Lo recuerdo como un sueño. Estuve segura
de que lo era.
Siempre tuve una
imaginación despierta y un cerebro aficionado
a echar horas extras. Seguía trabajando después de que el sopor me arrastrara a
la inconsciencia. Inventando películas, como una guionista desvelada, que se
proyectaban tras mis párpados cerrados. Escenas cotidianas ―a veces salpicadas de surrealismo― en las que me veía a mí misma, como un
espectador que observa a la actriz desde la distancia.
Esa vez no fue diferente.
Mi cuerpo estaba allí; de
pie, al otro lado de la enorme sala. Cubierto con un vestido negro y luciendo
una expresión compungida, acorde con la lúgubre atmósfera del lugar.
¿Un funeral?
Tuve la certeza de que
así era. El instinto me reveló la ubicación, prescindiendo de evidencias. Los
llantos murmurados y los pésames me lo confirmaron.
Mi
imagen echó a andar por el pasillo abierto entre las bancadas. Mi consciencia la
siguió, flotando a su espalda como una cámara de cine que la acompañó ―me
acompañó― al altar coronado por la cruz. Allí estaba el ataúd, abierto.
Emulando a un macabro joyero que guarda esa piedra preciosa que hace de
contrapeso para que nuestras almas no echen a volar al menor soplo de viento.
No
sentí la piel de gallina, ni el corazón se me desbocó dentro del pecho. No
tenía un cuerpo para padecer sensaciones. El mío, en ese momento, era
independiente a mí y se mostraba calmado bajo mi mirada. Pero hubo algo, un
miedo que logró agarrarse a mí a pesar de mi falta de materia.
¿Era
yo la que estaba allí?
Si
aquello era un sueño, sin duda merecía ser llamado pesadilla. Por ello mi
instinto se adelantó, una vez más, para ponerme al corriente de lo que pasaba.
Ese
terror que se había fijado en lo que fuera que quedaba de mí me agobió al
extremo de desear el momento de despertar.
«De un momento a otro. Acabará de un momento a
otro».
―Alba. ―Alguien se acercó a ese yo vacío de mí detenido
frente al ataúd―.
No estés aquí, no es bueno para ti.
Se enganchó de mi brazo y me remolcó
por el pasillo que recorrí unos minutos antes. Ahora, en dirección inversa.
―Siento mucho lo de Inés.
¿Inés? ¿Ella era la muerta?
―Ha sido una tragedia.
El yugo de mi miedo se aflojó.
―Las dos íbamos en ese coche. Me siento
responsable por estar aquí, mientras ella…
―Shhhh… No digas eso.
¡El accidente!
Lo
recordaba. De hecho, era lo último que tenía almacenado en mi memoria.
Las
dos habíamos bebido. Inés manejaba el coche y… después de eso…
¿Qué
pasó? ¡¿Qué?!
No
lograba recordar. Como si, de alguna manera, mi vida hubiera terminado en ese instante.
La
que se suponía que era yo giró el cuello, devolviéndome la mirada. Sus ojos
eran los míos, pero tan vacío que me permitieron ver la sombra de alguien más
escondido tras ellos.
―¡Inés! ―grité. Pero ya no tenía voz, y nadie pudo oírme.
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