domingo, 8 de noviembre de 2020

Mister Wu, o cómo saber qué cara tendrá tu futuro marido antes de conocerlo

El domingo pasado iba yo caminando con mis auriculares a toda mecha. A este ritmo, me acabaré quedando sorda, porque para que la música se sobreponga al sonido de la ciudad hay que elevarla a unos niveles... En fin, que esa tarde me había dado por rememorar viejas canciones de igualmente viejas pelis románticas. Y así, desgranando las melodías de Notting Hill, entre When You say Nothing At All y She me saltó un anuncio. Nada especial cuando oyes música en youtube, salvo por el carácter del mismo. Eso... digamos que la esencia del spot sí que fue bastante particular. 
La voz de una chica hablando en inglés se coló, tal y como he relatado, entre la de Ronan Keating y Elvis Costelo para hablarme de su primer amor con un tono bien intenso. Cuando me di cuenta de que la muchacha estaba dispuesta a desgranar su historial amoroso me aparté a un lado de la calle y comencé a mirar la pantalla. Reconozco que se ganó mi atención y ya no me bastaba con oír, también quería poner imagen a la mini comedia romántica que la inglesa me estaba soltando de improviso. No es un secreto que siento debilidad por el género. Y juro que, más que un anuncio, aquello tenía pinta de cortometraje.
Tras dos o tres relaciones, resulta que la que había venido a interrumpir mi tarde de música y paseo para contarme su vida en verso se compromete. Y se va de viaje a China; pero sola como la una, no te creas que se lleva al novio. Por lo visto, la chavala dominaba un poquito el mandarín (ahí, como la que dice que chapurrea el francés). Creo recordar que de niña pasó una temporada allí,  por el trabajo de sus padres. Pero eso tampoco importa mucho. Lo que cuenta es que, en un café, ve a un anciano observando fijamente a una joven y dibujando en un papel.


Un retratista,  dirás tú; como dije yo. Pues no, porque el caballero estaba pintando el rostro de un hombre, no el de la joven a la que no quitaba ojo. Raro, ¿no? Pues lo mismo pensó la inglesa y, para regocijo de tú curiosidad de la mía, resultó que no era una chavala tímida y no sentía pudor por abordar a un absoluto desconocido. Sin dudarlo, se acercó al anciano chino y le preguntó que estaba haciendo. A lo que él respondió (insertar música telenovelera aquí, please) que estaba pintando al futuro marido de la muchacha a la que estaba mirando.
😮😮😮😮😮😮😮😮😮😮
¡Toma! Ahí es nada. ¿Cómo te has quedado?
Pues nuestra amiga inglesa lo asimiló con bastante naturalidad, la verdad. Tanto, que hasta le pidió al caballero que le hiciera un retrato de su futuro santo. Claro, la oportunidad la pintan calva; yo habría hecho lo mismo. La mala suerte es que la cara que el dibujante plasmó en el papel... pues no fue la del prometido al que ella no se había llevado de viaje.
¿Ves? Por eso, teniendo en cuenta que ya andaba camino del altar, como quien dice, pues igual habría sido mejor no tentar a la suerte. ¿No?
Total, la tía va y deja al novio (hay que ser un poquito... Un poquito... ¡mala persona!). Y lo mejor es que le sale bien la locura de depositar una fe ciega en un anciano al que acaba de conocer y le ha soltado una chapa difícil de tragar, porque a los meses conoce al hombre que el chino le dibujó. 
Y todo esto es, como ya he dicho, un anuncio de cuatro minutazos. ¿Qué anuncia? Pues Mister Wu. ¿Y qué o quién es Mister Wu? El anciano dibujante, que se ve que se ha modernizado y ha abierto site online para dibujar maridos futuribles a mujeres del mundo entero. Con esto de Internet, el que se cierra puertas es porque quiere. Eso sí, si deseas solicitar sus servicios date prisa, porque el buen hombre tiene su edad y le queda poco tiempo de poder andar con el lápiz en la mano. Además,  creo recordar que no puede hacer más de cinco retratos al día. Cosas de las magias ancestrales, que también se agotan como la batería del móvil. 
Me pareció surrealista, de verdad. Todavía lo estoy intentando digerir, de hecho. Encuentro increíble que a alguien se le haya ocurrido un negocio así y, más aún, que haya gente dispuesta a gastar dinero en un servicio semejante. Luego está el tema del spot, que ya digo que era en plan peli y tuvo que costar lo suyo. 
He buscado información sobre Mister Wu pero no he hallado nada. Tampoco he vuelto a ver el anuncio. Lo único que he encontrado, para corroborar que todo esto que he contado no es fruto de un sueño, es esta página, donde varias personas hablan del anuncio (y no dan crédito, claro). Y, la verdad, la romántica que habita en mí (y que es muy grande para este cuerpo tan pequeño que tengo, metro ochenta debe medir como poco) se ha quedado con las ganas de echarle un ojo al site. Porque aunque sabe que esto es, además de un negocio muy absurdo, un tongo... ¡sería taaaaan bonito que fuera real! 🥰

Simplemente es una idea del tipo de marido que quiero,
un simple esbozo.
Mister Wu, ya sabe usted; tome nota 😛.


Yo,  aunque no llegara nunca a encontrar a mi amor destinado, guardaría su retrato y, con saber cómo es su cara, ya me daría por satisfecha. Sería como conocerlo un poco, aunque no lo conociera de nada.
¡Ay! ¡Qué asco vivir en el mundo real! Con lo bien que se tiene que estar dentro de una comedia romántica. 

sábado, 31 de octubre de 2020

No soy yo (relato)

Lo recuerdo como un sueño. Estuve segura de que lo era.
Siempre tuve una imaginación despierta y un cerebro aficionado a echar horas extras. Seguía trabajando después de que el sopor me arrastrara a la inconsciencia. Inventando películas, como una guionista desvelada, que se proyectaban tras mis párpados cerrados. Escenas cotidianas a veces salpicadas de surrealismo en las que me veía a mí misma, como un espectador que observa a la actriz desde la distancia.
Esa vez no fue diferente.
Mi cuerpo estaba allí; de pie, al otro lado de la enorme sala. Cubierto con un vestido negro y luciendo una expresión compungida, acorde con la lúgubre atmósfera del lugar.
¿Un funeral?
Tuve la certeza de que así era. El instinto me reveló la ubicación, prescindiendo de evidencias. Los llantos murmurados y los pésames me lo confirmaron.
            Mi imagen echó a andar por el pasillo abierto entre las bancadas. Mi consciencia la siguió, flotando a su espalda como una cámara de cine que la acompañó ―me acompañó― al altar coronado por la cruz. Allí estaba el ataúd, abierto. Emulando a un macabro joyero que guarda esa piedra preciosa que hace de contrapeso para que nuestras almas no echen a volar al menor soplo de viento.
            No sentí la piel de gallina, ni el corazón se me desbocó dentro del pecho. No tenía un cuerpo para padecer sensaciones. El mío, en ese momento, era independiente a mí y se mostraba calmado bajo mi mirada. Pero hubo algo, un miedo que logró agarrarse a mí a pesar de mi falta de materia.
            ¿Era yo la que estaba allí?
            Si aquello era un sueño, sin duda merecía ser llamado pesadilla. Por ello mi instinto se adelantó, una vez más, para ponerme al corriente de lo que pasaba.
            Ese terror que se había fijado en lo que fuera que quedaba de mí me agobió al extremo de desear el momento de despertar.
            «De un momento a otro. Acabará de un momento a otro».
            Alba. Alguien se acercó a ese yo vacío de mí detenido frente al ataúd. No estés aquí, no es bueno para ti.
            Se enganchó de mi brazo y me remolcó por el pasillo que recorrí unos minutos antes. Ahora, en dirección inversa.
            Siento mucho lo de Inés.
            ¿Inés? ¿Ella era la muerta?
            Ha sido una tragedia.
            El yugo de mi miedo se aflojó.
            Las dos íbamos en ese coche. Me siento responsable por estar aquí, mientras ella…
            Shhhh… No digas eso.
            ¡El accidente!
Lo recordaba. De hecho, era lo último que tenía almacenado en mi memoria.
Las dos habíamos bebido. Inés manejaba el coche y… después de eso…
¿Qué pasó? ¡¿Qué?!
No lograba recordar. Como si, de alguna manera, mi vida hubiera terminado en ese instante.
La que se suponía que era yo giró el cuello, devolviéndome la mirada. Sus ojos eran los míos, pero tan vacío que me permitieron ver la sombra de alguien más escondido tras ellos.
¡Inés! grité. Pero ya no tenía voz, y nadie pudo oírme.

sábado, 24 de octubre de 2020

Historias "simplonas"

Aquí vengo con una confesión que dejará mi alma al descubierto: necesito tener la tele encendida para hacer las labores domésticas😛. No sé si es una de mis rarezas o algo muy común. Jamás me he parado a preguntarle a mis conocidos si les sucede lo mismo. Pero a mí me hace falta murmullo de voces en la casa para activarme.
Así, hace algunos sábados, buscando sonido ambiente para ver si activaba mi modo ama de casa, me topé con una reposición de La máscara del Zorro en un canal de películas. La pillé casi recién empezada y... bueno, no me pude resistir a verla entera. ¡Hala, a hacer puñetas la limpieza! Total, al día siguiente era domingo 🙄. Y me acordé de no haber hecho lo que tenía agendado para el sábado, obvio. Hay cosas para las que no se reúnen ganas nunca.
No es que esta sea una de mis pelis favoritas, ni nada de eso. Pero, cuando era niña, me gustaba mucho. La verdad es que desde muy corta edad he tenido algo con el señor Antonio Banderas. Solo yo con él, aclaro para que los programas del corazón no empiecen a maquinar 😛. El buen hombre ni siquiera sabe que existo. Pero yo recuerdo que no levantaba dos palmos del suelo (ahora tampoco mido mucho más) y me sonrojaba toda cuando lo veía en la tele. ¡Es taaaaan sexy! A mí me lo parece. Supongo que siempre me han gustado los maduritos. Me pregunto si seguiré igual después de cumplir los ochenta.
A lo que iba; me planté ante la tele, me tragué la peli enterita y... ¡me gustó tanto como antes! Verdaderamente la disfruté. Envidié a Elena (la espectacular Katherine Z. Jones) por ser tan bellísima y ganarse el corazón del héroe; quise ser ella. Me emocioné cuando el Zorro logró su cometido he hizo justicia para su hermano y el pueblo de California. También me planteé si la escena en la que la pareja protagonista pelea a espadazos (eran floretes, no espadas; pero no sé si "a floretazos" es una expresión correcta) en las cuadras sería criticable desde la perspectiva feminista actual. En mi opinión, el héroe se pasa un poco al desvestir y aprovechar para besar a su adversaria a la más mínima oportunidad. Aunque bien es cierto que a ella no parece importarle, como tampoco me habría importado a mí 🙈. 


Aunque, de todas estas cosas que pensé y sentí, la que quiero destacar, y es el origen de esta entrada, es que los entendidos en cine que conozco, directa o indirectamente (vía Instagram), seguramente opinarían que no tengo ningún criterio si digo que me gustó esta película. A ver, razón no les faltaría porque el cine no es materia que yo domine, sino una de esas muchísimas cosas de las que no tengo idea. Pero lo que quiero decir es que La máscara del zorro se considera una de esas historias bazofia producidas para recaudar dinero en taquilla valiéndose de la pocas luces del populacho. 
¿Por qué cuando algo goza del favor mayoritario la intelectualidad le cuelga la etiqueta de superficial? 
Hummm... Creo que esta gente sabe algo que yo desconozco 🤔.  
En realidad, es verdad que el guion reúne todos los ingrediente para ser un éxito. Por ejemplo:
  • Un héroe: el propio Alejandro (el encargado de portar la máscara del Zorro en esta versión que estoy "analizando") lo dice en un momento de la peli, soltando una frase que considero genial: 《el heroísmo es una fantasía romántica》. Lo que, traducido al castellano, viene a decir que es una actitud absolutamente utópica. Todos estamos lejos de ser héroes o heroínas en la vida real. Ni siquiera quienes nos lo parecen desde la distancia encajan por completo en la medida de un papel tan grandilocuente como este. Será por eso que necesitamos tanto de ellos y llenamos la ficción con sus nobles figuras. Todos queremos a alguien que nos salve, o calzarnos los zapatos del salvador. El de esta historia, en concreto, es uno con el que resulta muy sencillo identificarse. El pobre Alejandro no es nadie especial. Adiestrado por el auténtico Zorro queda en evidencia más de una vez porque, si bien es cierto que tiene potencial, no posee un talento innato. Es como cualquiera, también mete la pata y nos reímos de él en más de una ocasión. Así es como se gana nuestra simpatía. 

  • Una historia de amor: es curioso porque, aunque yo no destacaría el romanticismo como un rasgo común a la mayoría de los humanos... ¡Ay que ver lo que le gusta un amorío al personal! Hasta en series de televisión donde no hay tramas amorosas, los autores de fanfics se dan a la tarea de solucionar ese olvido creando parejas imposibles y maquinando apasionados romances para ellos. Será que, en el fondo, todos soñamos con encontrar a esa persona con la que compartir la vida. La soledad es muy triste 😔. Alejandro tiene a Elena. Con el añadido de que los dos son guapos y jóvenes y dan genial en pantalla. Y, aunque la suya no es una relación fácil, con lo  cual ayudan a mantener el interés en la trama, al final terminan juntos y siendo papás del pequeño Joaquín. ¿Quién no queda satisfecho con semejante cierre?
  • El mal se representa en una élite poderosa que, al final, recibe su castigo: y, si la paternidad de los protagonistas no es suficiente, la justicia representada en su forma más simple y pura viene a llenar el vacío. Ya se sabe que el poder es injusto, y nos queda muy a desmano al común de los mortales. ¿Para qué queremos a un héroe si no es para que nos proteja de los abusos que sufrimos a manos de los encumbrados? 

Mezclando todos estos ingredientes es fácil (colocar este adjetivo es demasiado simplista, pero para que nos entendamos) tener un éxito en taquilla o en las librerías. El resultado es el tipo de historias que la mayoría ama (amamos). Algo con lo que es muy sencillo conectar; una trama simplona y poco arriesga. De acuerdo, es verdad, pero... ¿qué hay de malo con eso? Un producto que es capaz de llegar a una mayoría... ¿no es también algo que conecta con las necesidades de la gente? En este caso, la de evasión de la realidad; lo cual me parece fundamental. 
Por no hablar de que hay montones de obras teatrales de la antigua Roma que siguen este esquema (un clásico) que he expuesto. ¿Se las considera mejor trabajo que La máscara del zorro solo porque el tiempo las ha curtido en una pátina de prestigio? Y, de ser este el caso, ¿no es esa una manera de pensar muy snob?
Pregunto, que conste; que yo no tengo ninguna verdad absoluta y lo que expreso en este blog no dejan de ser opiniones muy personales. Sé que solo soy una escritorzucha y que, por lo mismo, mi palabra tiene poco valor, pero no me voy a cansar nunca de defender el papel de las historias que conectan con nuestra fantasía y nos hacen soñar, sin pretender educarnos o aleccionarnos como a ovejas. Entre otras cosas porque no creo que exista ningún escritor (ninguna persona, en realidad) con suficiente autoridad moral para enmendar la plana al resto y ser un ejemplo. 
Por cierto, para concluir, si no has visto La máscara del zorro te la recomiendo. Particularmente si te gusta la novela romántica. El guion bien podría haber sido escrito por Mary Jo Putney o Johanna Lindsey, tiene todo para ser una historia romántica de época  como las que ellas escribían 🥰. 

P.D.: prometo que la próxima entrada no será sobre cine, que llevo dos semanas muy monotemática 😋. Es que, ¡me gusta tanto!

sábado, 17 de octubre de 2020

Escribir: ¿Porqué y/o para qué?

Hoy he visto una película espantosa. Pero muy, muy mala. La verdad es que ya se preveía en los créditos del comienzo, en los que una muñequita generada por ordenador, con una pésima animación, interactuaba con los nombres de los actores y del resto del personal de la producción. Pero seguí pegada a la pantalla de la tele, sin moverme de canal, porque pensé que sería una comedia romántica. Una que aún no había visto, además. No hay mucho material, dentro de este género, que sea inédito para mí. Y me apetecía algo ligerito, así que... En fin, no me voy a justificar; me senté a verla, ya esta.
La peli en cuestión se titula Atajo a la felicidad, y resulta que me equivoqué de medio a medio con mi primera impresión sobre ella. No me refiero a su calidad, que en eso acerté, sino al género que toca. Su trama no es amorosa, sino que se centra en la vida de un escritor, Jabez Stone (Alec Baldwin). O, mejor dicho, en un aspirante a serlo, porque el buen hombre jamás a publicado y trabaja como dependiente en unos grandes almacenes para ganarse el pan que no puede pagar con su pluma. Aún así, es un buen novelista y él está muy seguro de su potencial. 
Lo que sucede es que, claro, ya llega un momento en la vida en el que, por mucho que uno crea en sí mismo, cuando tanto tú como tu trabajo solo os lleváis portazos en las narices... Te acabas quemando. Y esto es lo que le pasa a nuestro prota, el bueno de Jabez. Que se le hinchan las... Pues eso, las narices en las que tantos portazos se ha llevado, cuando un amigo suyo, también escritor, firma un suculento contrato con una editorial para publicar una de sus novelas. 
Está muy feo eso de tener envidia, y más de tus amigos. Pero bueno, un momento de debilidad lo tiene cualquiera y a nuestro héroe la noticia le sienta como un tiro. Así que, al volver a su apartamento, estalla y, en una arranque de enfurecida frustración, lanza la maquina de escribir por la ventana. Con tan mala suerte que el chisme, que no pesa poquito precisamente, va a caer encima de una señora que iba paseando por la calle con su marido. Y la mata, obviamente; a ver quién sobrevive a un porrazo en la cabeza con una Olivetti. PERO...
Tranquilidad, porque justo antes de tirar la máquina de escribir, Jabez había pronunciado unas palabras que desataron una magia antigua y oscura. Palabras que serán el detonante de su historia:
-Vendería mi alma al diablo por ocupar el lugar de...
No recuerdo el nombre, pero se refería al amigo del contrato millonario. Con eso ya tienes todo lo que necesitas saber. 
Pues, como te decía, mira tú por dónde el diablo lo escucha y llama a su puerta (literal), encarnado en el tipazo de Jennifer Love Hewitt, para sellar el acuerdo que tan inconscientemente Jabez ha formulado.



De este modo, la señora que acabó siendo victima del arrebato de ira con máquina de escribir incluido, vuelve a la vida, levantándose del suelo como si solo hubiera tropezado. Y, esa misma noche, nuestro chico inicia una carrera de éxito como escritor. Tanto, que incluso Tom Cruise adquiere los derechos de su primera novela para hacer una peli. Una malísima, eso sí, y con unas lamentables críticas. Tan malas como las que suelen tener los libros de nuestro protagonista, aunque se vendan como churros. Digamos que Jabez no está muy valorado entre sus compañeros de letras. Lo que, sin embargo, no impide que se lleve un montón de premios porque, como ya sabemos, en estos tiempos modernos la fama es mejor reclamo que el talento. La cuestión está en si a la persona que ostenta tanta popularidad le compensa tenerla aún sabiéndola inmerecida. 
¿Vale la pena el éxito a cualquier precio? He aquí el gran dilema que nos plantea la película.
Para mí, la respuesta es clara: por supuesto que no. Pero, por si hay gente más indecisa que yo, el guion sigue ahondando en el tema. Para ello, la cinta muestra como el amigo cuyo lugar en la vida quiso ocupar Jabez cae en desgracia. El hombre termina destrozado como autor, acusado de plagio, y finalmente muere atropellado por un taxi. El mismo que pretendía tomar, dando un claro ejemplo de esperpento y mala suerte. El colmo de la desgracia justificado por la diablesa Jennifer con la siguiente afirmación:
-Para que uno triunfe otro debe fracasar. 
Menuda filosofía, ¿no? Yo, por si acaso (ya sabes, todo lo de la ley del Karma, y eso) sigo defendiendo que mejor te fijes en lo que haces tú y no te ocupes de lo que consiguen los demás. Me parece mucho más sano.
El caso es que nuestro escritor va perdiendo a aquellos que apreciaba, al tiempo que gana esa fama vacía de talento. Es entonces cuando empieza a desear volver a ser quien era antes: el escritor fracasado que vendía corbatas para sobrevivir. También es en este momento de crisis existencial cuando se reencuentra con un editor (con la cara de Anthony Hopkins) que, en su día, rechazó su novela.
Sí, sí; el elenco de la peli es buenísimo. Lo infumable  es el resultado final de la misma.
En fin, resumo rápido. Resulta que el editor también vendió su alma al diablo, por eso ha calado a Jabez desde el principio y sabe qué hay tras su éxito. Pero, en vez de enemistarse, los dos, hartos de estar entre las garras de la sexy Satanás que los ha liado, se alían para romper el contrato que une a nuestro escritor con esta vil criatura. De ese modo, también Hopkins podrá deshacerse de ella. Es un dos por uno, ganan ambos.
Ni cortos ni perezosos, llevan a la diablesa a juicio (¿qué? ¿exagero al decir que es una peli horrible?). Un contencioso que tiene lugar en el inframundo, claro está. Con un jurado popular formado por Oscar Wilde, Hemingway, Truman Capote... Y en el que el juez es, ni más ni menos, que el amigo  escritor que terminó debajo de un taxi, en vez de en el asiento del pasajero. 
Pues sí; Jabez lo tiene chungo. Suerte que cuenta con la ayuda de Hopkins como letrado, quien hace una defensa impecable de su caso. 
Aquí sucede lo verdaderamente interesante de la peli, y la razón por la que estoy escribiendo esta entrada. ¡Ay! ¡Mis larguísimas introducciones y yo!🤦‍♀️
Frente al tribunal de famosos y reconocidos literatos, Hopkins expone el caso de su cliente: un escritor que sueña con ser leído y que sus historias lleguen a millones de personas. Porque para eso escribimos todos, no nos engañemos. Los escritores necesitamos lectores. Gente a la que comunicar nuestro punto de vista; nuestros sentimientos y pensamientos. Pero si el autor no tiene alma... ¿qué podría escribir?
Ya digo que la película es malísima. Lo he repetido tanto, a lo largo de esta entrada, que me estoy haciendo pesadísima. Aún así, más allá del lamentable resultado en pantalla, el guion se basa en una muy buena idea. En una gran verdad que me deja entrever los sentimientos de quien (o quienes) lo escribió. 
A él (ella o ellos) le digo, de escritor a escritor: te entiendo perfectamente, hermano 👊. Yo sé por lo que has pasado y cómo surgió la inspiración para esta historia. Lo sé porque este guionista ha dejado parte de su alma, de sus vivencias como autor, en su guion. Como hacemos todos con nuestros textos. Lo curioso de escribir, concretamente de escribir ficción, es que hablas de personas que no existen y situaciones inventadas. Sin embargo, es sobre ti sobre quien estas escribiendo. 
Por ejemplo, hay tanto de mí en mis novelas, en esas historias inventadas, que al releerlas puedo encontrar en sus páginas a mi yo del pasado. Igual que si tuviera entre mis manos un viejo diario. 
Es por esto que sí, aunque es obvio que queremos ser leídos, nuestra necesidad no está motivada por la vanidad. No buscamos presumir ante nuestros conocidos y amigos una lista de logros literarios. El éxito no es eso. Lo que queremos es comunicarnos y transmitir una idea; con la esperanza de que, quizás, alguien allí fuera, al otro lado de la página, nos entienda. 
Para eso se escribe; por eso escribimos: para desahogarnos del océano que nos inunda por dentro. Conviene no perder de vista este objetivo. 
Por cierto, por si te quedas con la duda, te cuento de Jabez recupera su alma y retoma su vida desde donde la dejó antes de firma el peor contrato de su vida. 
¿No te parece un estupendo mensaje? Yo, de ahora en adelante, me pararía dos veces a pensar si merecen la pena las perdidas que puedo tener al correr tras un sueño que, en realidad, solo es una absurda muestra de ambición y vanidad😉. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Lee el primer capítulo de "Los amantes olvidados"


 Capítulo 1


Lana

Mis padres siempre decían que, cuando llegaba un forastero a la vaquería, lo mejor que podía hacer yo era no sacar la nariz, y por ende el resto del cuerpo, de la cocina. El confinamiento en esa y no en cualquier otra de las pocas estancias de nuestra humilde morada se debía a que, según mi madre, «era un lugar en el que no se le había perdido nada a nadie ajeno a la casa». Lo que se traduce en que así se aseguraba que mi camino y el del desconocido que venía a perturbar nuestra paz no se cruzaran.

            Al principio, cuando era una niña pequeña, el empeño por mantenerme oculta me generó algún que otro complejo.

            ―¿Soy muy fea? ―solía preguntar. Estaba segura de que era esa, y no otra, la razón por la que se afanaban en mantenerme lejos de los ojos de cualquiera que no fuera cercano a la familia y, por lo mismo, no estuviera obligado a quererme tal como era. Adefesio y todo. 

            ―Como un conejo desollado ―reía mi padre, dejando ver su dentadura desgastada por los años y el descuido. Así me contagiaba la risa y me curaba el trauma. Hasta la próxima vez que el tema saliera a relucir, al menos. 

            Cumplidos los diecinueve ya pude hacerme una idea más precisa del porqué del celo de mis progenitores. Era su única hija, después de todo. Aunque lo de no ser más agraciada que un conejillo tampoco era tanta exageración ―en realidad, sí que guardaba cierto parecido con el simpático animalito; visible en los ojos oscuros y redondos y los dientes de delante, demasiado grandes― era su pequeña. Un vástago tenido a una edad tardía por un matrimonio que no había dado prueba de ser muy fértil. Para ellos yo era un regalo de Dios que había que proteger. El hecho de que me hubieran criado en una vaquería a las afueras de Pokcham, lo bastante lejos de la pequeña localidad para que los tres nos convirtiéramos en presa fácil de cualquier desaprensivo que pasara por allí, era un temor que los perturbaba. Los salteadores de caminos, vagabundos o prófugos de la justicia son una amenaza que no conviene descuidar para los que viven lejos de la comunidad, privados de la seguridad que da el considerarse parte de un grupo.

Pero ese no era su único miedo, había algo más. Tan pronto me convertí en adolescente me di cuenta de ello. A la edad en la que la inocencia se va difuminando mis oídos ponían especial atención a los chismorreos. Muchos de ellos tenían como protagonistas a muchachas del pueblo, que dejaban sus hogares ―«y en ellos se olvidaban la decencia», agregaban las lenguas por las que sus historias llegaban a mí― para fugarse con forasteros que las encandilaban con promesas vacías. No era ajena a esa realidad adulta que todavía se mencionaba susurrada en mi presencia, como si no debiera saber de ella. El final de la aventura era siempre el mismo. Pasados unos pocos meses, la protagonista regresaba a Pokcham con los ojos hinchados por el llanto y el vientre por el bebé que le crecía dentro. Una deshonra para la familia y, especialmente, para la infeliz, que quedaba marcada de por vida.

«Ningún hombre querrá casarse con ella después de lo que ha hecho».

            La posibilidad de caer en un destino similar era un peligro del que siempre me sentí libre. Para empezar, porque el matrimonio no despertaba en absoluto mi interés. Me daba lo mismo si llegaba el día en que nadie me quisiera por esposa. Mi plan pasaba por seguir viviendo en la vaquería, con mis padres, eternamente. Además, me consideraba más inteligente que cualquiera de esas simples que creyeron ciegamente en lo que les dijo un hombre. Un hombre es la versión adulta de un muchacho, y yo estaba segura de conocerlos bien. Solía pasar más tiempo con ellos, jugando y corriendo los campos como uno más, que con las aburridas niñas con las que mi madre quería que socializara. Así aprendí que no se puede confiar en el género masculino, a la menor oportunidad te la juegan. Para ejemplo, el bruto de Ruslan, que no escatimaba en trampas y embustes. Ese chico nunca jugaba limpio. ¡Jamás!

            Pese a todo, esa tarde, como siempre, obedecí la máxima impuesta en mi hogar cumpliendo presta con el voto de obediencia que toda buena hija debe a sus padres. Tan pronto como la llamada sonó en la puerta dejé de zurcir el calcetín del que mis dedos fueron desahuciados la noche anterior y corrí a la cocina. Aunque me quedé en el quicio de la puerta, discretamente asomada al salón desde un ángulo en el que me sabía invisible. Una cosa era no dejarme ver y otra muy distinta no enterarme de lo que pasaba en mi propia casa. La curiosidad era algo que ni siquiera el deber filial había podido enmendar en mí, convirtiéndose en otro rasgo del asalvajamiento del que me acusaba mi madre.

            Supongo que ese fue el momento. El mismo en el que comenzó esta historia. El engranaje del destino se puso en funcionamiento cuando mi padre, con su recelo de hombre de campo e imbuido del papel de protector de su prole, abrió la puerta de nuestra casa a quien pedía ser recibido en ella. Claro que, como sucede con todo lo importante, no me di cuenta de lo transcendente del instante hasta mucho tiempo después de que aconteciera.

 

 

Darío

A los veintitrés años mi vida no había variado mucho de la que llevaba a los diez. Y, aunque no conservo recuerdos de una edad tan temprana, me atrevería a decir que esta tampoco supuso grandes cambios en comparación con la época en la que fui un niño de pecho. El celo con el que todos a mi alrededor me trataban era el mismo. Me sobreprotegían como a un objeto de extremo valor, al que no se le quita el ojo de encima por temor a que se resquebraje. Pero que, por el mismo motivo, tampoco se acaricia. No era más que una pieza fundamental en el organigrama político de mi país. El depositario de un apellido y una estirpe que tenía la obligación de perpetuar.

            Nada más; nada menos.

            Así, la estancia en la academia militar en la que viví los años que marcaron el paso de mi niñez a la edad adulta fueron un suplicio. La importancia del futuro que me aguardaba llevaba aparejada la obligación de destacar sobre los demás estudiantes, demostrando constantemente la valía requerida para el puesto que me aguardaba. Mi tránsito por los pasillos iba acompañado por la envidia y el temor, únicos camaradas que tuve en esa época. Mientras la mitad de mis compañeros no perdían la oportunidad de resaltar cada uno de mis fallos, la otra prefería mantener las distancias. Tanto en uno como en otro caso el resultado del trato que me dispensaban era el mismo: una soledad de la que me era imposible desprenderme. Cuando el mundo se divide entre quienes te temen y los que esperan que seas mejor que el resto la vida se convierte en un infierno helado.

            Recuerdo el día en que finalicé mis estudios como uno de los más felices. Al fin podría dejar atrás un lugar del que nunca llegué a sentirme parte y ver el mundo más allá de los confines que marcaban los límites de la institución. Mi padre había dado orden de que debía viajar por Bassana, a fin de conocer en profundidad nuestro país. Creí que sería una aventura pero, en realidad, la experiencia supuso una prolongación de todo lo que había conocido hasta entonces. Pese a que el celo del régimen mantenía mi imagen en el anonimato, el coche oficial revelaba mi estatus tanto en las superpobladas ciudades del centro y el norte como en las villas pequeñas del sur. En pocos días el peregrinaje por la geografía bassaní me asfixió del mismo modo que lo hicieron las paredes que me provocaron claustrofobia siendo adolescente. 

            El viaje sirvió para que entendiera lo que sería mi vida. Como un brujo en una bola de cristal me vi caminar hacia delante, solo, bajo miradas suspicaces o esquivas. Así había sido en el pasado, así era en el presente y no había razón para que no lo fuera también en el futuro. A los veintitrés años descubrí el precio que pagan los que por nacimiento están destinados a la grandeza.

Siempre me he preguntado si, de no haber sufrido el coche la avería que nos obligó a hacer una parada en aquella vaquería, habría sido capaz de asimilar lo que supe desde tan joven. Con frecuencia pienso en cómo habría sido mi vida si nunca la hubiera conocido.

 

 

Lana

―No puedes dejarlos entrar. No quiero desconocidos en mi casa. ¡No me gusta!

            ―¿Y qué quieres que haga? ¿Qué les dé una patada en el culo y los obligue a salir de nuestra tierra? ¿Es que no has visto el coche? Tiene el emblema del Gobierno.

            Mis padres se reunieron conmigo en la cocina. Aunque no para hacerme compañía. En realidad, pienso que llegaron allí sin darse cuenta. Empujados por el anonimato en el que pretendían mantener la conversación que sostenían entre agitados susurros. Tuve el tiempo justo de correr para alejarme de la puerta, y sentarme inocentemente a la mesa, antes de que entraran. Una precaución innecesaria. Estoy segura de que, de todos modos, no repararían en que había estado fisgoneando. Los dos se veían muy ocupados ―ella azuzando a su esposo para que acatara su voluntad y él intentando que comprendiera que estaba atado de pies y manos― para reparar en nada más.

            ―¿Y eso les da derecho a tomar mi casa? ―insistió mi madre que, aunque era una buena mujer, nunca se caracterizó por ser razonable.

            ―Pues… ¡Sí, Masha! Eso les da derecho a hacer lo que les venga en gana. Ya sabes cómo son las cosas en este país ―concluyó mi padre. Sobre quien, como de costumbre, recaía el papel de mantener la cordura en nuestro hogar. Lo que ni su mujer ni yo le poníamos fácil, todo hay que decirlo. Suerte que siempre contó con su buen humor como baza, de otra manera habría terminado padeciendo úlcera.

            ―No me gusta, Tosya. No me gusta nada ―insistió ella, mirándome de reojo.

            Como un efecto rebote a sus pupilas las mías se fijaron en la jarra llena de agua que tenía en frente, sobre la mesa de la cocina. Toda disimulo, estudié su contenido igual que si fuera la primera vez que veía algo parecido.

            ―Ya, mujer. Eso me ha quedado clarísimo.

            ―¿Y no vas a hacer nada al respecto?

            Por lo general, los deseos de la señora de la casa eran órdenes. Pero, para variar, esta vez su devoto servidor parecía tener más miedo de contrariar a otro amo.

            ―Por supuesto que sí: voy a salir y los voy a ayudar a descargar el equipaje ―concluyó este, sin demora a la hora de pasar a la acción.

            Fui la única que rio la gracia. Un fallo que enmendé tan pronto como los ojos de mi madre, esta vez sin disimulos de ningún tipo, cayeron sobre mí con el apabullante peso de su enojo. Cogí el vaso en el que un rato antes me había servido un poco de agua de la jarra y lo volví a llenar. Apurándolo de un trago tan impetuoso que me faltó poco para atragantarme.

            ―Tú no te muevas de aquí ―me advirtió ella, antes de salir de la habitación a la zaga de su marido. 

            En circunstancias normales habría protestado. ¡Ya lo creo que lo habría hecho! Si no se me permitía dejar la cocina cuando había gente extraña en la casa, ¿se suponía que tendría que quedarme ahí dentro hasta que los que llegaban esa tarde se hubieran ido? ¿Y qué pasaba si la visita se prolongaba durante días? No pretendían que me enclaustrase entre fogones, como una sirvienta, hasta entonces, ¿verdad? En cualquier caso, conocía bien los humores de la mujer que me trajo al mundo y sabía que ese no era momento de plantearle estas dudas.

            Esperé hasta que el sonido de sus pasos se perdió en la distancia. Entonces me sentí segura para retomar lo que estaba haciendo antes de que mis progenitores trasladaran la disputa a nuestra cocina. Me levanté de la silla, con el vaso vacío en una mano y secándome los labios con el dorso de la otra, y corrí al ventanuco sobre la hornilla de gas. Me empiné, pues siempre he sido más bien baja, curiosa por descubrir en la oscura carrocería del coche aparcado fuera la insignia a la que había hecho referencia mi padre: la flor de Edelweiss, que servía como distintivo al opresivo Gobierno de Bassana, dibujada en las puertas traseras del vehículo.

            No me pareció la gran cosa. Esperaba que la visión fuera más aterradora, más impactante. A juzgar por el respeto, rayando en el temor, con el que se trataba en Pokcham a la policía y al cura ―que eran los representantes del Gobierno más cercanos que teníamos en ese remoto rincón del país― creí que con solo mirar el dibujo un escalofrío me recorrería de la cabeza a los pies. Igual que me ocurría al ver las tenazas con las que el doctor Serkin, el médico del pueblo, arrancaba los dientes picados. A los diecinueve años conservaba la dentadura intacta, sin tener que lamentar la pérdida de ninguna pieza, pero había acompañado a mi padre a consulta más de una vez y, pese a no ser la paciente, con solo observar el instrumental me sentía retorcer las tripas de pura congoja.

Andaba distraída, pensando en la importancia de cepillarse la dentadura después de cada comida, cuando una de las puertas, la que tenía el dibujo del Edelweiss que se veía desde ese ángulo, se abrió. Un muchacho joven, pocos años mayor que yo, bajó del coche. Tenía el cabello de un desabrido color pelirrojo y la piel lechosa de los que no están forzados a trabajar al raso para ganarse el pan.

Lo encontré ridículo, eso fue lo primero que pensé de él. Su cuerpo alto y enjuto, como de espiga, era desgarbado; torpe. Tan lamentable que ni el elegante traje hecho a medida que vestía lograba disimularlo. Me pareció el típico señoritingo de ciudad y, en un arranque de piedad, esperé que solo estuviera de paso. Lo mejor para él era quedarse por estos lares el menos tiempo posible. Si Ruslan, o alguno de los borregos que tenía por amigos, lo veían, podía darse por muerto. Los pajarillos como aquel petirrojo no duraban mucho en Pokcham, en el pueblo había demasiado aficionado a la caza.

            Pese a ser el más joven el chico no fue a la parte trasera del vehículo para ayudar a mi padre, al chófer que conducía su coche y al hombre que viajaba con él a sacar sus cosas del portamaletas. Se quedó parado, observando la vaquería como si no le pareciera digna de su presencia, mientras los otros trabajaban.

Mandé la piedad a paseo y deseé que Ruslan estuviera allí, para que le hinchara al muy idiota esa nariz que su delgadez hacía ver más grande de lo que era. No solo porque su ridículo aire de superioridad me ofendiera ―que también, mi casa no tenía nada de malo; hasta contaba con un retrete, al lado del establo― sino porque me pareció desconsiderado que un joven como él no moviera un dedo para ayudar a tres hombres entrados en años. Sin embargo, fui la única que le afeó la soberbia. Como si el mequetrefe tuviera derecho a todo, irrumpió en mi hogar con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y el gesto arrugado de quien aspira el fétido aroma de una cochiquera.

Mi padre fue el último de la comitiva en poner los pies en la que era su propiedad. Lo hizo acarreando los bultos que aquellos extraños traían. Evidenciando que, para ellos, no era diferente de un mulo de carga.

 

 

Darío

La vivienda olía a una mezcla de vaca y humano. No sabría decir cuál de las dos especies era la que sobresalía en el hedor que desprendía el antro, pero el caso era que allí apestaba. Saqué el pañuelo del bolsillo de mi chaqueta y me lo puse bajo la nariz, para filtrar el nauseabundo aroma que me estaba taladrando las fosas nasales. Poco preocupado, y en absoluto cuidadoso, a la hora de no ofender a mis anfitriones. Había sido educado en la idea de pertenencia a una clase superior. Mi familia estaba en la cúspide de la pirámide de la organización social bassaní y esos ancianos solo eran la línea de base del triángulo. No veía mucha diferencia entre la pareja y las vacas que guardaban en la parte trasera de la casa, casi en connivencia con ellos.

            Decir que no reparé en la expresión hostil de la mujer cuando Vladislav Gólubev ―ministro de Educación del régimen y encargado de la expedición por mandato de mi padre―y yo entramos en su casa sería incierto. Que no le agradaba tenernos allí era demasiado evidente para pasarlo por alto. Pero, una vez más, sus sentimientos no fueron tema de mi incumbencia. Darnos hospedaje era una obligación en cuyo cumplimiento sus preferencias no tenían voz ni voto. Yo era el hijo del Líder de esa nación. Cuanto había en ella, ya fuera animal, artefacto o persona me pertenecía por derecho. Aquella mísera vaquería no era una excepción.

            A la orden de su esposo la vaquera nos guio, huraña pero dispuesta, a un cuartito diminuto con una cama, igualmente minúscula, en el centro; casi llenando el espacio por completo. La decoración era escasa y austera, pero se notaba en ella un halo infantil. Tuve la impresión de haber sido llevado al dormitorio de un niño, lo cual me sorprendió. Habría jurado que el matrimonio estaba más cerca de ser abuelos que padres.

            ―Prepara el baño para el joven señor ―exigió mi acompañante, mientras yo seguía estudiando el entorno de espalda a ellos. No me sorprendió no encontrar ni un miserable libro allí, dudaba mucho que esa gente fuera capaz de juntar más letras que las que componían sus nombres―. Asegúrate de que el agua haya hervido y que la pastilla de jabón sea nueva. ¿Lo has entendido?

            Pese a que la mujer no respondió sus pasos no tardaron en sonar. Pesados y rígidos, para que quedara claro lo poco complacida que estaba con la situación. Pero, aun así, doblegando su voluntad ante la obligación una vez más.

            ―Solo hay una cama ―hice ver al ministro tan pronto nos quedamos a solas.

            ―Dormiré en el coche, con el chófer ―repuso él, haciéndose cargo de la situación con su presteza habitual―. De todos modos, ninguno de los dos descansaremos hasta que la avería esté solucionada. Con un poco de suerte, mañana podremos seguir nuestro camino.

            Asentí una única vez, para demostrar entendimiento, y él se marchó tras dirigirme una reverencia que ni siquiera vi.

            A solas en la habitación me senté en el borde de la cama. Los muelles se quejaron cuando descargué sobre el colchón mi peso, pero me importó tan poco como todo lo demás. El colchón también era mío, tenía suerte de que no lo despreciara y me conformara con descansar sobre él. No lo hacía por consideración, más bien era cansancio. Estaba francamente agotado. No por el viaje, no por las semanas de peregrinaje de un lugar a otro. Aunque no veía la hora de salir de esas recónditas tierras sureñas, para regresar a la civilización, era otra la causa que me arrastraba al desfallecimiento. La visión de esa vida mísera, a la que siempre fui indiferente, empezaba a pasarme factura.

            En cierto modo, comenzaba a entender el desprecio que notaba a veces, engullido por el miedo, en los ojos de esas gentes. En los de la tosca vaquera que me daba cobijo a regañadientes y tantos otros como ella.

 

 

Lana

―¿Y qué hacemos con ella?

            Mi madre seguía empeñada en usarme como instrumento para atraer la díscola voluntad de mi padre a su causa. Me importó poco, no me sentí herida por la utilización. Muy al contrario, me sumé a su equipo haciendo frente común con ella.

            ―Sí, eso. ¿Qué haréis conmigo? ―me di prisa en apropiarme el reproche, escondiéndolo en una pregunta en absoluto inocente.

            Llevaba más de dos horas metida en la cocina, me había bebido cinco vasos de agua y calentado cubos y cubos para el baño del idiota larguirucho por cuya culpa me veía forzada a no salir de esas cuatro paredes. Empezaba a agobiarme. Por no hablar de que mi vejiga me estaba mandando aviso de que necesitaba usar el espacio en el que el intruso llevaba una eternidad encerrado. Dándose jabón para desprender la mugre del viaje de su lechosa piel, igualito que una niña melindrosa.

            Mi padre me miró con ojillos brillantes para suplir la falta de esplendor de su dentadura picada.

            ―No te preocupes. Te seguiremos suministrando casa y alimento, como hemos hecho hasta la fecha. Por más fea que seas, como tus padres estamos obligados a darte sustento.

            No me hizo gracia, ni pizca. En otro momento le habría celebrado el chiste pero, en ese… En ese instante si no le solté una fresca fue solo por el respeto que le debía como hija.

            ―Déjate de tonterías, Tosya. La niña tiene razón.

Mi madre me rodeó los hombros con un brazo y me atrajo a su costado en un claro intento de dar pena. No me pareció mala técnica así que, para terminar de componer nuestra lamentable estampa de desvalidas mujeres, dejé caer la cabeza en su hombro. Restregando la sien en él igual que un gatito mimoso.

―No puedes pretender que se quede encerrada aquí hasta que a esos hombres les dé la gana de irse. La pobre Lana no ha hecho nada por lo que merezca ser privada de libertad en su propia casa.

            ¡Bien dicho! Suerte que la tenía a ella. Mi padre jamás se atrevería a darle largas soltándole chascarrillos, como hacía conmigo. Le inspiraba el miedo justo para tomársela en serio. Así fue como nos miró después del alegato de su esposa, con una seriedad que, sin embargo, no delató que inclinase la balanza a nuestro favor.

            ―Pues claro que no. La criatura no va a dormir en la cocina.

            La presión que notaba en el bajo vientre era evidencia de que había otras cosas que no podía hacer allí, donde guardábamos y preparábamos los alimentos que nos comíamos. Éramos gente civilizada, pese a lo que esos idiotas de ciudad pensaban de nosotros.

            ―Y, ¿entonces?

            Mi madre me soltó y dio un paso Adelante, para dirigirse a su esposo en un susurro que oí perfectamente. Era una muchacha sana, mi audición era impecable y ellos estaban a un paso de distancia de mí.

            ―Sabes lo inapropiado que es tener hombres extraños en la casa donde vive una jovencita ―murmuró, empeñada en preservar un secreto que no lo era―. Tú hija está en la edad en la que las niñas son fáciles de impresionar.

            Le endosó la paternidad en exclusiva para obligarlo a tomar consciencia de la responsabilidad que implicaba. Él se asomó al robusto hombro de su mujer y me miró. Seguía serio, pero en sus pupilas bailaba la chispa de humor que era natural en su carácter.

            ―¿A ti te ha impresionado el lagartijo rojo que tenemos en remojo? ―me preguntó con toda la idea.

            Debí tomarme unos segundos para reflexionar la respuesta, meditando si me convenía tirar por la sinceridad o decantarme por una mentirijilla piadosa. Pero no lo hice. Fiel a la costumbre presté la garganta al corazón para que se expresara a su antojo. Si alguna vez he tenido dobleces, a esa edad mi alma aún era lisa como el cristal.

            ―¡Ni hablar! ―espeté, con la suficiente contundencia para que la opinión que me merecía ese desconsiderado quedase clara.

            La sonrisa de mi padre, pese a los pocos dientes que le quedaban en su sitio, fue triunfal.

            ―¿Lo ves, Masha? Te estás preocupando por nada. El muchacho es demasiado desabrido para que ninguna niña se prende de él. Ni siquiera una tan tonta como tu hija ―se mofó, desentendiéndose de la parte de responsabilidad que tenía en que yo estuviera en este mundo tal y como antes lo había hecho ella―. En cuanto al otro hombre, es muy viejo para despertar el interés de ninguna chiquilla. Y el chófer, bueno, ese ni siquiera se va a quedar en nuestra casa. Me ha dicho que no tiene intención de apartarse del coche hasta que logre volver a poner en funcionamiento el motor.

            ―¡Tosya!

            Sobra decir que a mi madre, además de no tranquilizarla, la reflexión expuesta por mi padre no la satisfizo.

            ―¡Masha! ―le robó él el turno de palabra. Impidiéndole alargar una disputa que, por ella, no terminaría nunca―. Me gusta tan poco como a ti tener a esos extraños bajo mi techo ―dejó claro, mirándonos a las dos por si acaso lo dudábamos―. Pero no puedo hacer otra cosa, y lo sabes tan bien como yo. De lo contrario, ya te habrías encargado tú de largar a esos estirados.

            Le puso ante la nariz la evidencia de que ella era tan consciente de la situación como él mismo, y una mano encima del hombro.

            ―Lo único que podemos hacer es rezar para que no tarden mucho en solucionar la avería y se vayan cuanto antes. Entonces podremos recuperar la tranquilidad.

 

 

Darío

La bañera fue colocada en un pequeño cuartucho, cerca del establo. Una lamentable habitación de madera, separada del resto de la casa y no mucho más grande que una garita. En el suelo, cubierto por tablones, se habría un agujero del que emanaba un nauseabundo hedor que no dejaba lugar a dudas sobre el uso que esas gentes daban a la construcción. El tufo debía ser desagradable hasta para los animales que en ese momento tenía por vecinos y que, en comparación con la irrespirable atmósfera que llenaba el lugar, me olían bien. Ni siquiera el jabón lograba mitigar un poco la pestilencia.

            Pese a ello, y a mi reticencia inicial a encerrarme allí dentro, debo admitir que al cabo de unos minutos, que valieron para insensibilizarme la nariz, el agua caliente hizo su trabajo ayudándome a relajar tensiones. Dejando de lado la incomodidad de estar metido en lo que no era mucho más ancho que un barril, el vaho desprendido por el agua me arrastró al adormilamiento al tiempo que mis músculos parecían derretirse con el calor. Perdí la noción del tiempo. No sé cuánto estuve ahí, contraído en una incómoda postura que a la larga me provocaría dolores por todo el cuerpo. Pero debió ser un buen rato, a juzgar por la escasa luz que se filtraba entre los tablones que formaban las paredes cuando intenté incorporarme.

            Un ruido me sacó de la modorra en la que estaba sumido y me trajo de vuelta a la deprimente realidad que me rodeaba. Un sonido apagado, casi imperceptible. Como el caminar arrastrando los pies de una persona más bien menuda. Inapreciable, pero más que suficiente para despertar las alarmas de alguien como yo. En la academia militar nos habían enseñado a estar siempre en guardia. Varios de los compañeros que tuve allí me ayudaron, con su afición a someterme a jugarretas cuya autoría siempre quedaba en el anonimato, a convertir la enseñanza en un hábito.

            Me levanté y salí de la tina, sin demorarme en reparos al utilizar la toalla que la dueña de la casa me había dejado colgada en una percha atornillada a la puerta. Las exigencias habían pasado a segundo plano. Me sequé y me vestí lo justo, la ropa interior y poco más. Aunque era verano el clima bassaní nunca se ha caracterizado por ser muy cálido y, tras la caída del sol, la brisa se volvía demasiado fría para caminar por ahí medio desnudo. Otro detalle que tampoco tomé en cuenta.

            Aguzando el oído me coloqué tras la puerta y estiré lentamente uno de los brazos, hasta que las yemas de mis dedos tocaron el pomo. Tenía la respiración contenida para no perderme detalle de los movimientos que hacía el que estaba del otro lado.



Lana

No aguantaba más, o lo soltaba de una vez o terminaría reventando por dentro. Así de claro. Sé que todo el que se haya visto obligado a reprimir la llamada de la naturaleza alguna vez me entenderá. Comprenderá la desesperación que me torturaba sin que tenga que entrar en mucho detalle.

            Aquel idiota no salía. No lo haría nunca. ¡Se iba a quedar a vivir en el retrete y yo no tendría más remedio que regresar al uso de pañales!

Igual se había muerto. Puede que se hubiera achicharrado con el agua que mi madre me había hecho hervir. Que Dios me perdone, pero no me pareció una mala cosa. Si era verdad que ese pelirrojo estaba cadáver en nuestra bañera, con la piel cubierta por ampollas y quemaduras de tercer grado, no le importaría que entrase un momento. El tiempo justo para aliviarme. Los difuntos no son tiquismiquis con estas necesidades tan humanas.

―¡Ayy!

Apreté los dientes y las rodillas y me arrastré como pude hasta el baño.

No tenía intención de mirar, de verdad. Allí dentro no había nada que me interesara. Me había bañado en el río, con los chicos del pueblo, las veces suficientes para que cualquier curiosidad que pudiera sentir por ellos estuviera saciada. El que estaba allí dentro no tenía nada de especial o diferente a los que yo conocía. Cuando me arrimé a una de las rendijas que se abrían entre los tablones, para mirar dentro, lo hice solo a modo informativo. Nada más. Necesitaba comprobar si ese estúpido seguía vivo o, como ya había empezado a sospechar, tuvo la mala ocurrencia de entregar la pelleja en mi casa. ¡En mi retrete!

Ni siquiera sé por qué me estoy justificando, si no tuve tiempo de ver nada. Antes de que pudiera acercar la nariz a la pared del aseo la puerta se abrió y algo grande y pesado cayó sobre mí, aplastándome contra el tabique. Hasta las vetas de la madera se volvieron borrosas desde tan cerca y me costó respirar con tan poco margen para hinchar el pecho. Hice un intento de forcejeo, pero de inmediato desistí. Me di cuenta de que no era una buena idea. Necesitaba toda mi fuerza y concentración mental para mantener dentro de mí el líquido que pugnaba por salir. 

―¡¡¡Ayyyyy!!! ―volví a quejarme. Esta vez mucho más cerca de la desesperación que antes.

―¿Quién eres? ―me preguntó mi captor, de modo autoritario. Sin darme tiempo a responder antes de lanzarme una nueva cuestión: ―¿Cuál es tu nombre?

Demostrando que la paciencia no era su fuerte se dejó caer con más contundencia encima de mí. Presionándome, literalmente, a ofrecerle la información que me demandaba. No se imaginaba hasta qué punto la táctica podía ser contraproducente.

―Svet-lana… Soy Svetla-na ―logré decir, usando el poco aire que podía meter en mis pulmones.

―¿Eres de la casa? ―volvió a interrogarme y, de no ser porque tenía un asunto de enjundia del que ocuparme, me habría parecido patético.

¿Qué pasaba con ese tonto? ¿Se creía el héroe de una película de espías?

Asentí, notando el rugoso tacto de la pared en la mejilla.

―¿Y por qué estás husmeando tras las esquinas, como una ladrona? ―insistió él, con la misma tozudez con la que lo habría hecho mi madre.

Mal asunto. Gracias a ella conocía bien la constancia que se gastan los obstinados cuando de obtener respuestas se trata. No les importa invertir el tiempo que haga falta para conseguir lo que quieren, y a mí el mío se me escurría de un modo que amenazaba con volverse literal.

Apreté los muslos a modo de barrera y me restregué contra la pared, en un movimiento nervioso que pretendía contener el torrente que tenía prisa en escapar de mí.

―El… retrete ―dije con un hilo de voz.

No sé si estaba sudando o es que se me saltaron las lágrimas. El caso es que noté la cara húmeda.

―¿El retrete?

Además de persistente, también era de los que gustan de explicaciones largas.

¡Maldita suerte la mía!

―Te-tengo que usar el… retrete… Ahora… Yo…

Llegados a este punto los detalles se volvieron prescindibles.

Él relajó rápidamente la presión que estaba ejerciendo sobre mí y los dos bajamos la vista al suelo. Siguiendo el sonido del chorro que se escurría por mis piernas, que el pantalón corto dejaba al descubierto, para derramarse entre mis pies.

Deseé que la tierra me tragara.

No era una chica tímida. Ni pudorosa. Ni melindrosa. De hecho, carecía de todos esos rasgos que mi madre consideraba propios del género femenino. Pero, en aquel instante, me sentí tan vulnerable como cualquiera de las muchachas del pueblo, cuando el viento les volaba la falda más de la cuenta. Pese a que el que estaba en ropa interior era él, la que se sintió expuesta fui yo. Por primera vez, la dignidad se manifestó en mí con el lacerante dolor de saberla perdida.

El que tenía detrás se alejó unos pocos pasos. Evidentemente, lo hizo en previsión de no terminar salpicado. Una precaución que no pude echarle en cara. Entre otras cosas porque me faltó eso, cara, para mirarlo de frente. Cuando me hube dado cuenta de que por más que rogase el suelo no se iba a abrir bajo mis húmedos pies, convertí las manos en dos puños que se engancharon en el bajo de mi camisa. Con furia, y sin decir nada, eché a correr en dirección a la casa.

Ese fue el vergonzante final de un primer encuentro nada prometedor.