente. Cuando me hube
dado cuenta de que por más que rogase el suelo no se iba a abrir bajo mis
húmedos pies, convertí las manos en dos puños que se engancharon en el bajo de
mi camisa. Con furia, y sin decir nada, eché a correr en dirección a la casa.
Ese
fue el vergonzante final de un primer encuentro nada prometedor.