jueves, 26 de septiembre de 2019

El guión de diálogo

El maldito guión de diálogo. Así es como me habría gustado titular esta entrada. Pero, no es plan de ir faltando el respeto por ahí, no señor. Eso no está bien. Y, menos, cuando la condenada rallita de marras va a ser la invitada especial de hoy. A ella va dedicado el post, con todo mi cariño. 😒
Por si eres profanx en esto de la escritura, voy a empezar presentando a nuestra protagonista. Que no se diga que soy mala anfitriona. El guión de diálogo, como su propio nombre indica, es esa pequeña línea que precede a las intervenciones de los personajes en un texto. O, lo que es lo mismo, la que indica al lector que estos han tomado la palabra.


Ejemplo: Te dije que él no vendría. 

Hasta aquí, todo muy fácil. ¿Verdad? Seguro que no te estoy revelando nada que no supieras ya.

Pues no, nada más lejos de la apariencia. Para empezar porque, deja que te diga, que no cualquier ralla vale para introducir un diálogo. Concretamente, la que aparece dibujada en el teclado (guión corto) no sirve. ¿Y esa que a veces nos genera Word, de forma automática? (guión medio) Pues tampoco. 
El correcto, el apropiado, el que debes utilizar si no quieres quedar como un pardillo cuando mandes tu manuscrito a las editoraiales, es el guión largo. Sin más. Este es el gramaticalmente correcto a la hora de marcar la intervención de alguién.
Vale, y, ¿dónde lo encontramos? Porque, si el corto lo tenemos en el teclado, y el medio sale solo con un poco de ayuda de Merlín... El largo...
No te canses, deja de buscarlo. Ponerlo ahí, a la vista de cualquiera, habría sido demasiado fácil. Le quita emoción. Para hacer la vida del escritor un poquito más interesante, los señores diseñadores de los procesadores de texto han decidido proponernos un juego. Uno parecido a la búsqueda del Santo Grial: la búsqueda de nuestro guión largo/guión de diálogo. 
En realidad, dónde esté depende mucho del ordenador que estés utilizando e, incluso, del software. Generalmente, hay dos caminos para llegar a él:

  1. Ve a la barra de herramientas de tu procesador de texto (que está en la parte superior de la pantalla), busca la pestaña "insertar". Aquí te aparecerá un submenú en el que encontrarás el apartado "símbolo". Ahora, coge las gafas de bucear y zambúllete en en él. Se supone que aquí deberías encontrar el guión correcto para hacer a tus personajes hablar.
  2. Esta es mi favorita. También viene de la mano de Merlín, es un encantamiento. Coge tu barita mágica (si no tienes, los dedos también valen) y teclea el código Alt+0151, con el teclado numérico activado. 
Siguiendo una de estas dos vía llegarás al lugar adecuado. Aunque, ¿quién sabe? También es posible que no des con lo que buscas. A mí me ha pasado. 
En fin, lo de utilizar el guión correcto para introducir diálogos es algo que aprendí pronto. Cuando escribía El cielo de Bnagkok ya tenía solucionado el asunto. Lo que me ha costado bastante más es aprender a puntuar cuando a mis personajes les da por pasar de mí y toman la palabra. Para ser honesta, esto es algo que acabo de aprender. Lo estoy aprendiendo. En eso ando esta semana. 
Por lo que sé, es un problema común a la mayoría de los escritores. No lo digo para justificar mi ineptitud, sino porque realmente he leído y oído a muchos novelistas quejarse del lío que tienen con las normas de puntuación dentro de los diálogos. 
De este mal común surgió la idea de escribir el post que nos ocupa. Ahora, que me he convertido en una maestra en la materia, voy a compartir mi sabiduría con el pueblo llano😋 . 
Primero de todo, como ya sabemos cuál es el guión que debemos usar (el largo, siempre el largo, que no se te olvide) y dónde encontrarlo (con un poco de ayuda de los astros), tengamos en cuenta que no solo las palabras de los personajes van precedidas por él. También se usa para introducir todas las aclaraciones que, como narradores, queramos hacer sobre la actitud o apariencia del que está hablado. 

Ejemplo:  Te dije que no vendría exclamó María. 

Cuando, tras este pequeño inciso que hemos hecho, el personaje retoma la palabra, volvemos a colocar otro guión. Dejando la aclaración del narrador encerrada entre ambas líneas. 

Ejemplo: Te dije que no vendría exclamó María―. Es un cabezota.

Sin embargo, cuando la aclaración que hace el narrador no comienza por un verbo de habla (dijo, exclamó, comentó...), como hemos visto en el ejemplo, el punto que marca la aclaración del escritor se coloca antes del guión, y no después. 

Ejemplo:Ya te he dicho que no quiero hablar del tema. ―Ana se dio media vuelta y dejó a Julián plantado en mitad de la calle. 

Es fácil. Pero, créeme, se complica. Lo hace en el momento que también las frases lo hacen. Cuando personaje y narrador se suceden para mostrar al lector lo que está ocurriendo (lo que hace, siente, piensa o ve el que habla, mientras habla). Pero, por hoy, lo voy a dejar aquí. El resto, lo abordaremos en otra entrada. Hasta entonces, practica con esto.😜
Yo también lo haré. Corregiré mis textos y me flagelaré con la vergüenza que siento al pensar en esos otros, los que andan vagando por editoriales. Sin que pueda ya remediar los muchísimos errores que cometieron mis personajes al hablar (la culpa es de ellos, no mía). Las manos a las que esas aberraciones han llegado... Deben estar alucinando. 

domingo, 22 de septiembre de 2019

Tu ausencia me empapa (poema)

Cielo teñido de gris
sobre un manto de hojarasca
que cubre la acera y la guarda
de la lluvia que me empapa.

Cielo de otoño mojado
en infinidad de gotas.
En difuminada llovizna
que me cala la ropa.

Dulce melancolía,
soledad que no me daña
porque en el cielo te encuentro.
Porque tu ausencia me empapa.

martes, 17 de septiembre de 2019

Siempre y un día más (poema)

No pidas que te quiera siempre,
no creo que sea capaz.
Para que te quede claro:
te querré siempre y un día más.

No puedo darte menos que eso,
avisado quedas ya.
Lo que siento es lo que siento
y no lo puedo cambiar.

Quita esa cara, cariño,
que no busco pelear.
No son ganas de quedar encima.
Simplemente, es la verdad.

Así que olvídate de infinitos,
no me quieras limitar.
Mi amor no entiende medidas y,
si se trata de ti, siempre quiere más.

jueves, 12 de septiembre de 2019

Lana y Darío: los amantes olvidados

Todavía no te he hablado de ellos, ¿verdad? 
Por este blog han desfilado Berta y Nino, Margot y Ari e, incluso, Jero y Abril. Y eso que estos últimos están atrapados en el limbo en el que habitan los personajes de las novelas cuando estas aún no existen como tales y son solo un borrador que el autor guarda en un cajón. Pero, a Lana y Darío, no te los he presentado. 
No pasa nada, ese error lo solucionamos ahora mismo. 
Para empezar, te cuento que la situación de esta pareja no es distinta de la de Abril y Jero: ellos también están en el limbo. De hecho, creo que son vecinos, viven en el mismo bloque de pisos y hasta comparten rellano😁. Lana y Darío son los protagonistas de la novela a la que puse punto final hará cosa de un mes. Y, ¿qué te voy a decir? Los quiero, claro. Como quiero a todos mis héroes y heroínas. He pasado tanto tiempo con ellos, he sufrido tanto con ellos, me he divertido tanto con ellos... No creo que encuentres a ningún escritor que te diga que no siente devoción por sus amigos imaginarios. Y, si por un casual te topas con uno, recomiéndale que cambie de profesión, porque es síntoma de que la que ejerce no le apasiona como debería 😉. 
Si tengo que diferenciar a estos dos del resto de tortolitos cuyas historias he contado hasta la fecha, diría que ellos son los más inocentes. Quizás porque también son los más jóvenes. Y, aunque no sé si la edad tendrá algo que ver, los más beligerantes. ¡Lo que han batallado estos chicos! Y no solo con las circunstancias cuando me pongo Drama Queen, me pongo― sino entre ellos. Tienen bien merecido el premio a mi pareja peor avenida. Aun así, tengo que reconocer que ha sido divertido desarrollar esta relación de amor-odio. Yo, que tiendo a decantarme por el empalago en esto del romance sí, estoy reconociendo que soy una cursi; pero vamos, que tampoco es nada nuevo, si lo llevo con mucho orgullo― no imaginé, ni por asomo, que pudiese pasármelo tan bien con este par que se atrae tanto como se detestan. 
También ha sido muy gratificante dar forma al mundo en el que se mueven. Pokcham, el pueblo de Lana, y Sarem, la ciudad donde nació Darío, son localidades de Bassana. Un país de la Europa del este que, por alguna extraña razón, no aparece en los mapas. No sé a qué se deberá esta exclusión, pero igual que me lo haya inventado influye un poquitín. Aún así, no parece razón de peso para no darle su lugar geográficamente hablando 😋.

Esta podría ser la vaquería de los Chejóv 🐮. El hogar de Lana, frente a la que el coche de Darío
 se detuvo por pura casualidad y donde el maquiavélico engranaje del destino se puso en funcionamiento. 

Soy historiadora. Aunque nunca he ejercido como tal, tengo mi título y me encanta la carrera que estudié. Mi especialidad es la Historia Actual y, dentro de este periodo, lo que más me interesa son los movimientos que se produjeron en los países que quedaron bajo el área de influencia de la URSS, tras la Segunda Guerra Mundial, para recuperar su identidad nacional y desvincularse de Rusia. No es de eso de lo que va la novela de Lana y Darío, no te asustes. Pero estos países y lo que en ellos ocurrió me ha servido de base para crear la nación de Bassana, y ha sido muy bonito volver a sumergirme en un tema que me apasiona y que me ha llevado de vuelta a mis años universitarios. Tengo un cuaderno repleto de apuntes que recrean la historia reciente de la nación bassaní. De esos datos, al final habré utilizado menos de un diez por ciento. Pero doy por bien empleado el tiempo dedicado a la construcción del "decorado", ya que me ha ayudado mucho a la hora de ubicarme. He comentado infinidad de veces lo importante que es, bajo mi punto de vista, el espacio físico en una novela. Y en cualquier tipo de narración. 
Lo más complicado ha sido, precisamente, encontrar un equilibrio entre los acontecimientos que se van sucediendo y la historia de amor y personal de los chicos. No quería aburrir con detalles "históricos", pero tampoco que el ambiente en el que se mueven los personajes resultase poco consistente. Cruzo los dedos para haber sido capaz de hacer un trabajo digno en este sentido.
A Lana y Darío los he llamado Los amantes olvidados, pero no porque haya pasado de presentarlos formalmente hasta esta entrada. El sobrenombre tiene más base, es más significativo. Tanto, tanto, que da título a la novela que los une. La cual está marcada por la lucha por eludir la tragedia que ha vuelto célebres a los grandes amantes de la historia para ser solo una pareja más; feliz y anónima.
Y... Aquí lo voy a dejar, que una cosa es hacer un pequeño esbozo de la trama y, otra muy distinta, caer en el spoiler 😉.

viernes, 6 de septiembre de 2019

¡Felicidades, Cenicienta!

O Berta, que ya sabes que para mí es lo mismo. Porque la Cenicienta a la que felicito no es esa princesita adolescente y un poco bobalicona que se dejaba mangonear por su madrastra y sus hermanastras. Sino una mujer adulta, ya hecha y derecha, que... es un poco pava... y tiene una madre que... le dirige... la vida. 😞 ¡Uy! 😳Así, a simple vista, puede que mi Ceni no sea tan distinta de la del cuento clásico. Pero, si te tomas el tiempo necesario para conocerla, verás que dejando atrás este primer esbozo ambas son tan diferentes entre sí como sus respectivas historias. 
Hoy se cumple un año de la publicación de Es medianoche, Cenicienta. No podía dejar pasar la ocasión sin prepararle una pequeña fiesta de cumpleaños en el blog a mi queridísima Berta, el acuchable Nino y los demás personajes que le dan vida a esta historia que tanto disfrute escribir. 



Y como no hay cumple sin regalo, te voy a hacer uno. Ya te vale, por si lo has olvidado te recuerdo que esto va al revés: eres tú quien debería haber traído algo 🙄. No está bien presentarse en un cumple sin un presente para el homenajeado. Pero como tanto Berta como yo nos pasamos de buenas, nos saltaremos la tradición para cumplir con el ritual a la inversa.
Te invitamos a hacer una escapadita a París cortita, ¿eh? De un capítulo, que no está la economía para hacer dispendios para que tengas una cita con  el actor más guaperas y famoso del país galo y, de paso, compartas un romántico beso bajo la lluvia con él. ¿Qué? No es mal obsequio, ¿a que no?
Pues abróchate el cinturón de seguridad que... No, no, no; espera. Lo he pensado mejor y no vamos a irnos en avión. En lugar de pasar por el aeropuerto, ponte estos zapatos 👠, es mucho más rápido. 

* * * 

Un cine. La dirección que Nino había escrito me llevó a un cine. Uno situado en un barrio cualquiera de París. De esos donde la vida cotidiana se mantiene a salvo de la avalancha de turistas que diariamente, de día y de noche, abarrotan los lugares más emblemáticos de la ciudad. Aquellas salas jamás acogerían el estreno de la última película de ningún afamado director ni a un público vestido de gala. Sin embargo, me bastó dar una ojeada a la cartelera para encontrar el encanto oculto que encerraba el lugar.
Allí no se exhibían los últimos éxitos de taquilla, sino una selección de títulos clásicos. Ante mí tenía los rostros de muchos de los actores y actrices que mi abuela me había presentado cuando era niña. Todos ellos en una versión dibujada de sí mismos. Técnica de la época para suplir la carencia del Photoshop y presentar a sus estrellas como divinidades frente al común de los mortales.
La emoción había prendido en mi interior, extendiéndose a cada fibra de mi cuerpo, cuando noté el toque en mi hombro. Me di media vuelta y fruncí ligeramente el ceño al ver detrás de mí a un muchacho con un gorrito de lana negro, encasquetado hasta los ojos, y una gruesa bufanda gris subida hasta la nariz.
―Lo siento ―me disculpé con aquel individuo rendido a los fríos del invierno parisino, creyendo que le estaba tapando la visión de la cartelera.
Me hice a un lado sin dejar de mirarle. Le reconocí un segundo antes de que se bajase la bufanda, permitiéndome ver su rostro al completo.
―¿Nino? ―pregunté. No porque no estuviese segura de que era él, sino por la sorpresa de verlo de aquella guisa.
Él se llevó el índice a la cara. Colocándolo sobre el lugar en el que debería estar su boca, bajo la lana gris. Mis cachetes se hincharon cuando intenté contener la risa.
―Menos mal que no estamos en un banco, porque te habría tomado por un atracador. Casi no te reconozco.
―De eso se trata ―apostilló, mirando cautelosamente a su alrededor.
―¿Y piensas pasarte toda la noche con esa facha? ―inquirí, aún divertida, fijándome en cómo la poca piel que llevaba al descubierto brillaba bajo las luces a causa de la sudoración.
Afuera, en la calle, podría estar helando, pero, dentro del cine, la calefacción elevaba la temperatura a niveles tropicales. Las prendas de abrigo sobraban para cualquiera que llevase allí dentro más de cinco minutos. Yo misma me había visto obligada a prescindir de la gabardina, que ahora llevaba colgada del brazo junto con el bolso.
―Me quitaré el gorro y la bufanda en la sala, cuando las luces se apaguen. ―Alargó un brazo para adueñarse de mi mano―. Vamos, la película está a punto de empezar.
Echó a andar tirando de mí. Conduciéndome hasta el lugar en el que un chico con cara de absoluto aburrimiento revisaba las entradas e indicaba al público a qué sala debían dirigirse. Nino mostró las nuestras con los ojos fijos en las punteras de sus zapatillas de deporte. Y asintió, igualmente cabizbajo, cuando el empleado le dijo con desgana que nos dirigiésemos a la sala dos.
El sonido de nuestros pasos quedó amortiguado por la desgastada moqueta que cubría el suelo del pasillo. Dentro de la sala de proyecciones las luces ya se habían apagado, anunciando que la película estaba por empezar. De la oscuridad se desprendía un murmullo del escaso público que apenas llenaba el salón. Mi excitación creció por contagio, alimentada por la de los que me rodeaban. Compañeros en la aventura que íbamos a compartir desde el otro lado de la pantalla.
Sin soltar mi mano, mi cicerone me llevó a la última fila, completamente desalojada. Lo que nos permitió elegir a nuestro antojo los asientos. Estuvimos de acuerdo en ocupar los que quedaban más a la mitad de la hilera de butacas. Nada más dejarse caer en la suya, mi amigo empezó a desprenderse de toda la ropa que pudo.
Por un momento la imagen me resultó demasiado erótica. Tenerle allí, tan cerca, desnudándose en medio de la oscuridad…
―Teníamos que haber comprado palomitas ―solté, solo para recordarme a mí misma lo inocente de la situación e impedir que mi pulso se desbocase junto con mi exaltada imaginación.
Aún en medio de la oscuridad podía notar su piel y su pelo ligeramente bañados en sudor.
Él se detuvo, con los hombros fuera de la cazadora y los brazos todavía metidos en las mangas, y me miró con una sombra de desaprobación enturbiando la habitual dulzura de su mirada.
―Aquí no venden palomitas ―dicho esto terminó de desprenderse de la cazadora―. No es esa clase de cine en el que puedes comprar bebidas y aperitivos a la entrada. ―Libre ya de la prenda se giró a su izquierda y la dejó en el asiento de al lado―. No me digas que eres de las que no pueden ver una película sin un bote de palomitas.
Por su modo de hablar supe que para él eso suponía poco menos que un sacrilegio. Pero no dejé que su opinión me afectase.
―No; de palomitas no ―lo tranquilicé antes de confesar―, prefiero el  helado.
Sus ojos se agrandaron un segundo antes de entrecerrarse hasta casi desaparecer, mostrando en el paso de un extremo al otro su evolución de la incredulidad a la diversión.
―Preferiblemente, de chocolate ―rematé, consiguiendo que la sonrisa de Nino se extendiese de los ojos a la boca.
―Siempre eres tan… ―empezó a decir. Pero justo en ese momento comenzó la película.
Sin decir nada ni hacer gesto alguno ambos estuvimos de acuerdo en aparcar la conversación. Coordinados volvimos la vista al frente y nos hundimos en las butacas hasta que estas casi nos hubieron engullido. Olvidándonos del mundo real para entrar a formar parte del que existía en la enorme pantalla delante de nuestros ojos.
La inconfundible melodía me reveló el título antes de que las palabras West Side Story se destacasen sobre la imagen. No era la primera vez que veía a Romeo y Julieta reencarnados en dos jóvenes de la Nueva York de principios de los sesenta. Aquella era una de las películas que me habían acompañado durante toda mi vida y de las que había terminado por aprenderme los diálogos al dedillo. Pero también una de las que nunca me cansaría.
Durante casi dos horas no hubo nada más allá de la rivalidad entre los Sharks y los Jets y el amor prohibido de María y Tony. Cuando acabó la película y las luces se encendieron, iluminando tenuemente la sala, Nino ya había recuperado las capas de ropa que se había quitado a la llegada y yo seguía alterada por la explosión de música y baile a la que acababa de asistir. Me pregunto si seré una insensible, pero siempre me pasa lo mismo. El trágico final de la historia nunca aplaca el espíritu festivo que me despierta.
Esperamos a que todos se hubiesen marchado antes de levantarnos para salir también nosotros.
―¿Por qué querías que nos viéramos aquí? ―pregunté con tono cantarín, contagiada por los personajes de la historia que dejábamos tras nosotros, saltando el escalón de la entrada para salir a la calle.
Era noche cerrada y el suelo, húmedo por una lluvia reciente, brillaba bajo las luces de las farolas. Deslumbrante y resbaladizo.
Casablanca, Esplendor en la hierba… Dijiste que ese era el tipo de películas que te gustaban. ―Nino siguió mis pasos y mi conversación―. Así que supuse que también te gustaría este cine.
―Me ha encantado.
―Lo he notado.
Me miró y pude ver en sus ojos que volvía a sonreír. Para no perderme ninguna de las emociones que se reflejaban en ellos me adelanté algunos pasos y me di la vuelta, levantando un revuelo en las capas de mi falda, para caminar de frente a él y de espaldas al resto del mundo.
―¿Cómo descubriste un sitio así?
Seguí con el interrogatorio sin bajarme aún de mi nube. Sentía una necesidad acuciante de hablar y de escuchar su voz.
―Hace años, cuando vine a París soñando con convertirme en actor ―respondió sin dejar de vigilar la retaguardia que tan temerariamente yo había descuidado―. No fue una época fácil. Tuve más fracasos que éxitos en los primeros castings a los que me presenté. Así que cuando me sentía solo y me ganaban las ganas de hacer la maleta para volver a Toulouse, este cine era un buen lugar para refugiarme.
Nino elevó la vista al cielo y exhaló un largo suspiro que se materializó en una nubecilla de vapor, significando el peso de los sinsabores de aquel tiempo que ya formaba parte de su pasado.
―Aquí me sentía como en casa. A mi madre, como a ti, le encantaba el cine clásico. ―Sus ojos se fijaron otra vez en mí―. Mi padre nos abandonó cuando se enteró de que estaba embarazada y su familia nunca la perdonó por convertirse en madre soltera. ―Sonrió ligeramente sin dejar de mirarme―. Creo que, al igual que tú, también ella hizo de esas viejas películas su medio de evasión y, de paso, despertó en su hijo el deseo de ser actor. Me ilusionaba la idea de formar parte de algo que la hacía feliz.
Experimenté un agradable cosquilleo en la boca del estómago. Que hubiese tenido en cuenta mis gustos al citarme en ese cine ya era mucho para mí. Que, además, al llevarme allí estuviese compartiendo conmigo un lugar que era tan especial para él, me provocaba una satisfacción que ni siquiera sé describir. De alguna manera, me estaba dejando acceder a su intimidad.
―Además, el cine siempre es un buen sitio para mezclarse con la gente sin llamar la atención.
Nino trató de bromear para contrarrestar la carga emocional de esa parte de él de la que me había hecho partícipe.
―Y supongo que es en invierno cuando más te dejas caer por aquí ―apunté, demasiado exaltada para decantarme por la sabia opción de cerrar la boca y dejar de decir tonterías.
Le tomó un instante entender que lo decía por su atuendo de esa noche. Cuando lo comprendió, sonrió.
―En invierno, sí. Mi vida es algo más fácil cuando el frío me da la excusa de esconderme bajo la ropa.
Alargó los brazos y me agarró de los hombros. Suavemente me obligó a detenerme y, sin pedir permiso, descolgó de mi brazo la gabardina y la desplegó a mi espalda para cubrirme con ella. Como una capa. Apoyándola en el lugar en el que un instante antes habían estado sus manos. Chasqueé la lengua, observándole con una sonrisa tontorrona mientras le dejaba que me cobijase con la prenda como a una niña pequeña.  
En la lejanía de la calle desierta escuché el timbre de una bicicleta, varias veces presionado por su piloto. También el ruido sordo de las ruedas al deslizarse por la acera húmeda. Capté todas las señales pero, en vez de hacerme a un lado, mi instinto reaccionó de la manera equivocada. Dando a mi cerebro la orden de girarse para ver lo que ya sabía que se me venía encima en lugar de intentar apartarme del peligro. Una suerte que Nino estuviese más avispado que yo. Con un brazo me enganchó de la cintura y me arrastró con él a un lado. Quedamos ambos en el filo de la acera, sobre el diminuto precipicio del bordillo en el que mis tacones me convirtieron en equilibrista.
El ciclista pasó a nuestro lado impasible. Sin murmurar ni disculpas ni reproches. El sonido de la bocina se extinguió y el hombre siguió su camino sin regalarnos ni un miserable segundo de su atención. En apenas un pestañeo todo había vuelto a la normalidad. A la tranquila quietud de esa calle bordeada de coches a uno y otro lado de la estrecha calzada que la cruzaba. Vehículos cuyos dueños estaban ya en sus casas, a buen recaudo, disfrutando de las pocas horas de libertad que les restaban antes de que el sol reapareciese en el cielo. Trayendo con él las consabidas obligaciones diarias. Sin embargo, yo, en una absoluta descoordinación con el entorno, me encontraba muy lejos de la calma. Ya lo había estado antes de la aparición del desconsiderado ciclista pero, ahora…
En fin. Digamos que la cercanía de Nino tenía en mí un efecto más potente que la banda sonora de West Side Story.
Tuve un rebrote de la calentura que había sufrido un rato antes al verle desprenderse de capas de ropa hasta quedarse solo con el casto jersey que llevaba bajo todo lo demás. El tacto de ese chico, la suavidad del aliento que escapaba de sus labios para golpear los míos y el calor de su cuerpo que traspasaba la ropa para penetrar hasta mi piel. Todo ello despertaba en mí sensaciones a las que hacía muchos años había renunciado voluntariamente. Y sin las que había podido seguir viviendo. Quizás porque nunca las había sentido del modo tan rotundo en que él me las provocaba; volviéndolas una necesidad acuciante.
Tragué saliva. Conseguir que se deslizase por mi garganta abajo fue una gesta. Me habría gustado que él me copiara. Ver su nuez subir y bajar en su blanco cuello. Pero, por desgracia, la insondable bufanda que llevaba me habría ocultado la visión aunque esta se hubiese producido más allá de los límites de mi imaginación.
Empezaba a notar que me faltaba algo. Que necesitaba algo. Que quería algo. Y, al contrario de lo que era común en mí, no podía conformarme con la opción de no conseguirlo.
―Tenemos que ir al final de la calle ―dijo el responsable de mi alboroto. Quien, pese a instarme a moverme, no predicó con el ejemplo―. Jean Claude nos está esperando allí con el coche para llevarnos de vuelta al hotel.
Asentí pese a que no escuché una sola palabra de lo que dijo. Tenía los oídos taponados con los latidos de mi propio corazón. El pum, pum, pupum que se estaba volviendo tan familiar otra vez lo llenaba todo.
En lugar de mover los pies, moví un brazo. Lo hice de un modo torpón y extremadamente lento. Ajena a él, a mi propia voluntad. No me di cuenta de lo que iba a hacer hasta que mis dedos se engancharon al filo de su bufanda, tirando de ella hacia abajo para descubrir el hermoso rostro que ocultaba.
Sí, en ese momento fui consciente pero, como sumida en algún tipo de hechizo, seguí adelante.
Con la mirada fija en sus labios me acerqué a él. Cerrando los ojos solo cuando estuve lo bastante cerca para notar el roce de su boca en la mía.
Fue eso; un roce, nada más. Lo que estaba haciendo no merecía ser llamado beso. Ni siquiera piquito. Aun así, su efecto fue el mismo que tenían los besos de verdad en los cuentos: rompió el encantamiento que me había llevado a comportarme de una manera tan atrevida e impropia de mí.
El brazo de Nino seguía rodeando mi cintura. Pero no afianzó su agarre para acercarme más a él. No hizo nada que pudiese interpretar como que estaba correspondiendo a mi arrebato. Se mantuvo estático. Congelado. Seguramente por la sorpresa. El pobre estaría preguntándose qué se había creído esa señora ―que era yo― para tomarse la libertad que se estaba tomando con él.
Una duda que, en ese preciso momento, también me asaltaba a mí.
La vacilación no vino sola. Para acabar de rematarme, llegó de la mano de una lacerante sensación de vergüenza propia, que es mucho más agónica que la ajena.
Si había llegado a la boca de Nino a cámara lenta, al separarme de ella, por el contrario, fui veloz como una centella.
―Lo siento ―me disculpé, tirándome para atrás para poner entre nosotros más distancia de la que su sujeción me permitía―. Yo… no sé en qué estaba pensando. Ha sido…
Él cortó mi atropellada disculpa. Pero no lo hizo con palabras. Tampoco con un gesto que me invitase a callar. Para mi desconcierto, lo hizo con un beso. Uno que, ahora sí, mereció ser llamado así con todas las de la ley.
Su otro brazo, el que tenía libre, se reunió con su pareja en mi cintura. Ayudándola a atarme con fuerza en un lazo que yo no sentí el menor deseo de romper. Por el contrario, me volví tan maleable como pude para que me amoldase a su cuerpo todo lo posible. Su boca demandaba la mía con una dulzura no exenta de fuerza. Me rendí a ella sin oponer resistencia, cerrando los ojos al tiempo que abría los labios para recibir su lengua.
Por un momento creí que era cosa de mi imaginación, demasiado infectada por el virus del cine. Pero no, pronto me di cuenta de que los acordes eran reales. Caían sobre nuestras cabezas desde las alturas. En uno de los pisos del bloque que quedaba a mi izquierda alguien había puesto un viejo disco de la mítica Edith Piaf. Una mágica coincidencia que convirtió La vie en rose en banda sonora de nuestra particular escena de beso. Sonando en el momento preciso para contribuir al clímax dramático.
No sabría decir si fue un beso muy largo o una concatenación de muchos, algo más cortos. Pero sí sé que permanecimos allí, entregados el uno al otro a través de la unión de nuestras bocas, durante mucho tiempo. Sin movernos. Ni siquiera cuando el cielo decidió abrirse de nuevo para derramar sobre nosotros una lluvia cuyo repiqueteo hizo los coros a la desgarrada voz de la Piaf.