Una nieve fina, de copos diminutos como pequeños granos de arroz, comenzó a caer. Igual que si alguien hubiese estado esperando tras una esquina el momento justo para ello. Como en una película, en la que clima se funde con la trama para hacer más intenso lo que el espectador ve en la pantalla. Solo que allí no había un guion, ni nadie que pudiese prever lo que iba a pasar. Solo Jenny lo sabía; había tomado la decisión a solas y en el misma soledad la había guardado en su interior, para ella. Era lo mejor.
Aguardó junto al tiovivo, envuelta en la melodía que acompañaba cada uno de sus giros y las risas de quienes cabalgaban a lomos de sus caballos tallados. Corceles de ensueño para recorrer eso, una fantasía que apenas duraba unos pocos minutos.
Al otro lado de la calle Baro esperaba su turno frente al puesto de algodón dulce. De tanto en tanto giraba el cuello, le regalaba una mirada sobre el hombro y una sonrisa. Mitad disculpa por la tardanza, mitad necesidad de asegurarse de que ella no se había cansado de esperarle. Jenny lo saludaba entonces agitando la mano en el aire. Un adiós, ese era el gesto que se hacía al despedirse. Pero él no parecía entenderlo y era mejor que fuese así. Por lo mismo había preferido guardarse aquello, ese final decidido unilateralmente, solo para ella.
Dicen que el amor basta. Que, si es verdadero y fuerte, puede vencer cualquier obstáculo que se le presente en el camino. Pero es mentira. En el mundo hay demasiadas cosas capaces de triunfar sobre el amor. El ser humano, con su gusto por las normas, los convencionalismos y el decoro así lo había dispuesto. Jenny lo sabía, y Baro... Él también. Aunque fuese lo bastante inconsciente para pensar que podría anteponer sus sentimientos a todo lo demás. No solo en aquel presente edulcorado por el sueño que vivían. También en el futuro, cuando la fantasía hubiese encallado en la realidad.
Al muchacho al fin le llegó su turno y, tras pagar, se dio media vuelta para volver a su lado con una pequeña nube rosada en la mano. Algodón de azúcar. Un símil perfecto de lo que estaban viviendo. Recién nacido ese dulce era esponjoso, bello y casi irreal. Pero, si no se come a su debido tiempo, se marchita. Si uno pretende guardarlo para siempre se echa a perder y termina siendo un triste remedo, raquítico, de lo que fue en su origen.
Eran de mundo distintos. Exponentes de dos razas, dos culturas y hasta dos religiones. Jenny abandonó su Edimburgo natal para trasladarse a aquel país del sudeste asiático llena de ilusión, pero jamás esperó encontrar aquello; conocerlo a él. Era aumentar su historial académico, no hallar a un compañero con el que caminar juntos la senda de la vida, lo que fue a buscar tan lejos.
El algodón de azúcar llegó ante ella salpicado de pequeños copos de nieve, espolvoreado en un irreal azúcar glas. Lo tomó sonriendo, arrebatándolo de las manos de quien lo portaba. Baro se dejó liberar de la livianísima carga que transportaba y pellizcó la cumbre de esa nube para arrancarle un gran pedazo que se metió entero en la boca, dejando que se deshiciese en su paladar. Ansioso, como siempre: desmedido, como en cada cosa que hacía. A los veintidós años aquel muchacho era el paradigma de la juventud. Vivía como si no hubiese un mañana y decidía como si sus acciones no fuesen a repercutir en nadie más. Se olvidaba que tenía una familia, y que en la sociedad en la que había sido criado, a la que pertenecía, ese era el núcleo de todo.
Una chica de clase obrera, blanca, católica e independiente ni encajaba ni sería aceptada en el universo al que pertenecía. No era una suposición, ya había quedado claro. La lucha para lograr lo contrario era, simplemente, un masoquista intento por alargar una agonía que terminaría en muerte. La del sentimiento que los unía. Era imposible sobrevivir en un entorno tan hostil.
―¿Qué quieres montar? ―preguntó despreocupado, risueño y con la boca tomada por el sabor extra dulce del algodón y de su humor.
Jenny sonrió.
―El tiovivio ―respondió ella, consciente de que la atracción quedaba a su espalda.
Era absurdo ir más lejos de donde estaban. Unos minutos para soñar, un paseo irreal por un recorrido artificial. Eso era todo lo que el futuro reservaba para ellos, con eso debían conformarse.
Aquella noche, cuando Baro la dejó frente a la residencia para estudiantes en la que se estaba alojando, Jenny subió a su cuarto solo para recoger el equipaje que ya había preparado.
Su vuelo salía en cuatro horas; el tiempo para soñar había terminado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario