O Berta, que ya sabes que para mí es lo mismo. Porque la Cenicienta a la que felicito no es esa princesita adolescente y un poco bobalicona que se dejaba mangonear por su madrastra y sus hermanastras. Sino una mujer adulta, ya hecha y derecha, que... es un poco pava... y tiene una madre que... le dirige... la vida. 😞 ¡Uy! 😳Así, a simple vista, puede que mi Ceni no sea tan distinta de la del cuento clásico. Pero, si te tomas el tiempo necesario para conocerla, verás que dejando atrás este primer esbozo ambas son tan diferentes entre sí como sus respectivas historias.
Hoy se cumple un año de la publicación de Es medianoche, Cenicienta. No podía dejar pasar la ocasión sin prepararle una pequeña fiesta de cumpleaños en el blog a mi queridísima Berta, el acuchable Nino y los demás personajes que le dan vida a esta historia que tanto disfrute escribir.
Y como no hay cumple sin regalo, te voy a hacer uno. Ya te vale, por si lo has olvidado te recuerdo que esto va al revés: eres tú quien debería haber traído algo 🙄. No está bien presentarse en un cumple sin un presente para el homenajeado. Pero como tanto Berta como yo nos pasamos de buenas, nos saltaremos la tradición para cumplir con el ritual a la inversa.
Te invitamos a hacer una escapadita a París ―cortita, ¿eh? De un capítulo, que no está la economía para hacer dispendios ―para que tengas una cita con el actor más guaperas y famoso del país galo y, de paso, compartas un romántico beso bajo la lluvia con él. ¿Qué? No es mal obsequio, ¿a que no?
Pues abróchate el cinturón de seguridad que... No, no, no; espera. Lo he pensado mejor y no vamos a irnos en avión. En lugar de pasar por el aeropuerto, ponte estos zapatos 👠, es mucho más rápido.
* * *
Un cine. La dirección que
Nino había escrito me llevó a un cine. Uno situado en un barrio cualquiera de
París. De esos donde la vida cotidiana se mantiene a salvo de la avalancha de
turistas que diariamente, de día y de noche, abarrotan los lugares más
emblemáticos de la ciudad. Aquellas salas jamás acogerían el estreno de la
última película de ningún afamado director ni a un público vestido de gala. Sin
embargo, me bastó dar una ojeada a la cartelera para encontrar el encanto
oculto que encerraba el lugar.
Allí no se exhibían los
últimos éxitos de taquilla, sino una selección de títulos clásicos. Ante mí
tenía los rostros de muchos de los actores y actrices que mi abuela me había
presentado cuando era niña. Todos ellos en una versión dibujada de sí mismos.
Técnica de la época para suplir la carencia del Photoshop y presentar a sus
estrellas como divinidades frente al común de los mortales.
La emoción había prendido
en mi interior, extendiéndose a cada fibra de mi cuerpo, cuando noté el toque
en mi hombro. Me di media vuelta y fruncí ligeramente el ceño al ver detrás de
mí a un muchacho con un gorrito de lana negro, encasquetado hasta los ojos, y
una gruesa bufanda gris subida hasta la nariz.
―Lo siento ―me disculpé
con aquel individuo rendido a los fríos del invierno parisino, creyendo que le
estaba tapando la visión de la cartelera.
Me hice a un lado sin
dejar de mirarle. Le reconocí un segundo antes de que se bajase la bufanda, permitiéndome
ver su rostro al completo.
―¿Nino? ―pregunté. No
porque no estuviese segura de que era él, sino por la sorpresa de verlo de
aquella guisa.
Él se llevó el índice a
la cara. Colocándolo sobre el lugar en el que debería estar su boca, bajo la
lana gris. Mis cachetes se hincharon cuando intenté contener la risa.
―Menos mal que no estamos
en un banco, porque te habría tomado por un atracador. Casi no te reconozco.
―De eso se trata
―apostilló, mirando cautelosamente a su alrededor.
―¿Y piensas pasarte toda
la noche con esa facha? ―inquirí, aún divertida, fijándome en cómo la poca piel
que llevaba al descubierto brillaba bajo las luces a causa de la sudoración.
Afuera, en la calle,
podría estar helando, pero, dentro del cine, la calefacción elevaba la temperatura
a niveles tropicales. Las prendas de abrigo sobraban para cualquiera que
llevase allí dentro más de cinco minutos. Yo misma me había visto obligada a
prescindir de la gabardina, que ahora llevaba colgada del brazo junto con el
bolso.
―Me quitaré el gorro y la
bufanda en la sala, cuando las luces se apaguen. ―Alargó un brazo para
adueñarse de mi mano―. Vamos, la película está a punto de empezar.
Echó a andar tirando de
mí. Conduciéndome hasta el lugar en el que un chico con cara de absoluto
aburrimiento revisaba las entradas e indicaba al público a qué sala debían
dirigirse. Nino mostró las nuestras con los ojos fijos en las punteras de sus
zapatillas de deporte. Y asintió, igualmente cabizbajo, cuando el empleado le
dijo con desgana que nos dirigiésemos a la sala dos.
El sonido de nuestros
pasos quedó amortiguado por la desgastada moqueta que cubría el suelo del
pasillo. Dentro de la sala de proyecciones las luces ya se habían apagado,
anunciando que la película estaba por empezar. De la oscuridad se desprendía un
murmullo del escaso público que apenas llenaba el salón. Mi excitación creció
por contagio, alimentada por la de los que me rodeaban. Compañeros en la
aventura que íbamos a compartir desde el otro lado de la pantalla.
Sin soltar mi mano, mi
cicerone me llevó a la última fila, completamente desalojada. Lo que nos
permitió elegir a nuestro antojo los asientos. Estuvimos de acuerdo en ocupar
los que quedaban más a la mitad de la hilera de butacas. Nada más dejarse caer
en la suya, mi amigo empezó a desprenderse de toda la ropa que pudo.
Por un momento la imagen
me resultó demasiado erótica. Tenerle allí, tan cerca, desnudándose en medio de
la oscuridad…
―Teníamos que haber
comprado palomitas ―solté, solo para recordarme a mí misma lo inocente de la
situación e impedir que mi pulso se desbocase junto con mi exaltada
imaginación.
Aún en medio de la
oscuridad podía notar su piel y su pelo ligeramente bañados en sudor.
Él se detuvo, con los
hombros fuera de la cazadora y los brazos todavía metidos en las mangas, y me
miró con una sombra de desaprobación enturbiando la habitual dulzura de su
mirada.
―Aquí no venden palomitas
―dicho esto terminó de desprenderse de la cazadora―. No es esa clase de cine en
el que puedes comprar bebidas y aperitivos a la entrada. ―Libre ya de la prenda
se giró a su izquierda y la dejó en el asiento de al lado―. No me digas que
eres de las que no pueden ver una película sin un bote de palomitas.
Por su modo de hablar
supe que para él eso suponía poco menos que un sacrilegio. Pero no dejé que su
opinión me afectase.
―No; de palomitas no ―lo
tranquilicé antes de confesar―, prefiero el helado.
Sus ojos se agrandaron un
segundo antes de entrecerrarse hasta casi desaparecer, mostrando en el paso de
un extremo al otro su evolución de la incredulidad a la diversión.
―Preferiblemente, de
chocolate ―rematé, consiguiendo que la sonrisa de Nino se extendiese de los
ojos a la boca.
―Siempre eres tan…
―empezó a decir. Pero justo en ese momento comenzó la película.
Sin decir nada ni hacer
gesto alguno ambos estuvimos de acuerdo en aparcar la conversación. Coordinados
volvimos la vista al frente y nos hundimos en las butacas hasta que estas casi
nos hubieron engullido. Olvidándonos del mundo real para entrar a formar parte
del que existía en la enorme pantalla delante de nuestros ojos.
La inconfundible melodía
me reveló el título antes de que las palabras West Side Story se destacasen sobre la imagen. No era la primera
vez que veía a Romeo y Julieta reencarnados en dos jóvenes de la Nueva York de
principios de los sesenta. Aquella era una de las películas que me habían
acompañado durante toda mi vida y de las que había terminado por aprenderme los
diálogos al dedillo. Pero también una de las que nunca me cansaría.
Durante casi dos horas no
hubo nada más allá de la rivalidad entre los Sharks y los Jets y el amor
prohibido de María y Tony. Cuando acabó la película y las luces se encendieron,
iluminando tenuemente la sala, Nino ya había recuperado las capas de ropa que
se había quitado a la llegada y yo seguía alterada por la explosión de música y
baile a la que acababa de asistir. Me pregunto si seré una insensible, pero
siempre me pasa lo mismo. El trágico final de la historia nunca aplaca el espíritu
festivo que me despierta.
Esperamos a que todos se
hubiesen marchado antes de levantarnos para salir también nosotros.
―¿Por qué querías que nos
viéramos aquí? ―pregunté con tono cantarín, contagiada por los personajes de la
historia que dejábamos tras nosotros, saltando el escalón de la entrada para
salir a la calle.
Era noche cerrada y el
suelo, húmedo por una lluvia reciente, brillaba bajo las luces de las farolas. Deslumbrante
y resbaladizo.
―Casablanca, Esplendor en la hierba… Dijiste que ese era el tipo de
películas que te gustaban. ―Nino siguió mis pasos y mi conversación―. Así que
supuse que también te gustaría este cine.
―Me ha encantado.
―Lo he notado.
Me miró y pude ver en sus
ojos que volvía a sonreír. Para no perderme ninguna de las emociones que se
reflejaban en ellos me adelanté algunos pasos y me di la vuelta, levantando un
revuelo en las capas de mi falda, para caminar de frente a él y de espaldas al
resto del mundo.
―¿Cómo descubriste un
sitio así?
Seguí con el
interrogatorio sin bajarme aún de mi nube. Sentía una necesidad acuciante de
hablar y de escuchar su voz.
―Hace años, cuando vine a
París soñando con convertirme en actor ―respondió sin dejar de vigilar la
retaguardia que tan temerariamente yo había descuidado―. No fue una época
fácil. Tuve más fracasos que éxitos en los primeros castings a los que me
presenté. Así que cuando me sentía solo y me ganaban las ganas de hacer la
maleta para volver a Toulouse, este cine era un buen lugar para refugiarme.
Nino elevó la vista al
cielo y exhaló un largo suspiro que se materializó en una nubecilla de vapor, significando
el peso de los sinsabores de aquel tiempo que ya formaba parte de su pasado.
―Aquí me sentía como en
casa. A mi madre, como a ti, le encantaba el cine clásico. ―Sus ojos se fijaron
otra vez en mí―. Mi padre nos abandonó cuando se enteró de que estaba
embarazada y su familia nunca la perdonó por convertirse en madre soltera. ―Sonrió
ligeramente sin dejar de mirarme―. Creo que, al igual que tú, también ella hizo
de esas viejas películas su medio de evasión y, de paso, despertó en su hijo el
deseo de ser actor. Me ilusionaba la idea de formar parte de algo que la hacía
feliz.
Experimenté un agradable
cosquilleo en la boca del estómago. Que hubiese tenido en cuenta mis gustos al
citarme en ese cine ya era mucho para mí. Que, además, al llevarme allí
estuviese compartiendo conmigo un lugar que era tan especial para él, me
provocaba una satisfacción que ni siquiera sé describir. De alguna manera, me
estaba dejando acceder a su intimidad.
―Además, el cine siempre
es un buen sitio para mezclarse con la gente sin llamar la atención.
Nino trató de bromear para
contrarrestar la carga emocional de esa parte de él de la que me había hecho
partícipe.
―Y supongo que es en
invierno cuando más te dejas caer por aquí ―apunté, demasiado exaltada para
decantarme por la sabia opción de cerrar la boca y dejar de decir tonterías.
Le tomó un instante
entender que lo decía por su atuendo de esa noche. Cuando lo comprendió,
sonrió.
―En invierno, sí. Mi vida
es algo más fácil cuando el frío me da la excusa de esconderme bajo la ropa.
Alargó los brazos y me agarró
de los hombros. Suavemente me obligó a detenerme y, sin pedir permiso, descolgó
de mi brazo la gabardina y la desplegó a mi espalda para cubrirme con ella. Como
una capa. Apoyándola en el lugar en el que un instante antes habían estado sus
manos. Chasqueé la lengua, observándole con una sonrisa tontorrona mientras le
dejaba que me cobijase con la prenda como a una niña pequeña.
En la lejanía de la calle
desierta escuché el timbre de una bicicleta, varias veces presionado por su
piloto. También el ruido sordo de las ruedas al deslizarse por la acera húmeda.
Capté todas las señales pero, en vez de hacerme a un lado, mi instinto reaccionó
de la manera equivocada. Dando a mi cerebro la orden de girarse para ver lo que
ya sabía que se me venía encima en lugar de intentar apartarme del peligro. Una
suerte que Nino estuviese más avispado que yo. Con un brazo me enganchó de la
cintura y me arrastró con él a un lado. Quedamos ambos en el filo de la acera,
sobre el diminuto precipicio del bordillo en el que mis tacones me convirtieron
en equilibrista.
El ciclista pasó a
nuestro lado impasible. Sin murmurar ni disculpas ni reproches. El sonido de la
bocina se extinguió y el hombre siguió su camino sin regalarnos ni un miserable
segundo de su atención. En apenas un pestañeo todo había vuelto a la
normalidad. A la tranquila quietud de esa calle bordeada de coches a uno y otro
lado de la estrecha calzada que la cruzaba. Vehículos cuyos dueños estaban ya
en sus casas, a buen recaudo, disfrutando de las pocas horas de libertad que
les restaban antes de que el sol reapareciese en el cielo. Trayendo con él las
consabidas obligaciones diarias. Sin embargo, yo, en una absoluta
descoordinación con el entorno, me encontraba muy lejos de la calma. Ya lo
había estado antes de la aparición del desconsiderado ciclista pero, ahora…
En fin. Digamos que la
cercanía de Nino tenía en mí un efecto más potente que la banda sonora de West Side Story.
Tuve un rebrote de la
calentura que había sufrido un rato antes al verle desprenderse de capas de
ropa hasta quedarse solo con el casto jersey que llevaba bajo todo lo demás. El
tacto de ese chico, la suavidad del aliento que escapaba de sus labios para
golpear los míos y el calor de su cuerpo que traspasaba la ropa para penetrar
hasta mi piel. Todo ello despertaba en mí sensaciones a las que hacía muchos
años había renunciado voluntariamente. Y sin las que había podido seguir viviendo.
Quizás porque nunca las había sentido del modo tan rotundo en que él me las
provocaba; volviéndolas una necesidad acuciante.
Tragué saliva. Conseguir
que se deslizase por mi garganta abajo fue una gesta. Me habría gustado que él
me copiara. Ver su nuez subir y bajar en su blanco cuello. Pero, por desgracia,
la insondable bufanda que llevaba me habría ocultado la visión aunque esta se
hubiese producido más allá de los límites de mi imaginación.
Empezaba a notar que me
faltaba algo. Que necesitaba algo. Que quería algo. Y, al contrario de lo que era común en mí, no podía conformarme
con la opción de no conseguirlo.
―Tenemos que ir al final
de la calle ―dijo el responsable de mi alboroto. Quien, pese a instarme a
moverme, no predicó con el ejemplo―. Jean Claude nos está esperando allí con el
coche para llevarnos de vuelta al hotel.
Asentí pese a que no
escuché una sola palabra de lo que dijo. Tenía los oídos taponados con los
latidos de mi propio corazón. El pum, pum, pupum que se estaba volviendo tan familiar otra vez lo llenaba todo.
En lugar de mover los
pies, moví un brazo. Lo hice de un modo torpón y extremadamente lento. Ajena a
él, a mi propia voluntad. No me di cuenta de lo que iba a hacer hasta que mis
dedos se engancharon al filo de su bufanda, tirando de ella hacia abajo para
descubrir el hermoso rostro que ocultaba.
Sí, en ese momento fui
consciente pero, como sumida en algún tipo de hechizo, seguí adelante.
Con la mirada fija en sus
labios me acerqué a él. Cerrando los ojos solo cuando estuve lo bastante cerca
para notar el roce de su boca en la mía.
Fue eso; un roce, nada
más. Lo que estaba haciendo no merecía ser llamado beso. Ni siquiera piquito. Aun así, su efecto fue el mismo que
tenían los besos de verdad en los cuentos: rompió el encantamiento que me había
llevado a comportarme de una manera tan atrevida e impropia de mí.
El brazo de Nino seguía
rodeando mi cintura. Pero no afianzó su agarre para acercarme más a él. No hizo
nada que pudiese interpretar como que estaba correspondiendo a mi arrebato. Se
mantuvo estático. Congelado. Seguramente por la sorpresa. El pobre estaría
preguntándose qué se había creído esa señora ―que era yo― para tomarse la
libertad que se estaba tomando con él.
Una duda que, en ese
preciso momento, también me asaltaba a mí.
La vacilación no vino
sola. Para acabar de rematarme, llegó de la mano de una lacerante sensación de
vergüenza propia, que es mucho más agónica que la ajena.
Si había llegado a la
boca de Nino a cámara lenta, al separarme de ella, por el contrario, fui veloz
como una centella.
―Lo siento ―me disculpé,
tirándome para atrás para poner entre nosotros más distancia de la que su sujeción
me permitía―. Yo… no sé en qué estaba pensando. Ha sido…
Él cortó mi atropellada
disculpa. Pero no lo hizo con palabras. Tampoco con un gesto que me invitase a
callar. Para mi desconcierto, lo hizo con un beso. Uno que, ahora sí, mereció
ser llamado así con todas las de la ley.
Su otro brazo, el que
tenía libre, se reunió con su pareja en mi cintura. Ayudándola a atarme con
fuerza en un lazo que yo no sentí el menor deseo de romper. Por el contrario,
me volví tan maleable como pude para que me amoldase a su cuerpo todo lo
posible. Su boca demandaba la mía con una dulzura no exenta de fuerza. Me rendí
a ella sin oponer resistencia, cerrando los ojos al tiempo que abría los labios
para recibir su lengua.
Por un momento creí que
era cosa de mi imaginación, demasiado infectada por el virus del cine. Pero no,
pronto me di cuenta de que los acordes eran reales. Caían sobre nuestras
cabezas desde las alturas. En uno de los pisos del bloque que quedaba a mi
izquierda alguien había puesto un viejo disco de la mítica Edith Piaf. Una
mágica coincidencia que convirtió La vie
en rose en banda sonora de nuestra particular escena de beso. Sonando en el
momento preciso para contribuir al clímax dramático.
No sabría decir si fue un
beso muy largo o una concatenación de muchos, algo más cortos. Pero sí sé que
permanecimos allí, entregados el uno al otro a través de la unión de nuestras
bocas, durante mucho tiempo. Sin movernos. Ni siquiera cuando el cielo decidió
abrirse de nuevo para derramar sobre nosotros una lluvia cuyo repiqueteo hizo
los coros a la desgarrada voz de la Piaf.