La primera historia que me hizo llorar tenía nombre propio: Pocahontas. Aun recuerdo como si fuese ayer (aunque mira que ha llovido desde entonces) la congoja que sentí al ver aquella despedida agrandada en la pantalla del cine. Los enamorados diciéndose adiós mientras una ráfaga de viento arrastra hojas multicolores que alborotan la oscura melena de ella para llevar su rastro hasta él, por última vez. Demasiado drama para la niña que era por aquel entonces. Siempre he tenido el lagrimal fácil, la verdad.
Recuerdo que mi madre salió del cine con un enfado monumental y reprochándome que no se me podía sacar a ningún lado. Normal, la mujer me llevó con toda la ilusión del mundo porque sabía lo mucho que me gustaban las pelis de Disney y yo terminé con un berrinche. Se le pasó pronto (a ella, que no a mí) porque ya se sabe que las mamás tienen una asombrosa facilidad para perdonar a sus retoños. Y, para que también yo me calmase, me aseguro que la historia de Pocahontas y el capitán Smith no acababa como habíamos visto. Él iba a Londres para curarse, pero luego regresaba con ella y vivían los dos felices para siempre. Me lo creí, claro; lo hice porque también los hijos (al menos cuando todavía somos niños) tenemos una fe ciega en la palabra de nuestros padres y madres.
Con el tiempo los señores de Disney se encargaron de desmentir a mi mamá con una terrible secuela que incluía cambio de pareja y toda la cosa. De verdad, ¿en qué estaban pensando? Todavía no me lo explico. Por suerte, esta segunda entrega que perfectamente podría haber sido omitida me pilló más madura y menos tierna que la primera. Tenía más tolerancia, que no más gusto, hacia los finales tristes. Porque, honestamente, las historias trágicas siguen sin entusiasmarme. Será por eso por lo que acarreo fama de ñoña 😜. Pero es que creo que la vida, la de verdad, la real que todos enfrentamos cada día que amanece, ya tiene demasiadas dosis de drama para que me apetezca buscarlas en ningún otro lado. Incluida la ficción.
Esta es mi opinión como lectora, espectadora..., ¡público, en general! Sin embargo, tengo que reconocer que como autora mi perspectiva cambia un poquitín. No es que al coger un bolígrafo o pararme delante del teclado de mi ordenador me vuelva una sádica ansiosa por castigar los corazoncitos de mis lectores a base de tragedias. No, no soy tan perversa y no me gusta hacer a los demás lo que no quiero que me hagan a mí. Es solo que, a veces, las tramas que llegan a mi cabeza se justifican mejor si concluyen con un sabor amargo. Otras lo que pasa es que cuesta demasiado salvar a mis héroes y heroínas del embrollo en el que se han metido o, sencillamente, el cuerpo me pide acabar de un modo diferente al habitual. No es fácil hacer que un final feliz sea distinto de los que he escrito antes. Confieso que esta regla de la novela romántica de finalizar con un "y fueron felices, y comieron predices" a menudo me ha resultado muy coercitiva y condicionante para la creatividad del autor. Osease, la mía.
¿Qué? Las justificaciones que acabo de exponer te parecen flojas, ¿no? No tienen suficiente peso. A decir verdad, todo el post me a quedado desapasionado.
¡Lo siento! Hace un par de semanas, cuando ideé este contenido, tenía mucha más convicción en él. Estaba segura sobre cómo defender mi visión del tema desde los dos puntos de vista, el de la lectora y el de la escritora. Pero después de pasar por el final más triste de todas las historias que he vivido mi opinión a cambiado un poco. Ahora, los finales felices obligados por el género que escribo no solo no me parecen forzados, sino que los creo necesarios. Yo los necesito. Ahora entiendo por qué la novela romántica obliga a derrochar azúcar antes de colocar el punto y final a la narración.
Quizás con el tiempo mi opinión vuelva a ser la de siempre. Como ha ocurrido con mi apetito, que se anuló en los primeros días de esta desgracia que estoy pasando y ahora vuelve a ser el goloso habitual. No lo creo, no lo sé... Por el momento, solo puedo decir que la novelista que habita en mí va a tardar en defender la necesidad creativa de la tragedia.
Así pues, ¡qué vivan los finales felices! Ojalá que la vida también se pudiese reescibir para tener un Happy Ending siempre a nuestra disposición.
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